Y sin más explicaciones, el Jefe de Protocolo lo llevó a la salita de siempre, donde Lamborga se preparaba para el Combate.
– ¿Qué ha pasado? ¿Cuál es el problema? -le dijo nada más llegar.
– No te preocupes, todo está en orden -dijo Ígur.
Lamborga lo miró levantando la vista desde la silla, con una sonrisa confiada; ¿o tal vez fuera desconfiada?
– Pero ¿qué pasaba?
Ígur revisó las armas como si fuera él quien iba a combatir; dejó la espada en equilibrio con el centro de gravedad en su mano abierta.
– ¿Estás en buenas condiciones? -Lamborga esbozó un gesto de evidencia-. Ya veo que te has recuperado, pero ¿estás en plena forma? Quiero decir si te has entrenado. ¿Seguro que has trabajado los reflejos y la fuerza?
Lamborga se echó a reír.
– Claro que sí. Me gusta que te preocupes tanto por mí. Ya sé que tienes un doble interés por que gane.
Ígur se vio obligado a justificarse.
– No tengo ningún doble interés, sino uno bien sencillo: quiero que mi amigo, que eres tú, entre en la Capilla; que Milana desaparezca es cuestión de tiempo; en todo caso, es pura urgencia. Suponiendo que tú -habló más lentamente y recalcando-, que es mucho suponer, y yo estoy convencido de que no será así, pero en fin, suponiendo que tú no te lo cargues ahora, puedes poner la mano en el fuego que antes de dos días me lo cargo yo.
Rieron.
– Esperemos que te ahorres la molestia.
El Ayudante de Protocolo lo fue a buscar, y con el ritual que Ígur ya se sabía de memoria fueron a la Sala de Juicios; parecía que el Combate de Mongrius hubiera tenido lugar hacía dos días, pero que del suyo propio hiciese tres años. Ocupó su puesto, y esa vez la Capilla estaba a rebosar, por lo que Ígur dedujo, con una sombra de celos, que el objeto del interés del público continuaba siendo Lamborga.
– ¿De verdad te encuentras bien del todo? -insistió.
– Sí, ya te lo he dicho. Y si no, ya es tarde para echarse atrás.
Ígur siguió a Milana con la mirada. Sus propias dudas participaban de una angustia indefinida. El Juez esperó a que los contrincantes se situaran, y empezó el discurso.
– La vida presenta al mismo sol hojas diferentes de idéntica apariencia, cada cual es en su sitio y ese instante la antonomasia y el paradigma de la hoja. Pero la hoja cae y aparece otra, que también debe caer, y que la única dimensión trágica que le quepa sea no saberlo no es un pleonasmo sino una bendición. ¡Ay, Caballeros, buenos Caballeros, de la hoja arrancada verde del árbol! -Levantó los brazos-. Desde mi Poniente me dirijo al Este, y a mi escudo el Caballero azul Sari Milana, a mi lanza el Caballero lila Kuvinur Lamborga. Excepcionalmente, la vida dispondrá hoy de un solo determinio, y el vencedor, de todas las prerrogativas. -Ígur sufrió un sobresalto; la alteración de las normas habituales acostumbra responder a una razón concreta, y la de ésa se le escapaba-. Corresponde la ofensiva al Caballero azul. -Y cuando ambos estuvieron en sus puestos, levantó la voz-, ¡Que ya empiece a ser lo que tiene que ser!
Los contrincantes se saludaron y se situaron en la segunda planta; Ígur quería encontrar más elegante y bien plantada la figura de Lamborga, y siguió los movimientos de Milana como si su mirada pudiera entorpecerlos. Después de tres toques de espada por el exterior, Lamborga ofrecía punto por la postura del arma, y cuando Milana lo acometió en estocada simple, se defendió desviando y, en el tiempo de equilibrar el cuerpo hacia atrás, cargando sobre la pierna izquierda, la mano uñas arriba, el cuerpo y los pies triangulados; retomaron la posición de defensa e Ígur respiró tranquilo, porque le pareció que Lamborga respondía bien, y además ahora la ofensiva era libre. Pero pocos segundos después de situada la postura, Milana la mejoró pasando a su medio proporcional sin desunir el arma, y por la parte de fuera y con toda la fuerza operante tiró una estocada de cuarta parte del círculo, con un movimiento accidental, corriendo el atajo hasta ejecutar la herida en la diametral del pecho; la sacudida estremeció a Lamborga y lo lanzó hacia atrás a la vez que Milana retiraba el arma. Ígur dio un salto y se precipitó a la plataforma; Milana se apartó, pero su Padrino se dirigió al Juez.
