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– No acabo de entender -dijo Silamo- la identificación de la estrella Vega como un águila que se precipita. ¿Adonde se precipita, a la cabeza del Cisne?

– No se precipita a ningún sitio, sino desde un sitio -dijo Guipria-. Vega era el águila inmóvil en el Polo Norte del cielo, que sólo movía levemente la cabeza, y su caída no marca ningún final de la Edad de Oro, como tantas veces se ha pretendido, ni la expulsión del paraíso dentro del círculo zodiacal, del que el Águila nunca ha formado parte, ni ha guardado contacto alguno con el Escorpión, constelación de la que está lo bastante distante como para reducir al absurdo cualquier especulación en ese sentido. El Águila ha perdido su inmovilidad polar y se ha lanzado al movimiento, primero lentamente como tortuga, y después, una vez perdida la naturaleza circunpolar, como la Lira de Orfeo (lo que la incluye en vuestro círculo celestial de deidades crónicas, dentro del cual no desmerece Heracles, que está entre la Lira y la Corona Boreal), velocidad orbitadora que continúa en aumento, hasta que llegue al punto de máxima distancia del Polo, a partir del cual El-Nasr-el-Waki, cumplido su objetivo, retomará el vuelo en sentido contrario, cada vez más lentamente, hasta recuperar la inmovilidad polar de donde salió, del nido si se quiere -Guipria se rió-, y entonces se habrá cerrado la reintegración propugnada por los apocaleptas.

– Es decir, el último fin del mundo -dijo Ígur, y todos rieron.

– Y sin embargo -dijo Debrel-, quizá debiéramos estudiar a fondo el papel de las dos Águilas en la serie.

– Eso ya no tiene interés para nosotros -dijo Guipria con una carcajada-. ¡Todos sabemos dónde está el centro del mundo!

– Ah -dijo Silamo-, pensaba que él se refería al poema -recitó:

De un Iokaán al otro,

Parada por parada,

De cuervo decapitado

A Profeta Geómetra.

Más tarde, Sadó y Guipria prepararon una cena ligera. Y entonces, quizá no tan de repente como quiso imaginar, Ígur reparó en la sabiduría de Debrel, más firme cuanto menos combativa quería parecer; en la incisiva vigilancia a Guipria, que en la mejor ironía quería esconder la pasión y la ternura; en el orgullo irreflexivo y petulante (quizá como el suyo propio) de Silamo y Sadó, y sintió por primera vez en su vida que era prisionero de una dependencia afectiva, que podía manifestarse tanto en anhelos de continuidad como molestarlo con vaivenes de reciprocidad. Sus ojos se clavaron en una arruga del vestido de Sadó, hasta que la insistencia sobre la parte del cuerpo que cubría le hizo desistir.

– ¿No terminas el cordero? -dijo Guipria.

Ígur no lo terminaba, y sentía el precario equilibrio que se había propuesto conmover con la Entrada al Laberinto, y cómo el inicio del vuelco arrastraría poco a poco certezas, escogiéndolas de forma imprevisible y turbadora, y, recreado en el placentísimo vértigo que le proporcionaba la ferocidad de la incertidumbre, deseó imperiosamente no descender nunca de la expectativa de la pasión y de su cumplimiento, y se sintió vorazmente ligado por el afecto a Debrel y a todos los de su entorno, entre los que Sadó era la estrella que culminaba la figura.

– ¿Por qué brindamos? -dijo Silamo cuando abría la botella de los postres.

– Por el Laberinto -dijo Ígur, y las copas se enlazaron.

Después de una larga sobremesa, Debrel retomó la cuestión de la Entrada.

