– Lo haré sólo por la fuerza. Esta ciudad me gusta mucho. Yo también debo advertirle algo: moveré cielo y tierra para que la prensa de aquí y de París haga conocer a la opinión pública el atropello de que soy víctima.
Partió del despacho del procurador del rey sin despedirse. Los tres diarios de oposición -Le Censeur, La Démocratie y Le Bien Public- informaron del registro e incautación de sus papeles, pero ninguno se atrevió a criticar la medida. Y, a partir de ese día, Flora tuvo dos policías instalados en la puerta del Hotel de Milan, apuntando las visitas que recibía y siguiéndola en la calle. Pero eran tan perezosos y torpes que resultó fácil despistados, gracias a la complicidad de las camareras del hotel, que la hacían salir por una ventana de las cocinas a un callejón furtivo, a la espalda del local. De modo que, pese a la prohibición, siguió celebrando reuniones diarias con obreros, extremando las precauciones, y temerosa de que, en alguno de esos encuentros, llamada por algún traidor, apareciera la policía. No ocurrió.
Al mismo tiempo, llevó a cabo un intenso trabajo de información social. Talleres, hospitales, casas de caridad, casas de locos, orfelinatos, iglesias, escuelas, y, por fin, el barrio de las prostitutas, en La Guillotiere. En esta última expedición la acompañaron dos fourieristas -se portaron muy bien, consiguiéndole un abogado para defender su caso ante el procurador del rey-, no disfrazada de hombre como en Londres, sino cubierta con una capa y un sombrero algo ridículo, que le ocultaba media cara. Aunque no tan enorme ni dantesco como el del Stepney Green londinense, el espectáculo de las prostitutas apiñadas en las esquinas y las puertas de las tabernas y prostíbulos de nombres risueños -La casa de la novia, Los brazos cálidos-la descompuso. A varias, entre las más jóvenes, les preguntó su edad: doce, trece, catorce años. Unas niñitas sin desarrollar haciendo de mujeres. ¿Cómo era posible que los hombres se excitaran con estas criaturas puro hueso y pellejo, que no habían salido de la niñez y a las que rondaban la tisis y la sífilis, si es que ya no las habían contraído? Se le encogía el corazón; la rabia y la tristeza la enmudecían. Igual que en Londres, aquí también había algo entre monstruoso y cómico: en medio de esa depravación, se arrastraban, jugando, en los pisos de tierra de las casas de placer, entre las prostitutas y sus clientes -muchos obreros entre ellos-, niños de dos, tres o cuatro años, a los que las madres abandonaban allí mientras hacían su trabajo.
Realizaba esas visitas por obligación moral -no se podía reformar lo que se desconocía-, con profundo disgusto. Desde los primeros tiempos de su matrimonio con André Chazal, el sexo la repelía. Antes incluso de adquirir una cultura política, una sensibilidad social, intuyó que el sexo era uno de los instrumentos primordiales de la explotación y dominación de la mujer. Por eso, aunque sin predicar la castidad o la reclusión monjil, siempre había desconfiado de las teorías que exaltaban la vida sexual, los placeres del cuerpo, como uno de los objetivos de la futura sociedad. Éste fue uno de los temas que la llevaron a apartarse de Charles Fourier, a quien, sin embargo, profesaba admiración y cariño. Curioso caso el del maestro; había llevado siempre, por lo menos en apariencia, una vida de total austeridad. Se lo tenía por misógino. Pero, en su diseño de la futura sociedad, el Edén venidero, la etapa de Armonía que sucedería a la Civilización, el sexo figuraba como protagonista. A ella le costaba aceptado. Aquello podía terminar en un verdadero aquelarre, pese a las buenas intenciones del maestro. Innecesario, absurdo, imposible organizar la sociedad de acuerdo al sexo, como pretendían ciertos fourieristas. En los falansterios, según el diseño de Fourier, habría jóvenes vírgenes, que prescindirían por completo del sexo, y vestales, que lo practicarían de manera moderada con los vesteles o trovadores, y mujeres todavía más libres, las damiselas, que harían el amor con los menestrales, y así sucesivamente, en un orden de libertad y exceso crecientes -las odaliscas, las faquiresas, las bacantes-, hasta las bayaderas, que practicarían el amor caritativo, acostándose con viejos, inválidos, viajeros, y, en general, seres a los que por su edad, mala salud o fealdad, la injusta sociedad actual condenaba a la masturbación o a la abstinencia. Aunque todo en esta organización fuese libre y voluntario -cada cual elegía a qué cuerpo sexual del falansterio quería pertenecer y podía abandonarlo a su albur- a Flora este sistema le parecía indebido, la hacía temer que, a su amparo, brotaran nuevas injusticias. En su proyecto de Unión Obrera no había recetas sexuales; salvo la igualdad absoluta entre hombres y mujeres y el derecho al divorcio, el tema del sexo se evitaba.
