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– Lo mismo me da -dijo-, no tengo mucha hambre.

Ella le señaló el comunicador.

– Tú mismo, pide lo que quieras. Yo voy a darme un baño.

Ígur encargó ensaladas y fruta, zumos vegetales y un vino ligero, y cuando ya se lo habían llevado le pareció que ella tardaba mucho en salir del baño; se oía movimiento y ruidos de cajones y tijeras, finalmente apareció completamente ataviada para dormir.

– ¿Qué vino has elegido? -dijo con la mirada baja.

Cenaron charlando de años atrás, con comentarios de situaciones curiosas y actitudes observadas, sin entrar en cuestiones terribles ni hacerse preguntas duramente personales. Sin habérselo propuesto, Ígur se encontró atendiendo a Fei como si él no tuviera el menor conflicto y pudiera cargar con los de los demás, y aunque por un momento maldijo la facilidad de las mujeres, ellas que no hacen más que profesiones de sensibilidad, para convertirse en el centro del mundo sin pararse a considerar si los demás también reclaman audiencia, y al final tuvo que reconocer que tener que confortar era mejor que abandonarse a ser confortado, pero no dejaba de inquietarlo el pensar hasta qué punto, de encontrarse ella en otra circunstancia, se hubiera atrevido a fiarse y confiarle su drama particular. La cama es mal terreno para la confianza: aunque hoy no haya peligro, quién sabe mañana.

– ¿No te acabas la macedonia? -preguntó Ígur, y Fei le puso el plato delante.

Se la acabó él, y ella encogió las piernas, se quitó las zapatillas y se sentó sobre los pies. Cuando Ígur terminó, mandaron retirar los platos y se tumbaron en la cama. El se desvistió.

– No te molestes si esta noche… -dijo Fei antes de que la abrazase.

Lo que sea debe de haber sido muy fuerte, pensó Ígur, optando por una renuncia oblicua, que no diera a entender que tanto le daba una cosa como otra, pero que tampoco llevara a suponer que sólo estaba allí para abrevar a la fiera. Miró el perfil de Fei, y lo encontró de una elegancia incomparable; el pecho se elevaba levemente con la respiración pausada, tapado hasta las clavículas por el camisón azul turquesa de mangas largas. La dignidad de la figura conmovió a Ígur, y la abrazó con suavidad, sin avanzar con la mano más allá del hombro. Ella cerró los ojos.

– Buenas noches -le dijo con un beso en la mejilla.

Fei se levantó antes del alba, se vistió sin ruido y se fue sin decirle nada a Ígur, quien, después de que horas antes le hubiera costado conciliar el sueño, la oyó sin desvelarse y protegió su refugio para continuar en la cama hasta las ocho de la mañana. Entonces se vistió y se fue a la Apotropía de la Capilla.

Allí lo recibió el Jefe de Protocolo y lo acompañó hasta la salita en la que se preparaba el Caballero de Preludio. Por el camino, discretamente, el funcionario no le quitaba ojo; ambos tenían presente la escena de hacía dos días. También la tenía Mongrius, y, una vez solos, fue lo primero que le dijo.

– Si lo que querías era propaganda, te felicito -rieron-; no se habla de otra cosa en Gorhgró.

– ¿Qué habrías hecho tú en mi lugar? -dijo Ígur.

– ¿Y ahora qué piensas hacer?

– No tengo más remedio que excusarme; una vez me he avenido, me lo han puesto en bandeja, los tengo convocados a todos para esta tarde. Por cierto, ¿tienes alguna idea de cómo tengo que enfocar el discurso?

Mongrius se rió.

– No pierdas ni un minuto pensándolo. El discurso te lo darán hecho.

Ígur se rebeló.

– ¡Ah no, de ninguna manera! Pase que me tenga que bajar los pantalones, pero encima al son que me toquen, ni hablar.

Mongrius se encogió de hombros riendo.

– Ya lo verás, antes del encuentro te enviarán al chico de los recados con el texto preparado. Para cambiar sólo una coma, tendrás que negociar, pero no te lo recomiendo; si no os ponéis de acuerdo, la cosa puede ir para largo.

Ígur consideró oportuno cambiar de tema.

– No hace mucho estábamos aquí en la misma circunstancia.

