Литмир - Электронная Библиотека
A
A

El Secretario se quedó mirándolo fijamente, y después enarcó las cejas.

– Es a vosotros mismos a quienes deberéis rendir cuentas a partir de ahora -dijo, y se levantó de la silla; Ígur y Mongrius hicieron lo mismo rápidamente-; en todo caso, lo hecho, hecho está. Ahora quisiera saber el terreno que pisamos.

Cruzaron la estancia. Ígur pensó en la primera vez que había estado allí, reprodujo sensaciones y corrigió recuerdos. Ifact abrió una cómoda de donde asomó, proyectada por un mecanismo, una panoplia con armas de madera. Extrajo dos espadas que reproducían con exactitud las de los Caballeros de Capilla, utilizadas en el Combate de Acceso, y entregó una a cada uno.

– Señor, el protocolo… -dijo Mongrius en voz muy baja.

La inesperada confrontación le complacía aún menos que a Ígur. El Secretario le interrumpió.

– Se trata de un ejercicio informal, olvidaos de mi presencia y regios tan sólo por las reglas intrínsecas; no hay prioridades ceremoniales, os saludáis y al ataque -miró a Ígur-; comprended, joven, que necesito saber ante qué debo estar prevenido.

Los improvisados contrincantes se colocaron las medias máscaras (ambas verdes con ribetes anaranjados, como corresponde al entrenamiento), se saludaron y se pusieron en guardia.

Una décima de segundo después de que las dos hojas de caña se hubieran rozado tan suavemente como repliega una mariposa sus alas al posarse, Mongrius lanzó su primera estocada. La situación le humillaba y quería acabar cuanto antes. Ígur la frenó en seco y con un rapidísimo molinete arrancó el arma de manos del antagonista quien, indiferente a la espada que, apartada por los aires por la de Ígur, volaba hacia atrás, asestó un golpe rapidísimo con el pie izquierdo al flanco derecho de Ígur, éste curvó el cuerpo para dejar pasar la extremidad del contrario, y darle un empujón con la mano izquierda que le obligase a continuar el movimiento, a la vez que le pegaba una fuerte patada en horizontal en el otro tobillo, con lo que Mongrius perdió el equilibrio y cayó de espaldas en el preciso instante en que su espada caía frente a él a seis metros de distancia. Rápido como una centella, Ígur le saltó encima, y con su propio impulso lo inmovilizó con las rodillas al tiempo que le ponía en el cuello la espada ficticia. El Combate había durado exactamente cinco segundos.

– Es suficiente -dijo Ifact con una neutralidad que no conseguía desmentir la sorpresa de sus ojos.

Ígur dio la mano a Mongrius para ayudarle a levantarse.

– ¿Estás bien? -le dijo; a pesar de haber amortiguado con el brazo la caída, la cabeza del Caballero de Preludio había golpeado sonoramente el suelo.

– Sí, gracias -y se hizo un silencio tenso.

Ígur se inquietó. No es que esperara felicitaciones entusiastas, pero le chocó que lo mirasen con recelo uno, el otro con frialdad clínica, como el que evalúa un factor técnico. Ifact y Mongrius volvieron a sentarse e, ignorando la presencia de Ígur, se miraron con preocupación.

– ¿Crees que es capaz de vencerle? -dijo Ifact.

– No lo sé -mintió el otro, invocando todos los recursos de un Caballero para resistir el dolor sin ponerse en evidencia pasándose la mano por la nuca o por los riñónes.

– Nuestro prestigio quedará menos comprometido que si se tratara de otro cualquiera; de hecho aún no le conoce nadie y, por lo tanto, no se le relaciona con nosotros. Pero -se detuvo- ¿y si vence?

– Si vence el beneficio es nuestro -dijo Mongrius, y el Secretario le miró con inquietud; era evidente que el Caballero de Preludio estaba completamente absorto por la reciente derrota, y en pésimas condiciones para meditar sobre las consecuencias de una hipotética victoria de Ígur Neblí sobre Lamborga.

– Una humillación pública de esas dimensiones al campeón de los Meditadores debilitaría aún más la posición del Agon, y daría ocasión a La Muta de volver al ataque, como cuando se recortaron los presupuestos de las Órdenes Militares. Tanto da, aunque La Muta no intente nada, Bruijma hará el mismo razonamiento que nosotros, y tendrá una oportunidad inmejorable de segar la hierba bajo los pies de Malduin y sumar puntos para presentarse como alternativa.

– Quizá nos convenga -dijo Mongrius sin entusiasmo.

– Claro que sí, pero ahora no. Imagínate en qué lugar quedaríamos si Nemglour desaparece con la reforma a medio realizar.

