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A los ocho días de la llegada de los Corsi, Martín sólo pensaba en el momento en que Carlos se desengarfiase de Anita al fin y comprendiese que su amistad de hombres tenía más fuerza y más verdad que todas aquellas tonterías de hermano mimado y sometido a las que se entregaba Carlos con tan poca dignidad.

Anita no hacía más que lanzar puyas a los dos chicos y una mañana les anunció que había pedido a uno de sus amigos artilleros que le consiguiese un perro y se lo regalase para salir con él por las noches. Un perro -dijo- era compañía más discreta y mejor infinitamente que la de dos niños pequeños.

– ¿No sabes, Martín? El año pasado, cuando tú te marchaste, Juan el recadero nos regaló un perro precioso y papá se empeñó en que lo dejásemos en Beniteca al cuidado de los guardas. Tengo mala suerte con los perros, con lo que me gustan. El perro que nos regalaron se murió este invierno.

Esta salida de Anita recordó algo a Martín.

– ¿Os acordáis de Leal, el perro que tenía mi padre? Lo envenenaron este invierno. Era un perro de caza muy bueno y a mi padre le gusta cazar. Pues creo que un día apareció envenenado en el jardín, le dieron a comer carne que tenía vidrios machacados dentro.

– Comprendo mucho más que se mate a una persona que a un perro. -Anita parecía horrorizada de veras-. Si odiaban a tu padre que mataran a tu padre… Pero si yo consigo un perro puedo aseguraros que nadie lo envenenará. Ya lo cuidaré yo bien.

En aquel momento, una oleada de lealtad familiar sacudió el alma de Martín. Volvió a pensar en su padre como en otros tiempos, admirando su hombría, sus fuertes manos, su blanca e ingenua risa, y todas aquellas buenas cualidades de honradez, de sencillez profunda y sana, aquellas palabrotas que en su boca resultaban tan naturales, aquellas bruscas despedidas a las familias de los reclutas que se presentaban con regalos y que Eugenio no admitía de ninguna manera, con gran desesperación de Adela. Aquel «calla la lengua» dirigido a Adela cuando Adela desbarraba demasiado en su maledicencia o en el asco que había tomado a Martín, y hasta su gran debilidad oculta detrás de tantas palabras gruesas; su gran debilidad por Adela. Todo aquello le vino a la cabeza a Martín y quiso decir: «A mi padre no le puede odiar nadie. Eso no es posible».

Y no dijo nada, sin embargo. Escuchó lo que decía Carlos.

– Yo no te dejaré salir sola por la noche, ni con perro ni sin perro. Ya lo sabes, Ana.

– Tú me dejarás sola cuando yo quiera, no faltaba más. Ya te he buscado yo un martín pescador para entretenerte. No puedo hacer más por ti, hijo mío. Estoy harta.

Anita por la mañana, en la playa, con el cabello recogido en lo alto de la cabeza sujeto por peinecillos que a cada momento se le caían, se parecía mucho a la criatura del verano anterior. A Martín le dijo una de aquellas mañanas:

– He conocido a un amigo tuyo muy interesante. Es un chico completamente intelectual a quien no le gusta el deporte y dice que desprecia a las mujeres. Sólo le gusta leer tomos así de gordos de filosofía.

Martín se quedó asombrado y recordó en seguida al hijo de don Clemente el médico, que ya había empezado sus estudios en la Universidad. Antes de llegar los Corsi le había conocido Martín y hasta aceptó ir un día a hacerle una visita en aquella casa de pueblo que ya había visitado con Adela el verano anterior. En aquella casa que en el piso alto tenía salones oscuros, Pepe, el hijo de don Clemente, disponía para él solo de una habitación en la planta baja de la casa, junto al patio, donde le habían instalado una mesa de estudiante y una biblioteca. Era un chico de diecinueve años con la cara llena de granos y una nuez muy saliente. A Martín, la tarde en que fue a visitarle, no le habló de filosofía, sino de mujeres, diciéndole que iba todos los días a la playa de Beniteca a darse una «ración de vista» con aquellas chicas medio desnudas que se exhibían allí. Pepe había prohibido terminantemente a su madre que dejase ir a su hermana a la playa. Martín se había aburrido mucho con Pepe aquella tarde y no le había vuelto a ver. Aquella mañana le dijo a Anita, delante de Carlos, que Pepe no le parecía interesante y que era un sucio con sus opiniones sobre las bañistas. Pero a Carlos sólo le interesaba una cosa.

