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Lo único divertido en Mácon fue monsieur Champvans, encargado del periódico Le Bien Public que dirigía por correspondencia, desde París, el ilustre Lamartine. Burgués distinguido, culto, la trató con una elegancia y cortesía que, pese a sus reservas políticas y morales contra los burgueses, le encantaron. Monsieur Champvans disimuló educadamente los bostezos cuando ella le describióla Unión Obrera y le explicó cómo transformaría la sociedad humana. Pero la invitó a un almuerzo exquisito en el principal restaurante de Mácon y la llevó al campo, a visitar Le Monceau, el dominio señorial de Lamartine. El castillo de este gran artista y demócrata le pareció de una ostentación irritante y de pésimo gusto. Empezaba a aburrirse con la visita cuando apareció, para guiada, madame de Pierreclos, viuda del hijo natural del poeta, muerto a los veintiocho años, de tuberculosis, al poco tiempo de casarse. La joven y agraciada viudita, una niña todavía, habló a Flora de su trágico amor, de la desolación en que vivía desde la muerte de su marido, decidida a no volver a disfrutar de diversión alguna y a llevar una existencia de renuncia y clausura, hasta que la muerte la librara de su viacrucis.

Oír hablar así a esta linda jovencita, con los ojos llenos de lágrimas, provocó a Flora una irritación extraordinaria. Sin pérdida de tiempo, mientras paseaban entre los parterres llenos de flores de Le Monceau, le infligió una lección.

– Me entristece, pero también me enoja oída hablar así, señora. Usted no es una víctima del infortunio, sino un monstruo de egoísmo. Perdone mi franqueza, pero verá que tengo razón. Es joven, bella, rica, y, en vez de dar gracias al cielo por estos privilegios, y aprovecharlos, se entierra en vida porque una circunstancia la salvó del matrimonio, la peor servidumbre que puede padecer una mujer. Miles, millones de personas se quedan viudos o viudas, y usted toma su viudez como una catástrofe de la humanidad.

La muchacha se había parado y tenía la lividez de una muerta. La miraba incrédula, preguntándose si era o se había vuelto loca en este instante.

– ¿Una egoísta porque soy leal al gran amor de mi vida? -musitó.

– Nadie tiene derecho a desaprovechar una oportunidad así -asintió Flora-. Olvídese de su luto, salga de este sarcófago. Empiece a vivir. Estudie, haga el bien, ayude a los millones de seres que, ellos sí, padecen problemas muy reales y concretos, el hambre, la enfermedad, el desempleo, la ignorancia, y no pueden hacerles frente. Lo suyo no es un problema, es una solución. La viudez la salvó de tener que descubrir la esclavitud que significa el matrimonio para una mujer. No juegue a sentirse una heroína de novela romántica. Siga mi consejo. Regrese a la vida y ocúpese de cosas más generosas que cultivar su dolor. Por último, si no quiere dedicar su tiempo a hacer el bien, goce, diviértase, viaje, consígase un amante. Es lo que hubiera hecho su marido si usted moría de tuberculosis.

De la palidez cadavérica, madame de Pierreclos pasó a enrojecer como una fresa. Y, de pronto, lanzó,una risita histérica que tardó buen rato en sofocar. Flora la observaba, divertida. Al despedirse, la viudita, azorada, balbuceó que, aunque no sabía si Flora le había hablado en serio o en broma, sus palabras la harían reflexionar.

Al tomar el barco a Lyon, Flora sintió que se libraba de un peso. Estaba harta de pueblos y aldeas, ansiosa de volver a pisar una gran ciudad.

