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Finalmente el ujier lo condujo al despacho del Secretario Francis.

– Caballero -le dijo sin preámbulos-, os hago saber que el Príncipe Bruijma os concede el honor de hacerse cargo de la Eponimia de la Expedición al Laberinto, que a partir de este momento pasa a llamarse Entrada Bruijma; el resto de las condiciones están en la hoja que os será entregada cuando salgáis. Sólo me queda deciros dos cosas: Primera, que a partir de ahora quedáis relevado de la dependencia prioritaria de la Equemitía de Recursos Primordiales, y que, por lo tanto, cualquier decisión importante que tengáis que tomar, no tan sólo referente al Laberinto, se nos consultará previamente sin excusa. Y segunda, tengo entendido que habéis protagonizado un incidente desde cualquier punto de vista indigno y lamentable, al término del cual habéis ofendido gravemente a Su Excelencia el Agon de los Meditadores. Puesto que el Principado no puede involucrarse, ni tan siquiera de nombre, en cuestiones tabernarias, concertaremos de inmediato un desagravio público con Su Excelencia el Agon, en presencia de todos los asistentes a la ofensa.

– Señor, si me permitís… -empezó Ígur, pero el otro le cortó.

– No repliquéis, Caballero. Es condición indispensable si queréis la Eponimia del Príncipe. Si os negáis, no tan sólo no la obtendréis, sino que dudo mucho que consigáis alguna otra. -Hizo una pausa para comprobar que Ígur se tragaba el silencio-. Para que sea explícito y manifiesto que el Príncipe Bruijma no tiene parte en el asunto, se tramitará el desagravio a través de la Equemitía, y será el último protocolo que cursaréis a través de dicha institución. -Esperó a que Ígur asintiese, y prosiguió-: Pasad al despacho de mi asistente, que introducirá las claves necesarias en vuestro sello y os hará entrega de las condiciones; todo, naturalmente, sujeto al cumplimiento del desagravio, que vigilaremos de cerca.

Lo despidió con un gesto, y el ujier abrió la puerta. En el momento de cruzarla, Ígur se dio media vuelta de repente; Francis, perfectamente inmóvil, lo miraba con una levísima sonrisa irónica.

Listas las diligencias en el despacho del asistente de Francis, Ígur se dirigió directamente a la Equemitía de Recursos Primordiales. Ifact estaba reunido, pero, cosa que sorprendió a Ígur, abandonó la sala para encontrarse con él en el pasillo. Viniendo de escuchar los ecos de la implacable oscuridad anímica de Francis, tratar con Ifact le pareció una maravilla de placidez familiar. En pocas palabras lo puso al corriente, y no le sorprendió ver cómo la cara del Secretario se iluminaba a medida que avanzaba la explicación.

– Lamento que hayas necesitado una razón material para avenirte a hacer lo que tenía que haber nacido de tu conciencia -se debía de encontrar obligado a decir Ifact-, sin embargo, por los caminos que sea, bienvenido al advenimiento del sentido común. Ahora mismo tramitaré el desagravio. -Y, cuando ya se iba, se detuvo-. Por cierto, permíteme que te felicite de todo corazón. ¡Ahora sí que te debes sentir casi dentro del Laberinto!

Volvió un cuarto de hora más tarde, anunciando en un tono que no conseguía disimular su entusiasmo que nadie había puesto ningún reparo y que todos estarían presentes; se habían puesto de acuerdo para el día siguiente a las seis de la tarde en la Apotropía de Ordenes Militares. Vaya, pensó Ígur, que deprisa va la burocracia cuando les conviene.

– Allí estaré -dijo Ígur-. Debo deciros que el Secretario del Príncipe me ha impuesto como condición que a partir de ahora, protocolariamente, dependa de ellos. Me imagino que eso me desvincula de la Equemitía, por lo menos temporalmente.

– No tiene por qué -dijo Ifact-, siempre podemos arreglarnos. -Se echó a reír viendo la cara de Ígur-. No te preocupes, de cara al Secretario del Príncipe todo se hará de acuerdo con sus condiciones.

– Por cierto, aquí tenéis el pliego que me ha obligado a llevarme -dijo Ígur, jurándose que por nada del mundo perdería un solo minuto leyéndolo; como Ifact lo miraba con expresión interrogante tendente a la desaprobación, Ígur optó por una explicación, si no impecablemente verosímil, sí al menos que no insultase la inteligencia del interlocutor-: Como mi residencia no es segura, creo que vale más que vos mismo lo guardéis.