– Sobre la naturaleza de Thuban, comprobé en un mapa estelar el conjunto que forman el Uno, los Dos y los Tres, y el significado del Alfa del Dragón respecto a las demás estrellas de la constelación salta a la vista desde el primer momento; es la única estrella significante visible desde nuestra latitud simultáneamente a la demás, en especial a Canopus. Sumando eso al mecanismo fotosensible que Silamo ha detectado, quedan pocas dudas respecto del principio sobre el que se rige la Entrada: se trata de una alineación lumínica selectiva de las seis estrellas de que disponemos; dicho sobre el papel, tenemos una figura de base con seis fotosensores dispuestos de un cierto modo, y la jugada consiste en introducir un disco perforado de tal manera que, en el momento adecuado, la luz de las seis estrellas se proyecte a través de las perforaciones sobre los seis fotosensores de la figura base; el problema, en la práctica, no es tan sencillo, porque se trata de saber cuál es la figura base, y a partir de ahí reconstruir las perforaciones que permitan la operación, y situar el disco en la posición adecuada. El problema es que, lógicamente, el Rotor ha de ascender por la linterna excavada en la roca hasta el exterior para recibir la luz de las estrellas, y la operación sólo es posible si todas las personas presentes en el Atrio se sitúan encima de la plataforma entre la Puerta y el Rotor, porque hay un mecanismo de células fototérmicas que la bloquea si hay alguien fuera, con el fin de no tener espectadores, ni tan siquiera la Guardia, y la ceremonia de Entrada se reserva en exclusiva a la expedición; no tan sólo eso, sino que los entradores tienen que permanecer absolutamente inmóviles hasta que el mecanismo abra la Puerta; si hay error, si las perforaciones están mal situadas, si hay tan sólo una de más o de menos, no sólo no se abre, sino que el propio Rotor está dotado en la parte inferior de un haz de lásers que fulmina de inmediato a los ocupantes de la plataforma.

Hubo enormes carcajadas, y Silamo le puso la mano en el hombro a Ígur.

– Más vale que afinéis en vuestras sabias deducciones, no he llegado hasta aquí para ser achicharrado delante de la Puerta -dijo el Caballero.

Debrel continuó.

– Creemos saber cuáles son las seis estrellas, y conocemos su disposición en el firmamento; la gran pregunta es: ¿Cómo están situados los seis puntos fotosensibles que tienen que recibir la luz? Sólo hay una respuesta razonable, si vemos el pentágono estrellado de la Puerta, que tiene seis ojos, uno en cada punta, y el otro en la intersección de las uniones entre los vértices superiores cruzados del pentágono regular interior. Y ahí continúa el problema, porque para trazar los orificios del disco selectivo que interpondremos tenemos que saber antes que nada la medida del pentágono estrellado, después la orientación y finalmente qué estrella corresponde a cada ojo. Para empezar, interpreto que la posición del sexto ojo se ha escogido con la idea de distinguir una de las cinco puntas, porque si no fuera así se habría situado en el centro geométrico de la figura. Por lo tanto, tenemos de entrada un vértice especial, y también, por lo tanto, un eje. Silamo y yo creemos que se trata del eje Norte-Sur, y que en ese sentido está situado el pentágono estrellado en la base. Lo confirma el hecho de que la Puerta de la Falera está situada perfectamente al Norte, por lo tanto tenemos resuelto el problema de la orientación: la estrella de la Puerta se transporta al Rotor no por abatimiento, sino por giro con desplazamiento. Ahora pensemos en la correspondencia de las estrellas con los ojos, porque no hay duda de que cada sensor debe ser estimulado por el tipo espectral propio de cada estrella, y por su intensidad lumínica aparente.

– ¿Y si es un día de niebla? -preguntó Sadó.

– El registro no se rige por los valores absolutos, sino por los relativos. Si el día no es claro, será así en todo el cielo, y la relación de luminosidad, pongamos por caso, entre Canopus y Vindemiatrix, se mantendrá; y, como ya he dicho, en el caso de que se interponga una nube delante de una estrella, el sensor actuará por radiaciones. Al principio -Debrel mostró un plano del cielo donde figuraban las seis estrellas, unidas los Tres en triángulo, los Dos por una línea, y Arcturus rodeado de un doble círculo rojo- pensamos en una transposición inmediata: Arcturus en medio, Algol en el vértice superior, bastante verosímil tratándose de la Cabeza, y después, en sentido horario, Aldebarán, Canopus, Vindemiatrix y Thuban; pero el problema es que la lectura orientada del triángulo de los Tres indica inversión, con la punta hacia abajo, y la punta es Canopus.

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