La primera imagen de Lyon, con sus lóbregas mansiones parecidas a cuarteles, recurrentes como pesadillas, y sus calles de guijarros filudos que lastimaban las plantas de los pies, le causó pésima impresión. Le recordó al Londres de los Spence, por su grisura, sus contrastes entre ricos riquísimos y pobres pobrísimos, y su carácter de urbe-monumento consagrado a la explotación de los obreros. Esa sensación deprimente del primer día desaparecería a medida que sus encuentros, citas, reuniones, se multiplicaban, y se veía, por primera vez en su vida, acosada por la policía. Aquí sí tuvo, por fin, innumerables encuentros con obreros de todos los sectores, tejedores, zapateros, tallado res de piedras, herreros, carpinteros, terciopeleros y otros. Su fama la había precedido; mucha gente la conocía y miraba en la calle con admiración o reprobación, y, algunos, como bicho raro. Pero, la razón por la que, en los meses restantes de su gira -en Lyon cumplió dos meses desde su salida de París-, recordaría siempre el mes y medio lionés, fue porque, en la apretada agenda de esas semanas, verificó de manera abrumadora los excesos de la explotación de que eran víctimas los pobres, y también las reservas de decencia, de pureza moral y de heroísmo que tenía la clase obrera, pese a vivir en la más absoluta degradación. «En seis semanas en Lyon aprendí más sobre la sociedad que en toda mi vida pasada», apuntó en su diario.

En la primera semana dio una veintena de charlas, en los talleres de tejedores de seda del barrio de la CroixRousse, los famosos canutos, que, no hacía muchos años -1831 y 1834-, encabezaron dos revoluciones obreras que la burguesía sofocó con terrible derramamiento de sangre. En los estrechos, sucios, oscuros talleres encaramados en la montaña de la Croix – Rousse, cuyas interminables escaleras la dejaban sin aliento, Flora tuvo dificultad en asociar a esos hombres medio borrados por la penumbra, iluminados apenas por un candil -las reuniones se hacían de noche, luego del trabajo-, tímidos, mal vestidos, descalzos, en harapos, de caras estupidizadas por el cansancio -trabajaban de cinco de la madrugada a ocho de la noche con un pequeño descanso al mediodía-, con los combatientes que se enfrentaron a pedradas y palazos a las bayonetas, balas y cañones de los soldados. Muchos ponían en duda que ella hubiera escrito La Unión Obrera. Los prejuicios contra la mujer habían calado en todas las clases sociales. Por llevar faldas, la creían incapaz de desarrollar estas ideas para la redención del obrero. Luego de un cierto embarazo -que fuera mujer los desconcertaba- solían hacerle muchas preguntas y, por lo general, cuando ella los interrogaba sobre sus problemas, se explayaban con desenvoltura. Había muchos seres limitados entre ellos, pero, también, inteligencias en bruto, a las que la sociedad impedía pulirse. Salía de esas reuniones cayéndose de fatiga, pero en estado de incandescencia espiritual. Tus ideas prenden, Florita, los obreros las adoptan, la Unión Obrera comienza a ser realidad.

Al noveno día de su estancia, cuatro agentes de la policía y el comisario de Lyon, monsieur Bardoz, se presentaron en el Hotel de Milan con una orden de registro. Luego de hurgarlo todo por espacio de un par de horas, se llevaron sus papeles, libretas y cartas íntimas -entre ellas una, apasionada, de Olympia-y los ejemplares de La Unión Obrera que no alcanzó a distribuir en librerías. Partieron, entregándole una orden de comparecencia ante el procurador del rey, monsieur A. Gilardin. Éste era un hombre delgado como un cuchillo, vestido con un traje que parecía un hábito religioso. No se levantó a saludada cuando ella entró a su despacho.

– La labor que usted desarrolla en Lyon es subversiva -le dijo, glacial-. Se ha abierto una investigación y podría ser procesada como agitadora. Por eso, en espera del resultado de la investigación, le prohíbo que continúe las reuniones con los canutos de la Croix – Rousse. Flora lo examinó de arriba abajo, con lento desprecio. Hacía grandes esfuerzos para no estallar.

– ¿Considera subversivo cambiar ideas con las personas que tejen los paños de los elegantes trajes con que usted se viste? Me gustaría saber por qué.

– Esos antros no son lugares aparentes para las damas. Además, ir a hablar a los obreros es asunto peligroso, cuando se tienen ideas desquiciado ras del orden social -le repuso, sin moverse, la boca sin labios del procurador del rey-. Debo prevenida: mientras dure la investigación, estará sometida a vigilancia. Pero, si lo desea, puede abandonar Lyon de inmediato.

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