– El determinio de la vida no se ha acabado -protestó.
Ígur se inclinó sobre el cuerpo encogido de Lamborga, que respiraba con dificultad.
– ¿Cómo estás, amigo mío? -Le puso la mano en la herida; la sangre le brotó entre los dedos, y levantó la vista hacia el Juez-. Señor, el Caballero necesita ayuda urgente.
– El vencedor dispone de todas las prerrogativas -insistió el Padrino de Milana.
El Juez subió al estrado y puso la mano en la cabeza de Lamborga, que cargó inánime; Ígur lo sostuvo, y el Juez se levantó.
– El vencedor -anunció- ha ejecutado su prerrogativa, y la vida ha acabado el determinio.
Dos enfermeros fueron hasta donde Ígur intentaba desesperadamente hacer reaccionar a Lamborga, y lo apartaron con cortesía. Tumbaron al herido en una camilla y se lo llevaron, e Ígur, pasando de la tradición de bienvenida al vencedor, los siguió hasta la enfermería de la Capilla.
– Me temo que se pueda hacer poco por el Caballero -dijo uno de ellos.
– ¿Qué queréis decir? -se resistió Ígur.
En la enfermería colocaron sensores en la cabeza y el pecho del herido.
– El Caballero está muerto.
Ígur sintió unas tenazas heladas por todo el cuerpo.
– ¡Tenéis que hacer algo! -dijo, ofuscado de dolor.
– Lo siento. El arma le ha atravesado el corazón.
Ígur se sentó en una silla junto a la puerta, un poco apartado, y completamente aturdido contempló cómo los empleados preparaban el cuerpo de su amigo para el traslado. Se dio cuenta de que, por más que hubiera considerado la posibilidad, el desenlace del Juicio de Acceso le pillaba desprevenido, y se lanzó a un vertiginoso precipicio de autorreproches: por qué no se había ocupado personalmente de la preparación de Lamborga para el Combate, por qué, por lo menos, no se había asegurado de que se encontraba bien antes de permitir que se presentara, por qué había descuidado tan brutalmente sus deberes de Padrino de Acceso, qué Laberinto valía la muerte de una de las pocas personas que le había fiado verdad y nobleza.
Lo sacó de tan desesperadas cavilaciones la llegada de Maraís Vega, del Secretario de la Capilla, del Juez, de Milana y su Padrino. Vega, que llevaba la voz cantante, interrogó a los empleados, que le proporcionaron en voz baja una breve explicación. Ígur lanzó a Milana una mirada de odio; ¿para que acabara en sus manos le había perdonado la vida a Lamborga?
– Caballero, lo siento mucho -dijo Vega a Ígur con gravedad, y él miró a los ojos al resto de la comitiva; todos tenían un aire circunspecto, salvo Milana, en quien sorprendió el esbozo de una sonrisa de desprecio y complacencia.
Ígur se le enfrentó.
– ¿Estás satisfecho? Supongo que ya lo sabías. ¿Qué tanto por cien te daba el Cuantificador?
– ¿Crees que lo he matado yo solo? -espetó Milana, violento como un descargador.
– Por favor. Caballeros, no volvamos a empezar -dijo el Secretario de la Capilla.
– En primer lugar -continuó Milana-, lo he matado legalmente; y, si tanto te gusta buscar causas remotas, puedes pensar que lo he matado con tu colaboración; fuiste tú el primero que lo hirió. ¿Es eso lo que querías que te dijera?
– Caballero Milana, os exijo que respetéis la presencia de un muerto -dijo el Secretario.
Ígur era consciente de que estaban todos pendientes de él, y procuró evitar la transposición de la tristeza por Lamborga hacia el odio a Milana, pero se le entremezcló el recuerdo de sus palabras del otro día.
– Quiero que sepas que seré yo quien no te perderá de vista, y a la primera ocasión te enseñaré lo que es un Combate entre Caballeros.
– Caballero Neblí, doy eso por no oído -protestó el Secretario.