En esa relación de fuerzas, estrechamente pactada y con escaso margen para la aleatoriedad, los Caballeros de Capilla jugaban en cierta manera un papel de prestigio público, reducida a protocolo formal su naturaleza originaria de Guardia de élite del Emperador (que en ese momento no estaba protegido por un cuerpo armado, sino por un sofisticado sistema celular), diseminados en diferentes disciplinas, la más turbia de las cuales era la de los Fonóctonos, aristocracia secreta de los asesinos, ejecutores refinados de los designios ocultos de la alta nobleza y de los altos cargos del gobierno. La inscripción de Neblí como contrincante del más prestigioso de los aspirantes a Caballero de Capilla introdujo un factor de desorden en ese equilibrio, y a pesar de que en principio se procuró que los medios de comunicación no le dedicasen más espacio del que la prudencia aconsejaba, no hubo manera de evitar que la noticia se expandiera entre los estamentos implicados y convirtiera al horas antes desconocido Caballero Neblí en objeto de curiosidad, ironías y deleite especulativo.
Veintinueve días después de la entrevista entre Ifact, Mongrius y Neblí, los dos últimos eran convocados para el sorteo y el Combate de Acceso a la Capilla; a las cuatro de la tarde se personaron en la Apotropía de la Capilla, un conjunto de estancias arquitectónicamente falto de entidad exterior propia, inserto en el conjunto de palacios del Comercio y las Artes, situados casi en forma de fortaleza urbana en pleno corazón del Anillo interior de Gorhgró, al Sudoeste de la Falera, en la parte más escarpada de la ladera de la montaña.
Cumplimentados los requisitos de entrada, Ígur y su padrino de inscripción fueron conducidos a una salita donde les esperaba el Jefe de Protocolo de la Capilla, un hombre de unos cuarenta años, altísimo y con una extraña voz atiplada.
– En nombre de la Capilla y del Serenísimo Apótropo, permitidme que os dé la bienvenida a estas estancias -ambos correspondieron con una inclinación-, si estáis dispuestos, procederemos a la ceremonia previa del sorteo.
– Estamos a vuestra disposición -dijo Mongrius.
El Jefe de Protocolo llamó a su ayudante y abandonó la estancia en dirección a otra interior; las puertas quedaron abiertas, y el ayudante se colocó en el umbral, en espera de alguna nueva indicación; un minuto más tarde la recibió e hizo un gesto a Mongrius y a Ígur.
– Por favor -dijo, el brazo izquierdo extendido, y los condujo, él delante y ellos a su lado y detrás, por un pasillo hacia un salón de grandes dimensiones, con la iluminación concentrada en una mesa central, tras la cual se encontraba un hombre vestido de blanco flanqueado por dos Asistentes; al tiempo que entraban el Ayudante de Protocolo seguido de Ígur y Mongrius, por una puerta opuesta lo hacía otro funcionario seguido de dos Caballeros más; eran Lamborga y su padrino; los seis llegaron a la vez frente a la mesa del hombre vestido de blanco, que no era otro que el Juez del Combate.
– Caballeros Lamborga y Neblí, estáis hoy ante nosotros para someteros al juicio de nuestras tradiciones, cuyas condiciones habéis aceptado libremente. A continuación procederé al sorteo de las orientaciones y defensas que os regirán, puesto que los colores y los emblemas os pertenecen ya -miró los papeles que tenía delante y rectificó-: en el caso del Caballero Neblí, procederemos a adjudicarle la advocación definitiva, ya que su emblema es provisional.
