– ¡Si al menos supiéramos qué te enfurece tanto! ¡Como si tú hubieras llegado hasta aquí con las manos limpias! ¿Dónde está Galatrai? ¿Dónde está Meneci? ¿Dónde está Debrel? -Ígur notó que todos estaban más pendientes de él que nunca. ¿Qué podía decir de Debrel? ¿Confesar una desobediencia? Calló, maldiciendo la indecisión y la cobardía que acababan de poner un arma más en manos de Milana, quien prosiguió, envalentonado-. ¿Quieres creer que tú perdonaste a Lamborga y hoy lo he matado yo? Engáñate si quieres, nunca aprenderás. Tú no perdonaste a Lamborga, el Imperio te lo exigió, y hoy me ha exigido a mí que lo matara.
Ígur estalló.
– Te juro que el día que nos encontremos a solas cara a cara, con Imperio o sin Imperio, te mandaré al otro barrio con un placer de dioses.
– ¡Con Imperio o sin Imperio! -lo escarneció-. ¡Caballero, sois un sacrilego! ¿Qué dirán los próceres de la Capilla?
– ¡Basta, Caballeros! -dijo Vega, pero Ígur tenía que acabar de soltar lo que le reconcomía por dentro.
– Y entérate de que será en honor de Omolpus, y en honor de Lamborga. Sólo me duele no poder matarte dos veces.
– Caballeros -dijo Vega en un tono cortante que Ígur no le había oído nunca-, acabáis de pasar por encima de las normas más elementales de la dignidad, la cortesía y el buen gusto. El dolor y la excitación del momento no son excusa para vosotros, porque precisamente un Caballero de Capilla se distingue por saber dominar las pasiones. Me reservo la prerrogativa de abriros expediente, y sabed que, en el caso improbable de que decida no hacerlo, no será porque no lo considere justo o conveniente, sino por intentar olvidar la vergüenza que me han producido estos minutos en vuestra compañía.
Durante unos instantes contempló en silencio la faz de Lamborga, que empezaba a verse tocada por la severidad de la muerte, y salió sin mirar a nadie.
Ígur quiso acompañar el cuerpo del amigo, y esperó a que se lo llevaran. Ya en la salida, Milana aun estaba allí, y desde el transporte se dirigió a Ígur.
– ¡Esta noche, siguiendo las tradiciones -dijo, gritando para hacerse oír a distancia-, tenemos celebración en el Palacio Lodeia! ¡Te espero!
– Y soltó una carcajada salvaje.
Ígur olvidó la presencia del ataúd, y por encima del mismo lanzó con todas sus fuerzas el gesto más obsceno de la tradición.
Después de participar en la preparación del funeral de Lamborga, Ígur se puso en contacto con Arktofilax para transmitirle la petición del Decano de la Capilla. El Magisterpraedi quiso saber cómo había ido el Combate y qué había pasado después, e Ígur se lo explicó sin omitir detalle, ni tan siquiera los que no le dejaban en muy buen lugar. Arktofilax parecía estar por encima del bien y del mal, porque no hizo ningún aspaviento.
– Visitar la Capilla no me apetece demasiado -dijo al final-. Creo que la proximidad de la Entrada al Laberinto es una buena excusa para darles largas.
– ¿Vendréis al funeral por Lamborga? -preguntó Ígur.
– Como Magisterpraedi estoy dispensado -miró a lo lejos-; el Áurea Milénica me sabrá perdonar. ¡He visto tantos entierros!
– Lo comprendo -dijo Ígur por cortesía, pensando hasta qué punto le habría gustado librarse él también.
– Por cierto, mañana por la noche nos han preparado una fiesta de despedida en el Palacio Conti.
– Creo que el luto por un padrinazgo me dispensa de ir -dijo Ígur, y Arktofilax sonrió.
– Tienes un excelente sentido del humor. En combinación con unos buenos nervios te convertirá en un adversario temible. -Cambió de tono-. La fiesta empieza a las nueve. Creo que hay un apartado especialmente dedicado a ti.
– Muy bien.
Pasaron revista a las últimas cuestiones prácticas; las más difíciles, los presupuestos, estaban listos.
– ¿Crees que podrás resistir hasta pasado mañana sin tiraros de los pelos tú y Milana? -le preguntó finalmente. Ígur comprendió que vista desde fuera su ira resultaba más bien ridícula.
– Lo procuraré -dijo, fingiendo susceptibilidad herida.