Lo que más la sobrecogía en la doctrina de Fourier era que, según éste, «toda fantasía es buena en materia de amor» y «todo el mundo tiene razón en sus manías amorosas porque el amor es esencialmente la pasión de la sinrazón». Le daba vértigo su defensa de «la orgía noble», los acoplamientos colectivos, y que, en la futura sociedad, los gustos minoritarios -él los llamaba unisexuales-, sádicos y fetichistas, no fueran reprimidos sino fomentados, para que cada cual encontrara su pareja afín, y pudiera ser feliz con su debilidad o capricho. Eso sí, sin hacer daño al prójimo, pues todo sería libremente elegido y consentido. Estas ideas de Fourier la escandalizaron tanto que, secretamente, le dio algo de razón al reformador Proudhon, un puritano que no hacía mucho, en 1842, en su Advertencia a los propietarios, acusó a los falansterianos de «inmoralidad y pederastia», El escándalo llevó a Victor Considérant a atenuar en los últimos tiempos las teorías sexuales del fundador.
Aunque reconocía y admiraba su audacia revolucionaria, a Flora la tolerancia libérrima de Charles Fourier en materia sexual la intimidaba. También la divertía, a veces. Ella y Olympia habían reído hasta el llanto una tarde, en medio de un encuentro amoroso, recordando la confesión del maestro de que tenía una «irreprimible inclinación por las lesbianas», y su afirmación según la cual sus cálculos e investigaciones le permitían afirmar que, en el mundo existían veintiséis mil colegas con la misma inclinación, con los que podía formar una asamblea o «cuerpo» en la futura sociedad de Armonía, en la que él y sus asociados podrían disfrutar sin trabas ni vergüenza de espectáculos sáficos. Las lesbianas que se exhibirían ante los felices mirones lo harían por su libre elección y porque, haciéndolo, practicarían su vocación exhibicionista. «¿Lo invitamos, mi reina?», se reía Olympia.
La manía clasificatoria de Charles Fourier ahora te merecía burlas, Florita, pero diez años atrás, al regresar del Perú, con qué alegría habías descubierto esa doctrina que reconocía la injusta situación de la mujer y del pobre, y se proponía repararla mediante la nueva sociedad que surgiría con la multiplicación de falansterios. La humanidad había dejado atrás las etapas iniciales, Salvajismo, Barbarie, Civilización, y ahora, gracias a las nuevas ideas, pronto ingresaría en la última: la Armonía. El falansterio, con sus cuatrocientas familias, de cuatro miembros cada una, constituiría una sociedad perfecta, un pequeño paraíso organizado de manera que desaparecieran todas las fuentes de la infelicidad. La justicia era inservible, a menos que trajera la dicha a los seres humanos. El maestro Fourier lo había previsto y prescrito todo. En cada falansterio se pagaría más los trabajos más aburridos, estúpidos y sacrificados, y menos los más divertidos y creativos, ya que ejercer estos últimos constituía un placer en sí mismo. Por tanto, un carbonero o un hojalatero estarían mejor retribuidos que un médico o un ingeniero. Cada limitación o vicio serían aprovechados en beneficio de la sociedad. Como a los niños les gustaba embarrarse, ellos se encargarían de recoger las basuras en los falansterios. Esto le pareció a Flora, al principio, el colmo de la sabiduría. Como, también, la fórmula de Fourier para que hombres y mujeres no se mediocrizaran haciendo siempre lo mismo: rotar de trabajo en trabajo, a veces en un mismo día, para que no los apolillara la rutina. De jardinero a profesor, de albañil a abogado, de lavandera a actriz, nunca nadie se aburriría.