Luego de que los asistentes desfilaron por la tribuna para felicitar al orador, Paul y Pierre Levergos fueron a tomar una copa a uno de los barcitos del puerto, antes de regresar a Punaauia. Koke estaba muy pálido, extenuado. Debieron caminar muy despacio, Paul apoyándose en el bastón cuya empuñadura ya no era un falo erecto sino una tahitiana desnuda. Cojeaba más que de costumbre y parecía que en cualquier momento se iba a desplomar de fatiga. Al llegar a Las islas, se dejó caer en una mesa de la terraza sombreada por un amplio parasol, y pidió ajenjo. ¡Cuánto había envejecido desde que Pierre Levergos lo conoció, a su retorno de París, en septiembre de 1895! En esos cinco años, a Paulle habían caído diez o más. No era ya el apuesto forzudo de ayer, sino un viejo medio encorvado, en cuyos cabellos abundaban las canas. En su rostro, surcado por arrugas y una barba grisácea, centellaba una amargura beligerante. Hasta la nariz parecía habérsele quebrado y retorcido más, como un decrépito sarmiento. De tanto en tanto hacía unas muecas que podían ser de dolor o de exasperación. Las manos le temblaban, como a los borrachos consuetudinarios.
Pierre Levergos temía que Paullo interrogara sobre su discurso, pero tuvo suerte, pues, ni mientras estuvieron en el puerto, ni más tarde, en el viaje de retorno a Punaauia, ni aquella noche, mientras comían al aire libre, viendo a Pau'ura jugar con el pequeño Émile, se refirió Paul una sola vez a ese tema obsesivo de sus últimos tiempos: la política. Para nada. Habló sin cesar de religión. Vaya, Koke, nunca dejarías de desconcertar a la gente. Ahora, ante el asombrado Pierre, decía que, a su muerte, la humanidad lo recordaría como pintor y reformador religioso.
– Eso es lo que soy -afirmó, muy seguro-. Cuando se publique un ensayo que acabo de terminar, lo entenderás, Pierre. En El espíritu moderno y el catolicismo pongo en su sitio a los católicos, en nombre del verdadero Cristianismo.
Pierre Levergos pestañeaba sin cesar. Vaya diablos. ¿Era éste el mismo Paul que en Les Guepes pedía que se echara de los colegios de las islas a los maestros protestantes y se los reemplazara por misioneros católicos? Ahora, había escrito un ensayo ajustándole las clavijas al catolicismo. No había duda: se le había achicharrado el cerebro y su mano derecha ya no sabía lo que hacía la izquierda. Él continuaba con su tema: tarde o temprano, la humanidad comprendería que le sauvage péruvien había sido un artista místico, y que el cuadro más religioso de los tiempos modernos era La visión después del sermón que él pintó allá en Pont-Aven, un pueblecito del Finisterre bretón, a finales del verano de 1888. Esa tela resucitó en el arte moderno la inquietud espiritual y religiosa estancada desde su esplendor en la Edad Media.
Después, ya Pierre Levergos no entendió una palabra del monólogo de Koke (había tomado mucho alcohol y tenía la lengua algo trabada) en el que aparecían personas, cosas, lugares, sucesos, que no le decían nada. Vendrían de recuerdos que, por alguna razón, esta noche tranquila de Punaauia, sin luna, sin calor y sin insectos, actualizaba su conciencia.
– ¿Estamos en 1900, no es verdad? -Paul dio a su vecino una palmadita en la rodilla-. Te hablo del verano de 1888. Doce años atrás, apenas. Un granito de arena en la trayectoria de Cronos. Pero, sí, es como si hubieran pasado siglos desde entonces.