El funeral por los Caballeros muertos en el Acceso a la Capilla seguía una ceremonia prácticamente idéntica a la de los Caballeros de Capilla con todos los derechos, con las únicas diferencias en alguna fórmula ritual de las actas y en el archivo del sello. El Cementerio de la Capilla estaba a poniente de la Falera, en el interior de un edificio no especialmente significativo. A través de un pasillo iluminado por una línea de antorchas próxima al techo, de tres metros de ancho, nueve de alto y veintisiete de largo, un marco sin puerta daba paso a un espacio cuadrado de tres por tres, flanqueado por dos escaleras idénticas enfrentadas a cada lado de la entrada, que de forma perfectamente simétrica ocupaban todo el ancho de los tres metros del recinto y llevaban, a veinticuatro metros de altura, a sendos rellanos de medio metro de ancho, por cuyos lados se accedía a un triforio que transitaba el entrepaño de muro correspondiente a la entrada, en toda la extensión del cual se alojaban los nichos y las cavidades con las urnas de los Caballeros. El otro entrepaño de muro, el de delante, era completamente liso hasta la altura correspondiente al triforio, donde había una hilera horizontal de pequeños ventanales, única, y escasísima, iluminación horizontal del recinto. En el punto central de ese muro, a dieciocho metros de altura de la entrada, en una repisa volada semihexagonal, se encontraba la urna destinada a las cenizas en tránsito, y más arriba de los ventanales, el sistema de brazos mecánicos y los antiguos aparatos de poleas para transportarlas. La distancia máxima transversal era de sesenta metros, correspondientes a tres de la plataforma baja, veintiocho de las escaleras, y medio de cada rellano. El techo eran dos planos inclinados simétricos, a partir de un voladizo a seis metros de altura sobre los dos rellanos laterales, correspondientes a la parte superior de la línea del triforio y los ventanales, justo hasta la vertical de la plataforma de la entrada. La altura máxima era de cincuenta y cuatro metros, de manera que la composición era también simétrica en sección, a partir del punto medio del triforio y los ventanales; de la altura máxima, correspondiente por tanto a una plataforma de tres por tres, colgaba un incensario en forma de prisma hexagonal, de dos metros diez de alto por cero setenta de diámetro de la base, y de altura y posición regulables. El conjunto, todo en mármol oscuro de tonos ocres grisáceos, resultaba de una severidad opresora y áspera, siniestra y vertiginosa hasta extremos inusuales.
Allí se reunieron unos cincuenta individuos de sexo masculino exclusivamente, la mayoría Caballeros de Capilla, de Preludio y de Cámara, jerárquicamente distribuidos por las escalinatas. Presidía el Decano Vega, y el lugar de honor, en la abertura central del triforio, lo ocupaban el Secretario, el Agon de los Meditadores, el Parapótropo de la Hegemonía y los representantes de los Príncipes, entre los que ocupaba un lugar destacado el Barón Uranisor como delegado de Bruijma.
Vega ofreció a Ígur el sitio del comitente, que él aceptó con orgullo. El oficiante se situó a la cabeza del ataúd, en el centro de la plataforma de abajo, Ígur a su derecha. Desde allí pudo comprobar que Milana no se encontraba entre los asistentes, y eso lo tranquilizó; después se olvidó del público.
El oficiante cubrió el féretro con una red y encima colocó unas tijeras abiertas, un puñado de arena y la semimáscara que había utilizado Lamborga; entonces le llevaron una balanza, y en un plato el oficiante puso un vaso de jade verde, y en el otro plato una pluma, y en medio la efigie vigilante de Amit, medio cocodrilo medio león, hasta que la balanza se inclinó hacia el plato de la pluma; después, con una antorcha de metro y medio de larga, encendió la pira de ramas negras y resina olorosa especial y con las poleas abrió los ventanales para que la corriente de aire del pasillo de entrada avivase el fuego; mientras, Ígur se cortó el pelo y lo echó a la hoguera, y se juró a sí mismo la muerte de Milana, proyectando la crueldad de su diálogo interior hacia un interlocutor que, por encima del escepticismo, la melancolía quería identificar con Lamborga. Tres largos minutos habían golpeado las llamas el reflejo encendido de su agitación feroz en las caras severas cuando, bastante avanzada la combustión y habiendo ordenado cerrar el oficiante la puerta anterior al pasillo para que la ceniza no se aventase, la plenitud reposada del fuego dejó la serenidad definitiva de luz constante primero, después constantemente menguante hasta las brasas, y entonces el oficiante las apagó con vino rojo, y todo se tornó gris y negro con agónicas explosiones de ceniza; finalmente, recogió los restos en un cofre de oro, al que después de estamparle el sello de Lamborga cubrió con un velo púrpura, y dos asistentes, con la ayuda de los mecanismos, situaron en el lugar correspondiente. La ceremonia no contemplaba discursos ni invocaciones, muy en la línea astrea de la Capilla, pensó Ígur, y acabada la incineración todos salieron en silencio.