– Mientras no peligre Ixtehatzi, no peligra la resolución de la reforma.

– Pero si cae Nemglour, Ixtehatzi va detrás. ¿No has oído las últimas declaraciones de los Astreos?

Ígur situó rápidamente los nombres. El príncipe Nemglour era el Epónimo de la Conquista del Laberinto de Bracaberbría (título que en la práctica equivalía al protector y prestador de los emblemas, y que proporcionaba, después de la Entrada, una serie de privilegios de orden protocolario y de rango), Malduin era el Agon de los Meditadores, y Bruijma, otro miembro de la nobleza, cuya categoría y atributos tenía peor situados que Nemglour, que, con más de setenta años, era un personaje de trayectoria reconocida y brillante, y su acceso directo al Emperador no era ningún secreto. Finalmente, Ixtehatzi era el Hegémono, el Jefe del Gobierno Imperial. La conversación desvelaba que, sin querer, Ígur acababa de desatar fuerzas de un alcance incalculable, y que pasara lo que pasara podía salir mal parado. En caso de derrota su muerte estaría asegurada, porque aun suponiendo que Lamborga le perdonara la vida, los de la Equemitía nunca le perdonarían haberlos comprometido en perjuicio.

– Igual -intervino Ígur- un buen resultado en el Combate de Acceso abre nuevas perspectivas.

Los dos se miraron un instante.

– Si sabéis qué significa Equemitor, también sabréis que lo que menos nos conviene son iniciativas propias y propaganda -le dijo el Secretario abruptamente-; y, puesto que la indiscreción ya ha sido cometida, espero que seáis consciente del alcance que una derrota tendría para vos, ya que no podéis serlo del que una victoria tendría para el Imperio.

– Lo soy, Señor, y confiad en que no os defraudaré.

Ifact lo miró de arriba abajo, y apartó la cara en dirección a la puerta.

– Podéis retiraros.

La estructura del poder del Imperio era formalmente tan sencilla como complicada resultaba debido al enturbiamiento y el conflicto entre áreas de competencia. Cuando Ígur Neblí llegó a Gorhgró, el gobierno estaba en manos del Hegémono Alexandre Ixtehatzi, quien entonces contaba setenta años y que había sido el brazo derecho del difunto Emperador Anderaias III durante más de veinticinco. El Hegémono era responsable de todo el aparato administrativo, excluida la nobleza, que controlaba la economía y el comercio, tradicionalmente autónomos del Estado, y sujetos a las leyes de la libre competencia y a las inherentes a sus peripecias sustanciales. El Príncipe Nemglour era el más influyente y poderoso, el que dictaba por tanto las leyes de mercado, y tras él seguían, por orden de importancia, los Príncipes Togryoldus, Bruijma y Simbri, el primero coetáneo de Nemglour, y más jóvenes los otros dos. El gobierno del Hegémono se dividía en Apótropos y Anágnores, de jerarquía similar (y a menudo fuente de conflictos), y competencias unos más cercanas al ámbito militar y otros al doctrinario; la máxima autoridad ideológica del Imperio, sin atribuciones ejecutivas, era el Anamnesor; todos regían departamentos subdivididos, y los responsables de las subdivisiones eran los Agonos, si bien ciertos Agonos no dependían de ningún Apótropo ni de ningún Anágnor; aparte de las siete Apotropías y las diez Anagnorías, había tres Equemitías: la de Compensaciones Generales, la de Conservación de Funciones, y la de Recursos Primordiales, a la que había sido asignado Ígur Neblí. Las Equemitías se caracterizaban por depender, en teoría, directamente del Emperador y, en consecuencia, por no estar sometidas a la nobleza ni al Hegémono; su función primitiva, la vigilancia de los Secretos del Imperio, les había impelido al cabo de los años a convertirse en un contrapoder, con límites nebulosos respecto a sus competencias, a menudo objeto de acusaciones de espionaje, de conspiraciones y contrapolítica; en el momento presente, el Emperador Lutaris XII tenía doce años y lo era desde hacía dos, al morir su padre Anderaias III, y su intervención en la vida pública estaba fuertemente filtrada por los intereses de nobles y clanes del gobierno, entre los que jugaban un papel destacado la Orden de los Meditadores, los Caballeros de Capilla (originalmente, su Guardia personal), los Astreos y La Muta, estos dos últimos declarados ilegales en parte. Los únicos cargos directamente electivos eran los referentes al gobierno de las ciudades, a cuya cabeza se situaba el Consejo Municipal o Mayoría, presidido por el Mayor, que, de todas formas, ni políticamente quedaban al margen del poder del Hegémono ni económicamente se sustraían al control de los Príncipes.

7
{"b":"100315","o":1}