A una indicación suya los Asistentes colocaron sobre la mesa una construcción mecánica parecida a una esfera armilar, y él la manipuló para introducir la restricción de ambos emblemas y la advocación de Lamborga, y al terminar invitó a Ígur a ponerla en funcionamiento. El aparato consistía en nueve anillos de metal concéntricos, cada uno de un color, unidos axialmente, cada cual con el anterior y el posterior, mediante finísimas varillas, y provistos de un sistema de contrapesos de alta precisión que permitía introducir ciertas condiciones; cada círculo de los tres interiores tenía una pesa, dos los tres siguientes, tres los dos de a continuación, y cinco el exterior; el artefacto se presentaba en una de las dos posibles posiciones más ordenadas (la otra la formaban todos los círculos en el mismo plano), con cada una de las pesas en proyección radial a los vértices de un hipotético dodecaedro circunscrito; cuando Ígur lo puso en movimiento de un suave golpe donde su respiración de Caballero le indicó, el mecanismo efectuó sin emitir el más leve sonido de roce una serie de giros componiendo figuras sorprendentes y caprichosas para quien no conociera las reglas que lo regían, a velocidades diferentes, de repentinas quietudes a inesperados y rapidísimos giros encadenados, hasta que se paró en seco en una posición; la base formaba un círculo dividido en porciones regulares graduadas, y la pesa colgada de los anillos que quedó más próxima fue tomada como indicador de la solución a la primera recuesta planteada. El auxiliar se acercó sin tocarlo, y miró al Juez, quien con un gesto de cabeza asintió.
– Diez horas y ocho minutos. Es el León.
Acto seguido, el Juez impulsó el mecanismo tras otra manipulación previa; acabado el movimiento leyó las posiciones de los dos saquitos que habían quedado más próximos de la base.
– Esta es la posición definitiva: Norte, lila y ofensiva para el Caballero de Preludio Kuvinur Lamborga, que se advoca a Libra. Sur, amarillo marcado y horizontalizado en negro para el Caballero de Pórtico Ígur Neblí, que se advoca al León. Si no existe razón terminante que lo impida, convoco el Juicio de Acceso para dentro de quince minutos.
Hubo cierta agitación entre los presentes. La espera no beneficia a los nervios ni a la concentración, pero ir más deprisa de lo esperado produce un vértigo difícil de controlar. Era el tiempo justo de prepararse, Ígur y Mongrius, siempre precedidos por el Ayudante de Protocolo que tenían asignado, fueron a una habitación donde había toda clase de armas, así como un guardarropa completo. El funcionario les anunció que para cualquier cosa que necesitasen estaría en la antecámara y dos minutos antes de la hora les avisaría, y les dejó solos.
– ¿No consideras la posibilidad de perder? -dijo Mongrius cuando el Ayudante cerró la puerta; la tranquilidad de su protegido le desbordaba, y tanto le molestaba no entenderlo como imaginarse a sí mismo en tal contingencia.
Ígur continuó preparando lo que debía llevar para el Combate; las espadas, esa vez iguales para ambos contrincantes, eran de acero y titanio, y tan duras y afiladas que el más leve contacto con el contrario se resolvería en una terrible herida; Ígur sabía que en terreno de defensa, Lamborga contaba con una gran ventaja sobre él, porque Libra disponía de las pinzas del Escorpión, mientras que el León tenía la piel del animal (reducida modernamente a una pelta blanda de dimensión media, y ciertamente de piel de león); las pinzas del Escorpión (seguramente ganadas por Lamborga, junto a la advocación, en alguno de sus anteriores combates canónicos), dos garfios de hierro en los extremos de una Y de fresno reforzada con nervaduras de acero, eran un arma más terrible que la espada.
– Si creyera que voy a morir no me habría dado tanta prisa, ¿no crees? -dijo sonriendo.
Mongrius observó aquellas facciones, que reflejaban cierto aire melancólico y a la vez proclive a la atrocidad; no podía olvidar la humillación que había sufrido en la Equemitía, y sus sentimientos se debatían entre una noble (y también guiada por una lógica elemental de la estrategia) esperanza en el triunfo, y un irreconocido deseo secreto de ver al intruso implorante y vencido; pero los celos son una de las peores lacras del Caballero, y Mongrius procuró desterrar los malos pensamientos.
– Te deseo un triunfo incuestionable y rápido -le dijo de todo corazón.
Ígur le respondió con una inclinación de agradecimiento, y el Ayudante de Protocolo les anunció que quedaba un minuto para el Combate.