Es lo que te decía ese cuerpo maltratado, enfermo, cansado y lleno de rabia que arrastrabas por la vida, a tus cincuenta y dos años. Qué distinto de aquel otro, robusto, dispuesto, de tus cuarenta, cuando, pese a las privaciones y contratiempos debidos a la falta de dinero que te asediaban desde que dejaste los negocios por la pintura, exudabas un optimismo invencible, sobre tu vocación y tu talento, sobre la belleza de la vida y la religión del arte, una convicción que arrollaba todos los obstáculos. ¿No idealizabas el pasado, Paul? Aquel verano de 1888, en tu segunda estancia en Pont-Aven, no andabas tan entero. No tu cuerpo, en todo caso, aunque tal vez tu espíritu sí. El cuerpo aún sufría las secuelas de la malaria y las fiebres contraídas en Panamá, pese a que hacía ya diez meses de tu retorno a Francia, en noviembre de 1887. Lo cierto era que pintaste La visión después del sermón en medio de una atroz disentería, soportando esos ramalazos de dolor que la bilis, amasada en el estómago, te hacía padecer, antes de salir luego por el ano, escoltada por pedos estruendosos que eran el hazmerreír de toda la pensión Gloanec. ¡Cuánta vergüenza sentías temiendo que la joven, la bella, la pura, la inmaterial Madeleine Bernard escuchara esas incontenibles sartas de pedos, herencia de aquellas fiebres palúdicas (¿acaso los primeros síntomas de la enfermedad impronunciable, Paul?) atrapadas durante la malhadada aventura de Panamá y la Martinica!
Ahora, mientras su lengua, convertida en una inobediente fierecilla, trataba de explicárselo al buen Pierre Levergos, que dormitaba en su silla, ya no sentías el menor enojo contra Émile Bernard. Pese a que éste, desde la ruptura de 1891, andaba diciendo por calles y plazas que habías querido regatearle el haber sido el primero en desarrollar las ideas de un «arte sintético». Como si a ti te interesara el papel de fundador de escuelas de las que probablemente ya nadie se acordaba. Más te dolieron otras cosas que decía el apuesto, delicado, fino muchacho, veinte años menor que tú, hermano de la bella Madeleine, que, con sus frescos dieciocho años, se presentó un día en la pensión Gloanec y te dijo, balbuceando: «Me envía a conocerlo desde Concarneau su amigo Schuffenecker. Dice que es usted la única persona en el mundo que puede ayudarme a ser un artista de verdad». Ahora, aseguraba que le habías plagiado la composición, las ideas y las cofias de las bretonas estáticas de La visión después del sermón, que él habría concebido antes en su cuadro Las bretonas en la pradera.
– Estupideces, mi querido Pierre -afirmó, golpeando la mesa-. De esas bretonas en la pradera sólo me acuerdo del título. ¿Qué le pasó al mejor de mis discípulos para, de pronto, llenarse de envidia y comenzar a odiarme?
Le había ocurrido algo muy humano, Paul: comprender que La visión después del sermón era una obra maestra. Fue demasiado fuerte para él. En venganza, se puso a odiar a quien tanto había querido y admirado. ¡Pobre Émile! ¿Qué sería de él? Aunque, reflexionando, tal vez no fuera inexacto lo que decía. Sin Bernard acaso no hubieras pintado nunca, aquel verano de 1888, en tu cuartito estrecho de esa pensión Gloanec atiborrada de pintores amigos que te consideraban su mentor -Bernard, Laval, Chamaillard, Meyer de Haan-, aquel cuadro que describía un milagro, o acaso sólo una visión. Un grupo de piadosas bretonas, luego de escuchar el sermón dominical de un tonsurado párroco de perfil parecido al tuyo y replegado en un extremo del cuadro, concentradas en la oración, en estado de arrobo, veían frente a ellas, o tal vez sólo imaginaban, aquel inquietante episodio del Génesis: la lucha de Jacobo con el ángel, reconstituida en una pradera bretona cortada en dos por un manzano y de un imposible color bermellón. El verdadero milagro de aquel cuadro, Paul, no era la aparición de los personajes bíblicos en la realidad o en la mente de esas humildes campesinas. Eran los colores insolentes, atrevidamente antinaturalistas, el bermellón de la tierra, el verde botella de la ropa de Jacob, el azul ultramarino del ángel, el negro de Prusia de los atuendos femeninos y los blancos con visajes rosas, verdes o azules de la gran hilera de cofias y collarines que se anteponían entre el espectador, el manzano y la pareja que luchaba. Lo milagroso era la ingravidez que imperaba en el interior del cuadro, ese espacio en el que el árbol, la vaca y las fervientes mujeres parecían levitar al conjuro de su fe. El milagro era haber conseguido en aquella tela acabar con el prosaico realismo creando una realidad nueva, en la que lo objetivo y lo subjetivo, lo real y lo sobrenatural, se confundían, indivisibles. ¡Bien hecho, Paul! ¡Tu primera obra maestra, Koke!