Ifact se encogió de hombros y lo cogió.

– ¿Puedo hacer algo más por ti? -dijo con ademán de volver a la reunión.

– Querría saber qué habéis descubierto en referencia al Magisterpraedi Omolpus. -La cara del Secretario cambió-. ¿Se ha confirmado su muerte?

– No exactamente -vaciló Ifact.

– ¿No exactamente? ¿Qué significa eso?

– Parece ser que el Magisterpraedi ha desaparecido.

Hubo un silencio tenso.

– ¿Qué significa que ha desaparecido?

– Lo siento, no se me ha facilitado más información -dijo Ifact. Ígur tomó aire, con la boca tan apretada que le dolían las mandíbulas; el Secretario le leyó el pensamiento-. Comprendo tus sentimientos, pero te advierto que, con más razón antes o después de un acto de desagravio, estás obligado por honor a mantenerte a distancia del Caballero Milana, y cualquier cosa que le pase comportará una investigación exhaustiva de tus actividades y relaciones con terceros.

Ígur respiró hondo.

– Tenéis mi palabra -dijo, maldiciendo interiormente a la humanidad en peso- de que ningún motivo más de preocupación sobre el honor de la Equemitía, ni del Imperio entero, ha de provenir nunca más de mí.

Ifact lo escrutó, sopesando los síntomas de sinceridad de esa mirada sutilmente desafiante.

– Más te vale -dijo, y volvió a la reunión.

Camino de casa, el sello advirtió a Ígur que tenía que ponerse en contacto con el Cuantificador para recibir un mensaje. Bajó del transporte y lo hizo, y resultó ser Debrel que lo citaba en la torre para ultimar la estrategia del Laberinto. Su primer impulso fue el de ir para allá, pero de una duda pasó a otra, y el dilema que no le dejaba vivir los últimos días se precipitó hundiéndolo en un desasosiego que no hacía más que repetirse que no se podía permitir. Pero la razón es un mal jinete de tantos sentimientos contrapuestos cuando ella misma es uno, y, sintiéndose incapaz de soportar la presencia de Debrel y Guipria combinada con Sadó, Ígur decidió hacer oídos sordos a la convocatoria del geómetra. Sabiendo que no lo podía aplazar demasiadas horas más si no quería que los acontecimientos lo pisoteasen, decidió pasar una noche tranquilo; puesto que no podía ir a su casa, porque allí podrían localizarlo tanto los de la Equemitía como el propio Debrel, desconectó el sello y se fue al Palacio Conti.

Ya casi había oscurecido cuando llegó, esa vez por el Puente de los Cocineros y por la puerta de servicio habitual. En las dependencias auxiliares había un agitación especial, técnicos dando indicaciones y empleados trajinando muebles y restos de comida.

– Llegáis en el mejor momento, Caballero Neblí -le dijo la camarera de siempre-, la Reina de los Dos Corazones estará encantada.

– ¿Y cómo es eso? -dijo él, viendo que el ajetreo no era de organización sino de desmontaje.

– Hemos tenido un día un poco duro.

Isabel Conti hacía los honores, según dijo la camarera, a los invitados que quedaban, pero Fei ya estaba en su habitación. Allí la encontró Ígur, aún con las botas de cuero negro hasta la rodilla, pero ya desabrochadas, y poniéndose ropa cómoda.

– ¿Cómo estás, querido? -dijo ella con la voz rota, pasándole el brazo por el cuello; pero tenía cara de haber llorado. ¿O era el reciente desmaquillaje?

– ¿Qué te pasa?

Fei se apartó. No debía de ser tan sólo el desmaquillaje, pensó Ígur, y se le ocurrió que quizá no se hubiera refugiado en el sitio más idóneo para estar tranquilo.

– ¿Qué quieres que mande traer para cenar?

Ígur la imaginó de vuelta de una orgía, que debía de haber sido terrible, porque se necesitaba mucho para dejar a Fei en ese estado, cuando de la historia de Kiretres y Gandiulunas había emergido tan fresca. Evocó mentalmente a Sadó, y se sobresaltó recordándose la desaparición de Omolpus y que tenía orden de matar a Debrel y Guipria, pero ni una cosa ni otra acabó de aliviarle la inquietud que le producía Fei en un estado en que no la había visto nunca, y como no quería aumentar la adrenalina con revelaciones trastornadoras, decidió no preguntar nada.

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