– No sé dónde has conocido a este tipo, Ana. No me lo puedo explicar.

– Ah, yo tengo mis secretos, tonto mío. Me interesa mucho ese muchacho, Martín. Es distinto a todos, por lo que me cuentas.

– Yo quiero saber cómo lo has conocido.

– Pues te quedarás con las ganas de saberlo.

Carlos miró a Martín en aquel momento, con una mirada llena de impotencia y Martín tuvo como un presentimiento de que comenzaba entre ellos aquella unión tan esperada. Por la tarde, a la hora de la siesta -Anita se empeñaba este año en dormir la siesta en su habitación como la gente vulgar de Beniteca-, Martín le dijo a Carlos que si quería él le presentaría a aquel Pepe e incluso podrían ir a su casa y así lo conocería.

– ¿Para qué? Yo lo que quiero saber es cómo lo ha conocido Anita y sé que no me lo dirá. Pero no puedo comprender cuándo lo ha conocido. No lo entiendo.

Martín, un par de días más tarde, empezó a comprender cuándo había podido conocer Anita a Pepe. Fue la noche en que Adela le dijo a Martín que el hijo de don Clemente había vuelto a buscarle sin encontrarlo tampoco.

– ¿Ha vuelto? ¿Es que ha venido antes otra vez?

– Mira, Eugenio, éste ni se entera de lo que se le habla. Estoy harta de decirle que Pepe ha venido por aquí y como si nada. Parece alelado este hijo tuyo… No sé para qué lo traes a Beniteca. Aquí no hace más que comer y dormir llenando la casa de peste, que hasta me da ganas de vomitar… A ti te digo, Eugenio, no sé para qué traes a éste.

Eugenio parecía la estampa del amor paternal. Se había puesto una toalla sobre las rodillas y agitaba allí a su hija pequeña sosteniéndola por la espalda. Cuando Adela terminó de hablar depositó a la niña en el cochecito y el bebé empezó a lloriquear.

– Cógela tú ahora, Adela, coño, y no me marees con el chico.

– Sí, cógela, cógela… ¿Y quién pone la cena? Dásela a tu hijo que la entretenga. Que la pasee él.

– Conmigo no quiere estar la niña.

– ¡Contigo no quiere estar! No sirves para nada. Oblígale a que cuide de su hermana, Eugenio.

– Adela, coño, no quiero que mi hijo haga de niñero, ¿entiendes?

El mismo Eugenio empezó a pasear el cochecito y la niña quedó callada.

– No quieres que haga de niñero, no quieres que haga de niñero… Para qué le traes aquí entonces. ¿Para comer? Di, ¿para comer de lo nuestro? Viene aquí y ni mira a su hermana. Le hablas y no se entera de lo que le dices. Todo el día con esos sinvergüenzas, con la niña esa que es una puta. Sí, señor, una puta con todas sus letras y si no pregúntaselo a los artilleros.

¿Por qué Martín estaba callado, sin salir en defensa de Anita? Cuando decía Adela aquellas cosas, Martín callaba siempre. Ahora se dio cuenta de que era inútil tratar de que su familia viese a los Corsi como él los veía. Era tan inútil, que el señor Corsi había fingido otra personalidad delante de Eugenio para hacerse entender. Y él, Martín, siempre callaba y no intentaba explicar nada. Por otra parte -resultaba curioso-, los Corsi tampoco creían que Eugenio y Adela eran personas corrientes, como una gran mayoría de las personas que componen el mundo conocido. No, a los Corsi Eugenio y Adela les parecían rarísimos. También delante de los Corsi Martín callaba ciertas cosas que comprendía en su familia.

– Martín es un hombre, coño. Que vaya con quien le dé la gana. Y ésta es su casa, ¿entiendes?

– Ya estás haciendo llorar a la niña… ¡Hija de mi alma, a ti nadie te quiere, tú eres hembra, pobrecita mía!… Ah, pero tendrás un hermano, tendrás un hermano de padre y madre. No será ése el único varón. No, no lo será.

Casi no había medio de entenderse con Adela. Pero después de calmados los ánimos Martín logró saber que el hijo de don Clemente había ido a buscarle un par de mañanas cuando él ya se había marchado a la playa.

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