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– Caballero Neblí -se dirigió a él en medio de la expectación general-, cada día hay un nuevo motivo para felicitarte; esta celebración es por tu entrada al Laberinto -sonrió-, pero también tendremos que homenajear al nuevo Guardián del Decanato de la Capilla.

– Excelencia -dijo Ígur-, quiero que sepáis que guardo un recuerdo imborrable de los tiempos que estuve a vuestro servicio, y que le tengo un aprecio profundo a vuestra generosa magnanimidad.

El Equemitor se lo llevó aparte cogido del brazo.

– El Conde Gudemann me ha hablado con mucho afecto de ti -y como Ígur pusiera cara de sorpresa, prosiguió-: El Conde y yo hace más de cincuenta años que somos grandes amigos, es uno de los nobles más significados del Imperio.

– El Señor Conde fue muy bondadoso conmigo cuando estuve en su casa -dijo Ígur.

La conversación transcurrió tan distendida, y hasta alegre, que Ígur tuvo que repetirse más de una vez que no se podía permitir el lujo de bajar la guardia, que estaba ante uno de los personajes más poderosos de todo el Imperio, de un verdadero número uno que no le rendía cuentas más que al Emperador, y si el Emperador era un niño de doce años, ¿ante quién rendía cuentas el Equemitor Noldera? Observando aquellos ojos juguetones y la risa de píllete antisocial, no dejaba de preguntarse si en la agudeza de sus opiniones pesaba más la perspicacia natural y la experiencia que la información que proporciona el cargo; en cualquier caso, el alto dignatario dominaba la situación por completo.

– ¿Qué te preocupa? -le dijo a Ígur en un momento dado-. Porque no hay duda de que te preocupa algo.

– Excelencia -dijo Ígur-, desde que he dejado el Laberinto, he encontrado el Imperio revuelto, y tenéis razón, la situación de ciertos amigos me inquieta -vaciló-, me gustaría poder ayudarlos.

El Equemitor parecía sinceramente interesado.

– ¿A quién queréis ayudar?

A Ígur se le hizo un nudo en la garganta; era una temeridad impensable pedir clemencia para Debrel al jefe de la institución que le había ordenado que lo matase. De repente se sintió mortalmente atrapado, porque después de la magnanimidad y la confianza demostrada por todo un Equemitor no era cuestión de andarse con evasivas; en el conjunto del panorama, Fei le pareció un mal menor.

– Una amiga mía, una buena amiga -dijo con un esfuerzo de aplomo-, pertenece a una familia Astrea muy distinguida…

– ¿Cómo se llama? -lo interrumpió Noldera, e Ígur notó una tensión sutil; pero ya no había retroceso posible.

– Féiania Morani -el Equemitor hizo gesto de no conocerla, e Ígur prosiguió-; me consta su bondad y su incuestionable voluntad de servir al Imperio…

– ¡Ay, querido amigo -dijo con una risa de nuevo encantadora, como la de un abuelo-, qué joven eres! ¡Si no se trata de eso! Todos tenemos una incuestionable voluntad de servir al Imperio, y a la vez todos somos enemigos temibles nunca sabremos exactamente de quién. Lo mejor que puedes hacer por esa amiga tuya es esperar a que pase la mala temporada para la causa de los Astreos, que habían crecido en la dirección equivocada y han atraído demasiada ira sobre sus cabezas -esbozó un gesto de paciencia-; dejar pasar el tiempo, dejar caer en el olvido, sobrevivir al temporal, saber escoger el refugio apropiado y el buen momento para salir.

– No sé si queda tiempo -dijo Ígur.

– ¡Claro que queda tiempo! -El Equemitor rió-. ¡Mírame a mí! ¿Por qué crees que he llegado hasta aquí? Yo te lo diré: porque he sabido cuándo había que adelantarse a los hechos, que es muy pocas veces, y cuándo es conveniente dejarlos pasar delante, que contrariamente a lo que todo el mundo cree, es mucho más difícil. -Bajó la voz-. ¡No ayudes a tus enemigos! Las obsesiones transforman el mundo en una habitación cerrada. ¿Eres un atormentado de la conciencia? ¿Eres un ambicioso? ¿Vas disparado de una cosa a otra? -rió-. Ya veo que sí, ¡eres un pobre poeta sentimental!

– Quisiera poder hablar hasta las últimas consecuencias con alguien, con alguien a quien pudiese abrir mi corazón de verdad.

El Equemitor lo miró como si acabase de decir lo más divertido del mundo.

