Carcassonne no era una excepción a la regla, por supuesto. En las fábricas de paños, donde le prohibieron la entrada, los hombres ganaban de uno cincuenta a dos francos diarios y las mujeres, por idéntico trabajo, la mitad. Los horarios se alargaban de catorce a dieciocho horas diarias. En las sederías e hilanderías de lana trabajaban niños de siete años por ocho centavos al día, pese a prohibido la ley. El clima de hostilidad contra ella era muy grande. Su gira se había hecho conocida en la región y, últimamente, en las ciudades, los enemigos afilaban los cuchillos para recibida. Flora descubrió que los patronos hacían circular en Carcassonne unas hojas volanderas acusándola de «bastarda, agitadora y corrupta, que abandonó a su marido y a sus hijos, tuvo amantes y es ahora sansimoniana y comunista icariana». Esto último le dio risa. ¿Cómo se podía ser, a la vez, sansimoniana e icariana? Los dos grupos se detestaban. Habías sido simpatizante de Saint-Simon hacía algunos años, cierto, pero eso era ya tu prehistoria. Aunque habías leído la novela Viaje por lcaria, de Étienne Cabet (tenías la primera edición, de 1840, dedicada por él), que le había ganado tantos seguidores en Francia, nunca sentiste la menor simpatía por Cabet ni por sus discípulos, esos tránsfugas de la sociedad que se llamaban «comunistas». Por el contrario, siempre los criticaste, de palabra y en artículos, por prepararse, bajo la batuta de su inspirador, ese aventurero, carbon_io y procurador en Córcega antes de convertirse en profeta, a viajar a algún país remoto -América, la selva africana, China- a fundar, en un lugar apartado del resto del mundo, la república perfecta que describía Viaje por lcaria, sin dinero, sin jerarquías, sin impuestos, sin autoridad. ¿Había algo más egoísta y cobarde que semejante ensueño de escapistas? No, no había que huir de este mundo imperfecto a fundar un retiro celestial para un grupito de escogidos, allá, donde nadie más llegara. Había que luchar contra las imperfecciones de este mundo en este mismo mundo, mejorado, cambiado hasta hacer de él una patria feliz para todos los mortales.
Al tercer día en Carcassonne, se presentó en el Hotel Bonnet un hombre ya maduro que no quiso dar su nombre. Le confesó ser policía, comisionado por sus jefes para seguirle los pasos. Era afable y algo tímido, de imperfecto francés, que, para su sorpresa, conocía las Peregrinaciones de una paria. Se declaró su admirador. Le advirtió que las autoridades de toda la región habían recibido instrucciones de hacerle la vida imposible, de malquistada con la gente, pues la consideraban una agitadora dedicada a predicar la subversión contra la monarquía en el mundo del trabajo. Pero, respecto a él, Flora nada debía temer: jamás haría algo que pudiera dañarla. Se mostraba tan emocionado al decide estas cosas que Flora, en un arranque, lo besó en la frente: «No sabe usted el bien que me hace oído, amigo mío»,
La alentó, al menos por unas horas. Pero la realidad volvió a hacerse presente, cuando una cita con un influyente abogado fue bruscamente cancelada. Maitre Trinchant le hizo llegar una ríspida esquela: «Enterado de sus lealtades icarianas comunistas, me niego a recibida. El nuestro sería un diálogo de sordos». «Pero si mi oficio no es otro que tratar de abrir las orejas a los sordos y los ojos a los ciegos», le contestó Madame-la-Colere.
No estaba abatida, pero no le hacía bien recordar sus visitas a los prostíbulos y los finishes de Londres. Ahora, no se apartaban de su memoria. Aunque, en su recorrido por los submundos del capitalismo había visto cosas tristes, nada la sublevó más que el tráfico con esas desventuradas. Pero no olvidaba por ello sus visitas, con un oficial de la Iglesia anglicana, a los barrios obreros de la periferia londinense, esa sucesión de cuarruchos infectos con máquinas de hilar a pedales siempre en acción, atestados de niños desnudos revolcando sus huesos por la pestilencia, y las quejas, repetidas por todas las bocas, como un estribillo: «A los treinta y ocho, a los cuarenta, hombres y mujeres somos considerados inservibles y despedidos de las fábricas. ¿De qué vamos a comer, milady? Los alimentos y las ropas usadas que nos regalan las parroquias ni para los niños alcanzan». En la gran usina de gas de la Horsferry Road Westminster casi mueres asfixiada, por empeñarte en ver de cerca cómo esos obreros cubiertos con un simple taparrabos raspaban el coque de unos hornos que te hicieron pensar en las forjas de Vulcano. Te bastó estar allí cinco minutos para empaparte de sudor y sentir que el calor te arrancaba la vida. Ellos permanecían horas, achicharrándose, y, luego, cuando vaciaban el agua sobre los calderos limpios, tragaban un humo espeso que debía tiznarles las entrañas lo mismo que la piel. Al cabo de ese suplicio, podían tumbarse, de dos en dos, sobre unas colchonetas, por un par de horas. El jefe de planta te dijo que ninguno soportaba más de siete años este oficio, antes de contraer la tuberculosis. Ése era el precio de las iluminadas veredas con postes de gas de Oxford Street, en el corazón del West End, ¡la avenida más elegante del mundo!
