Hizo muchas cosas en esos ocho meses, pero una de las veces que creyó que podía volver a pintar una segunda obra maestra tahitiana, se equivocó. Fue de Mataiea a Papeete a ver si le habían llegado cartas y alguna remesa, y en la ciudad había una conmoción en casa de su amigo Aristide Suhas, porque su hijito de año y ocho meses se moría. Llegó cuando el niño acababa de fallecer, de una infección intestinal. Al ver al niño muerto, la carita afilada, la tez cerúlea, sintió el excitante cosquilleo. Sin vacilar, simulando una congoja que no sentía, abrazó a Aristide y a madame Suhas y les propuso pintar un retrato del niño fallecido y ofrecérselo. Marido y mujer se miraron con los ojos llorosos, y accedieron: sería una manera más de conservarlo junto a ellos.
Hizo de inmediato unos bocetos, siguió haciéndolos durante el velatorio, y luego lo pintó en una de sus últimas telas, con precaución y detallismo. Examinó mucho la cara de ese niño de ojos cerrados y manitas juntas, aferrando un rosario, que expresaba el instante mismo del tránsito. Pero, cuando le llevó el cuadro, en vez de agradecerle el regalo, madame Suhas se enojó. Jamás admitiría en su casa aquel retrato.
– Pero ¿qué hay de ofensivo en él? -inquirió Koke, no del todo insatisfecho con la reacción de la esposa del colono.
– Éste no es mi niño. Es un chinito, uno de los amarillos que han comenzado a invadimos. ¿Qué le hemos hecho a usted para que se burle de nuestro dolor, poniendo a nuestro ángel una cara de chino?
Como no pudo contener la risa, los Suhas lo echaron de la casa. De regreso a Mataiea, contempló el retrato con ojos nuevos. Sí, sin darte cuenta, lo habías orientalizado. Entonces, rebautizó a su flamante creación con un nombre mítico maorí: Retrato del príncipe Atiti.
Algún tiempo después, al notar que, pese a haber pasado cuatro meses del día en que le anunció su embarazo, el vientre de Teha'amana no crecía, se lo comentó.
– Tuve una hemorragia y lo perdí -dijo ella, sin interrumpir el zurcido-. Me olvidé de contarte.
III. Bastarda y prófuga
Dijon, abril de 1844
Aunque no figuraba en su plan de viaje, Flora, en vez de trasladarse directamente de Auxerre a Dijon, hizo dos escalas, de un día cada una, en Avallon y Semur. En librerías de ambas localidades dejó ejemplares de La Unión Obrera y carteles. Y, en ambas, como carecía de cartas de presentación y referencias, fue a buscar a los obreros a los bares.
En la placita de la iglesia de Avallon, de santos y vírgenes tan pintarrajeados que le recordaron las capillas indígenas del Perú, había dos tabernas. Entró a L'Étoile du Jour al anochecer. El fuego del hogar enrojecía las caras de los parroquianos y llenaba de humo la atestada habitación. Era la única mujer. A las voces chillonas sucedieron murmullos y risitas. Entre las nubecillas blancas de las cachimbas, distinguió ojillos que pestañeaban, expresiones salaces. Un rumor serpentino iba escoltándola mientras se abría camino entre la masa sudorosa que la dejaba pasar y se cerraba a su espalda.
No se sentía incómoda. Al patrón del establecimiento, un hombre bajito, de modales untuosos, que se acercó a preguntarle a quién buscaba, le respondió de manera cortante: a nadie.
– ¿Por qué me lo pregunta? -inquirió a su vez, de modo que todos la oyeran-. ¿No se permite la entrada a las mujeres aquí?
– A las mujeres decentes, sí -exclamó, desde el mostrador, una voz aguardentosa-. A las hetairas, no.
«Es el poeta del lugar», pensó Flora.
– No soy una puta, señores -explicó, sin enojarse, imponiendo silencio-. Soy una amiga de los obreros. Vengo a ayudarlos a romper las cadenas de la explotación.
Entonces, por sus caras, comprendió que ya no la creían hetaira sino tronada. Sin darse por vencida, les habló. La escucharon por curiosidad, como se escucha el canto de un pájaro desconocido, sin prestar mucha atención a lo que decía, más atentos a sus faldas, a sus manos, a su boca, a su cintura y a sus pechos que a sus palabras. Eran hombres cansados, de caras vencidas, que sólo querían olvidar la vida que llevaban. Al poco rato, saciada la curiosidad, algunos retomaron sus diálogos, olvidándose de ella. En el segundo cabaret de Avallon, La Joie, un pequeño reducto de paredes tiznadas con una chimenea en la que agonizaban los últimos rescoldos, los seis o siete parroquianos estaban demasiado bebidos para perder el tiempo hablándoles.