– ¡Qué bruto soy!, ¿cómo no me he dado cuenta? Claro, conmigo no puedes porque yo soy… en fin, eso no tiene remedio. Ifact tampoco puede ayudarte, y el pobre Mongrius sabe menos que tú… Vamos a ver -reflexionaba, y hablaba como si fuera el último pobre hombre, el más alejado de cualquier poder-, necesitas a alguien que no te despierte susceptibilidades ni sospechas, alguien que ni trabaje para el Imperio ni para los Príncipes…

Ígur se arrepintió de haber puesto en marcha un mecanismo que no sabía cómo detener; la tesitura del Equemitor le asustaba, y temía que se cansara, pero tampoco encontraba la forma de cambiar de conversación sin molestarlo y ser objeto de un rechazo irreversible.

– No quisiera preocuparos con mis quebraderos de cabeza -le dijo, y se arrepintió de inmediato: ¿cómo podía pretender que un Equemitor se preocupase por algo así? Pero Noldera se rió.

– Caballero, no me preocupas, sino al contrario, y no quisiera que lo tomaras a mal. Te encuentro… ¿cómo te diría? ¡Tan nostálgicamente joven! Crees que eres infeliz y lo único que te estorba es esa fijación de verte reflejado en los hechos, y hablo no tan sólo de los que te afectan más directamente, sino incluso de los más generales, del aire de los tiempos. Es una dirección forzada, y si me permites que moralice un poco, quizá una pizca vanidosa. No me interpretes con demasiada dureza, los principios no me interesan en este caso, sino la resolución práctica. -Lo miró fijamente-. Has ido a ver a la Cabeza Profética, supongo.

– Claro, Excelencia -dijo Ígur, sorprendido-. En realidad, jugó un papel importante en la decodificación de los datos anteriores a la Primera Puerta…

– Eso ya lo sé -dijo Noldera, sin que la impaciencia le hiciera perder el buen humor-. Me refería a si la has visitado al salir del Laberinto.

– No lo he hecho. Excelencia.

– No lo hagas sin el complemento conceptual -rió viendo la cara de Ígur-. ¿Tus amigos no te lo han dicho? El complemento de la Cabeza Profética es la Biblioteca, ¿no lo sabías? ¡No hay veneno sin antídoto! En realidad, las bondades de la naturaleza no son más que terribles venenos que van, por oficio de esencia, acompañados de su antídoto particular, del que conviene no separarlos con manipulaciones irresponsables, y así pues, ¿qué es la ignorancia, sino el soporte de la sabiduría?, ¿qué es la intuición, sino el latido de la geometría?, ¿qué es la vida, sino la columna de la muerte? ¡El bien no es más que un precario equilibrio de los males más espantosos! -Rió-. La Cabeza Profética es la oscuridad de la inteligencia, es el conocimiento sagrado y la poesía inalcanzable, y la Biblioteca es la luz del silencio, el recuerdo expresado y la filosofía aprehensible -lo miro como una criatura que comete una trastada-, ¿o es al revés? ¿Me entiendes? El hacha es doble, ¡deberías entenderlo! Ya sabes lo que decían los antiguos: ¡ponle una vela al caballo y otra a la vaca!

A partir de ahí la conversación se reintegró, e Ígur se pudo aislar mentalmente en medio del vaivén de brindis y felicitaciones: si el Equemitor le había hablado de la Cabeza Profética y de la Biblioteca, no debía ser casualidad. Demasiadas cosas para tan poco tiempo. En el bolsillo llevaba la dirección de Fei, en su casa le esperaba la macabra ampliación del Informe. Noldera le dio un breve abrazo y desapareció flanqueado por sus secretarios, e Ígur sintió descargarse una tensión y empezar otra; formalidades zanjadas, se fue al Palacio Conti.

La Biblioteca Imperial era un severo edificio de fachada perfectamente uniforme con una distribución de columnas y aberturas tan armoniosa y regular que la sensación de serenidad era tan fría y estática que el espectador desprevenido no sabía si recrearse como frente al mar o huir como ante una manifestación de la nada. Cuando Ígur Neblí, maquinalmente, dirigió la vista a los emblemas del escudo de la puerta central de acceso, el principal le llamó la atención, y le volvieron a la mente las palabras finales de Noldera; se trataba de un gran círculo azul oscuro que incluía en su interior, colocados uno encima del otro y en contacto tangencial tanto entre ellos como con el círculo grande, un círculo dorado con un caballo rojo dentro, y un semicírculo del mismo radio con la diagonal como base, con una vaca blanca sobre fondo negro plateado. Era por la mañana, e Ígur entró sin más dilaciones.

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