– Sí, pero al revés. Ahora soy yo el que se juega el pellejo.

– Cierto -dijo riendo Ígur-, y aquí me tienes dispuesto a alentarte mejor de lo que tú lo hiciste conmigo.

Comentaron, en tono distendido, la situación del Imperio, la Eponimia de Bruijma al Laberinto, que Mongrius desconocía (en realidad no se había hecho público, y era de suponer que sólo lo supieran aquellos a quienes el Príncipe otorgaba confianza; Ígur se arrepintió de habérselo comentado, y aún más después de que la risita de Mongrius lo pusiera en evidencia), y acabaron especulando sobre las características técnicas y psicológicas del adversario del Combate, con profusión de advertencias y recomendaciones de Ígur, que el interlocutor escuchó con una atención devotísima y, entonces sí, totalmente desprovista de la más leve reticencia humorística.

Un Ayudante de Protocolo les anunció que todo estaba a punto, y se encaminaron los tres a la Sala de Juicios. Allí Ígur contempló la arquitectura sin el aturdimiento previo a la lucha ni la obnubilación propia del triunfo, y ocupó el banco Sur, reservado a Mongrius, en espera del inicio del Combate. Observó que en los bancos del público había menos Caballeros de Capilla que el día de su combate, y con un cierto espíritu de revancha atribuyó el éxito de público del otro Combate a la presencia de Lamborga en lugar de a la de un oscuro recién llegado de provincias. El Juez les hizo una señal a los candidatos, y cuando Mongrius y su rival subieron al estrado, inició el discurso.

– Caballeros, Dignatarios, Funcionarios y Aspirantes, henos aquí de nuevo en el goce de la expectativa de engrandecer la gloria de la Capilla con un nuevo Caballero -Ígur pensó que ese Juez era más florido que el que lo había arbitrado a él-, en la contemplación de nuestros deseos traspuestos a una materia, ésta, regida por el valor, la compasión y la justicia. -Hizo una pausa-. Que corazón alguno se ensombrezca si se siente rechazado por cualquiera de tales virtudes. -Señaló a los contrincantes-: Desde el Poniente que he tomado veo el Este en mi final, y a mi escudo el Caballero rojo Mista Mongrius, a mi lanza el Caballero verde Andi Ridamant; tomad posiciones. -Una vez realizado, prosiguió-: la vida tendrá hoy tres determinios, con la ofensiva para el Caballero rojo. El vencedor dispondrá de las prerrogativas habituales del Combate, y en la derrota del contrincante se someterá al honor tradicional. -Ígur se sorprendió de la suavización de las normas: quedaba claro que en su Combate le habían concedido todas las prerrogativas al vencedor para que Lamborga lo pudiera enviar al otro barrio sin problemas; eso lo llenó de despecho y de orgullo a la vez; los rivales se colocaron las máscaras y se saludaron-. ¡Que ya empiece a ser lo que tiene que ser!

El Combate comenzó; Ígur no sabía gran cosa de las aptitudes de Mongrius en esgrima, y la verdad, después de la prueba en el despacho de la Equemitía, no lo tenía demasiado bien conceptuado; cuando vio que los contrarios se dedicaban a estudiarse con tantas precauciones que bordeaban ya el ridículo, se hartó y se desentendió, y observó a la concurrencia. Presidía el Secretario de la Capilla (una vez más, el Apótropo estaba ausente), a su derecha había un dignatario que Ígur no conocía, y que supuso próximo al tal Ridamant, y a su izquierda el Secretario Ifact, superior de Mongrius. De vez en cuando echaba un vistazo a la palestra para comprobar que todo continuaba dentro de la tónica del más estricto aburrimiento. Volvió a la presidencia y los encontró tan distraídos que se arrepintió de no haberse fijado en si el día de él y de Lamborga tenían la misma actitud. Cuando se oyó la voz del Juez, Ígur se maravilló de cómo tres minutos resultan diferentes dependiendo de desde dónde haya que soportarlos.

– Fin del primer determinio. Vencedor, el Caballero rojo, que conserva la ofensiva. Dos minutos de descanso.

Mongrius bajó al banco que ocupaba Ígur, se quitó la máscara y se sentó a su lado.

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