Regresó al albergue con aquel saborcillo ácido entre los dientes que de tanto en tanto la invadía. ¿Por qué, Florita? ¿Por el tiempo perdido en este pueblo de campesinos ignaros que era Avallon? No. Porque la visita a esas tabernas te removió la memoria y ahora tenías en las narices las exhalaciones vinosas de los antros llenos de borrachos, jugadores y gentes de mal vivir de la Place Mauberty alrededores, entre los que pasó tu niñez y adolescencia. Y tus cuatro años de matrimonio, Florita. ¡Qué miedo a los borrachos! Pululaban en el vecindario de la rue du Fouarre, en las puertas de las tabernas y en las esquinas, tumbados en zaguanes y calzadas, durmiendo, eructando, vomitados, profiriendo groserías en el sueño. Se le erizó la piel recordando los regresos a su casa, a oscuras, del Taller de Grabado y Litografía del maestro André Chazal, donde, a poco de cumplir dieciséis años, su madre consiguió que la aceptaran como aprendiz de obrera-colorista. De algo te sirvió tu buena disposición para el dibujo. En otras circunstancias, acaso habrías llegado a ser una pintora, Andaluza. Pero no se arrepentía de haber sido una operaria en su juventud. Al principio, le pareció magnífico, una liberación, no tener que pasar los días encerrada en la sórdida covacha de la rue du Fouarre, salir de casa muy temprano y trabajar doce horas en el Taller de Grabado y Litografía con la veintena de obreras del maestro Chazal. El taller, una verdadera universidad sobre lo que significaba ser obrera en Francia. Del maestro, las muchachas del taller le contaron que tenía un hermano famoso, Antoine, pintor de flores y animales en el Jardin des Plantes. A André Chazal le gustaba beber, jugar y perder el tiempo en las tabernas. Cuando estaba con tragos, y a veces sin estarlo, solía propasarse con las obreras. Dicho y hecho. El mismo día que te entrevistó para ver si te aceptaba como aprendiz, te examinó de arriba abajo, posando con descaro su mirada vulgar en tus pechos y caderas.
¡André Chazal! Vaya pobre diablo que te deparó el azar, o acaso Dios, para que le ofrendaras tu virginidad, Florita. Un hombre alto, algo encorvado, de pelos pajizos, frente muy ancha, unos ojos atrevidos y canallas y una nariz protuberante en permanente auscultación de los olores circundantes. Lo sedujiste a primera vista, con tus grandes ojos profundos y tu rizada cabellera negra, Andaluza. (¿Fue André Chazal el primero en apodarte así?) Era doce años mayor que tú y debió hacérsele agua la boca soñando con la fruta prohibida de esa doncellita. Con el pretexto de enseñarte el oficio se te arrimaba, te cogía la mano, te ceñía la cintura. Así se mezclan los ácidos, se cambian los tintes, cuidado con poner el dedo allí, te quemarías, y, zas, lo tenías encima, frotándote la pierna, el brazo, los hombros, la espalda. Tus compañeras te bromeaban, «Has conquistado al patrón, Florita». Amandine, tu mejor amiga, te pronosticó: «Si no cedes, si te le resistes, se casará contigo. Porque lo tienes loco, te lo juro».
Sí, lo tenías loco a André Chazal, grabador-litógrafa, tabernero, jugador y bebedor. Tan loco que, un buen día, oliendo a vino chusco y con los ojos desbocados, se permitió tocarte los pechos con sus grandes manazas. Tu bofetada lo hizo trastabillar. Pálido, te miraba asombrado. En vez de despedirla, como Flora temía, se apareció, contrito, en la covacha de la rue du Fouarre, con un ramito de azucenas en la mano, a presentar excusas a madame Tristán: «Señora, mis intenciones con su hija son formales». A madame Aline aquello le produjo una alegría tan grande que se echó a reír y abrazó a Flora. La única vez que viste a tu madre tan efusiva y feliz. «Qué suerte tienes», repetía, mirándote con ternura. «Agradécelo a Dios, hija».