Las tres prisiones que visitaste, Newgate, Coldbath Fields y Penitenciary, eran menos inhumanas que los antros obreros. Te dio escalofríos ver los instrumentos de tortura medievales que recibían a los reclusos en el pabellón de ingreso a Newgate. Pero las celdas, individuales o colectivas, eran limpias y los presos y presas -ladrones y ladronas la gran mayoría- comían mejor que los trabajadores de las fábricas. En Newgate el director te permitió conversar con dos asesinos, condenados a la horca. El primero, huraño, se encerró en un mutismo total y no pudiste sacarle palabra. Pero, el segundo, sonriente, jovial, feliz de poder romper la ley de silencio por unos minutos, parecía incapaz de matar a una mosca. Y, sin embargo, había descuartizado a un oficial del ejército. ¿Cómo pudo actuar así, siendo tan comedido y simpático? Tela explicó el patilludo doctor J. Ellistson, profesor de Medicina y discípulo fanático de Franz Josh Gall, fundador de la ciencia frenológica:
– Porque este muchacho tiene dos protuberancias extremadamente desarrolladas en la base posterior del cráneo: los huesecillos del orgullo y la vergüenza. Tóqueselas, señora. Aquí, aquí. ¿Las siente? Estaba fatalmente condenado a matar.
Sólo dos cosas se atrevió Flora a criticar en el sistema penal inglés: la ley de silencio, que obligaba a los presos a jamás abrir la boca -una sola palabra en voz alta acarreaba severísimos castigos- y que estuvieran impedidos de trabajar. El cultivado gobernador de Coldbath Fields, antiguo soldado colonial, le aseguró que el silencio favorecía el acercamiento a Dios, los trances místicos, el arrepentimiento y los propósitos de enmienda. Y, en cuanto al trabajo, el tema se había debatido en el Parlamento. Se estimó que permitir trabajar a los presos sería injusto con los obreros, a los que los delincuentes harían una competencia desleal empleándose por salarios más bajos. En Inglaterra no había limite de edad para ser juzgado yen las tres prisiones Flora encontró niños de ocho y nueve años que purgaban penas por robo y otros latrocinios.
Pero, aunque era lastimoso ver a estos párvulos entre rejas, Flora se dijo que tal vez resultaba preferible para ellos; al menos, comían y dormían bajo techo, en celdas aseadas. En cambio, en la parroquia de Saint Gilles, en las manzanas limitadas por Oxford StreeT y Tottenham Court Road, el barrio de los irlandeses -Bainbridge Street-, los niños se morían literalmente de hambre. Vivían en harapos y dormían poco menos que a la intemperie, en casuchas de cartones y latas sin defensa contra los aguaceros. En medio de charcos de agua inmunda, emanaciones pútridas, fango, moscas y toda clase de alimañas -esa noche, en su pensión, Flora descubrió que la visita al barrio de los irlandeses había llenado sus ropas de piojos- tuvo la sensación de un recorrido de pesadilla, entre esqueletos, viejos encogidos sobre montoncitos de paja y mujeres en jirones. Había basuras por doquier y ratas que se escabullían entre los pies de la gente. Ni siquiera quienes tenían trabajo alcanzaban a dar de comer a sus familias. Todos dependían de los repartos de alimentos de las iglesias para sustentar a los hijos. Comparado con la miseria y degradación de los irlandeses, el barrio de los judíos pobres de Petticoat Lane le pareció menos tétrico. Aunque la pobreza era extrema, había un comercio activo de ropavejeros en un sinnúmero de tienduchas y de sótanos, entre los que se ofrecían también, con grandes aspavientos y a plena luz del día, putas judías semidesnudas. Y el mercado de Field Lane, donde se vendían a precio vil todos los pañuelos robados en las calles de Londres -había que entrar a esa callejuela sin cartera, relojes, ni prendedores-, le pareció más humano, hasta simpático, con su vocinglería desatada y el rumor de las pintorescas discusiones entre vendedores y clientes que pedían rebajas.