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Igualmente irresoluble aparecía la terrible dependencia a que Sadó lo tenía sometido. Cada vez que se presentaba la oportunidad de verla en un lugar determinado, él se echaba a temblar, a la espera de la terrible sacudida que supondría encontrarla, pero también de la que supondría el no encontrarla. Las cuatro últimas noches había intentado estar con ella, y tan sólo en dos ocasiones le había sido posible, y aun así después de molestas insistencias y complicadas dilaciones. Dónde y con quién había ocupado los otros ratos, Ígur había decidido no investigarlo. Aun así, paralelamente a hacerle el amor, o más precisamente, realimentándose mutuamente con la imprescindible carga de hacerle el amor, el conocimiento del catálogo de hombres que habían pasado por la vida de Sadó era una de las más inagotables fuentes de sensualidad y deseo. Cada día en mayor medida se partía no ya de historias nuevas, sino de ramificaciones de otras ya conocidas, o por lo menos situadas en el conjunto como un sobre cerrado del que se conoce la existencia pero sólo se imagina el contenido; Ígur comenzaba por hipótesis de días anteriores, y cuando se confirmaba una, aunque fuera en menor medida de lo que él creía, se desplomaba sobre él como una losa abrumadora y pasaba a otra categoría de pesares, a la de las heridas en proceso de cicatrización; incluso las declaraciones de Sadó que, por contraste con sus suposiciones, encontraba formalmente más suaves, la convicción y, alguna vez, el detalle justificador que confería el hecho de ser expresadas en primera persona, las volvía aún más turbadoras. Así, a medida que aparecían nuevas expectativas de revelaciones fustigadoras, aquellas que poco a poco, inexorablemente, se iban realizando hacían envejecer a las anteriores, que entraban lentamente en la dimensión más controlable del desastre aceptado, y al final en el recuerdo, y así se configuraba el mosaico de los hechos que nunca, por otra parte, llegaba a completarse, porque siempre aparecía un eslabón intermedio perdido, una reticencia sobre tal personaje en un determinado momento, la insinuación que ocupaba un periodo vacío, e Ígur se ahogaba en la certeza de que el esfuerzo de reordenar los recuerdos, de recomponer entre heridas de resquemor la visión del pasado con las implicaciones que el conocimiento de más acciones comporta, era inútil, porque nunca acabaría de completar el mosaico, profundo y cambiante sin fondo, e incluso en los capítulos que parecían definitivamente cerrados aparecía la referencia a otra aventura ignorada, más exótica e hiriente que ninguna, o incluso una misma escena se enriquecía con la circunstancia imprevista, con la novedad excitante o el detalle magnificador, tal vez referente a las actividades o a las posesiones del amante, que Ígur sentía como un inapelable agravio, como un doloroso desafío, como un hito a intentar inútilmente batir, que ella añadía riendo, y que la volvía tanto más perturbadora, más susceptible de poner al descubierto la debilidad de Ígur y sus nulas posibilidades de quedar por encima de la inconmensurable Sadó.

¡De qué iba a servirle en eso la respiración de la Capilla! Lo más mortificador del proceso era la absoluta conciencia que Ígur tenía, cómo se sentía insultado por sí mismo, cómo constataba a cada hora de su vida que el resultado no variaba por el hecho de conocerlo. Un furor de anhelo de emulación era el fondo último de esa enfermedad del alma, el estrellarse continuo contra todo lo que siempre había creído contrario a los principios de áurea generosidad y placidez de virtud que presiden la respiración del Caballero. Pero así era: le dolía más que Sadó tuviera que no tener él, y cuando se había propuesto hacer algo que creía que ella había hecho (y tenerlo que hacer por homenaje, por crimen o por reducir una distancia, eso prefería no saberlo), si más adelante descubría que ella no lo había hecho, perdía para él todo interés.

Casi sin darse cuenta, el anhelo de un pensamiento más fuerte en el que refugiarse condujo a Ígur al barrio de Debrel, y se recreó con dolorosa deliberación en la sacudida de la visión de la torre cerrada. Se aproximó a ella; la puerta estaba abierta. Entró con precauciones, y lo que encontró lo descorazonó; un tifón parecía haber asolado las dependencias del edificio: muebles reventados, cortinas arrancadas, porcelanas rotas, cajones por el suelo y revoltijo de papeles. Primero pensó que se trataba de una incursión de ladrones, después vio que había sido un registro de la Guardia Imperial. Subió la escalera desolado. Hasta las cañerías habían reventado, y el agua manaba dulcemente por las paredes, provocando goteras por doquier y charcos oscuros en los rincones que antes habían sido cobijo de comodidad y regalo visual. Con el corazón ennegrecido intentó descubrir qué habían buscado, qué se habían llevado; registro policial o pillaje, daba lo mismo. Subió al último piso, a la sala donde tantas horas agradables habían transcurrido, y allí fue presa del aislamiento más demoledor, porque la saña de los visitantes había sido especial en el lugar insignia de la casa. La vieja biblioteca del geómetra estaba tirada por el suelo, y en el centro del recinto, los restos de una hoguera que había chamuscado el techo dejaban constancia de las preferencias de los intrusos. El Cuantificador estaba arrancado, y las conexiones cortadas miraban en todas direcciones como los nervios y las venas de una animal troceado; las vidrieras de la terraza, por el suelo hechas añicos. Ningún motivo de precaución inmediata parecía amenazar a Ígur, quien se movió por la estancia más entristecido por la sensación irreversible de la muerte que acechado por un peligro concreto, y resolvió encontrar a Debrel de la manera que fuese y al precio que fuese, y, como siempre, pasó de Debrel a Guipria y de Guipria a la Sadó recién conocida, tan irreconciliablemente diferente de la que más tarde había descubierto, y pensó con lágrimas en los ojos lo imposible que resulta recordar un afecto pasado, evocar un placer y, sobre todo, evocar un deseo que de una forma u otra ha sido superado, y con ese pensamiento y con toda su carga de absurdo y de inutilidad recordó, viendo el escenario que a pleno día y destruido tanto costaba reconocer, la primera visita que había hecho al geómetra, las primeras conversaciones sobre el Laberinto, evocó la primera noche que había pasado allí con Sadó, y esa otra mañana en que una orden incomprensible había dado inicio al descenso a la oscuridad de los intereses, evocó finalmente la última vez que había puesto los pies en esa casa, la hora de decir adiós a Debrel y a Guipria sabiendo que nada a partir de ahí sería igual, pero sin poder imaginar cómo sería el futuro ni sospechar de qué manera a partir de entonces vería la mitificada felicidad de aquel momento. Incertidumbre acerca de Debrel y Guipria, incertidumbre acerca de Omolpus y, por asociación contraria de delirios, terrible posibilidad de certeza acerca de Fei. Porque desde que Sadó le había dado la dirección, se debatía entre las palabras de la Conti, que lo hacían responsable de todo lo malo que le pudiera suceder a Fei, y un imparable anhelo de redimirse salvándola de un destino que, por otra parte, no sabía hasta qué punto ella había buscado deliberadamente y estaba en condiciones de aceptar.

Consciente de haber pasado demasiado tiempo allí para su precaria salud emocional, Ígur dejó la casa sin mirar atrás y huyó deprisa del barrio, porque era casi la hora de la recepción de la Equemitía, y siempre una curiosidad ponía en evidencia el dominio de una tristeza.

En el Palacio de la Equemitía de Recursos Primordiales, Ígur fue recibido por el Secretario Ifact, que hizo las veces de introductor, pasando por encima de los funcionarios de rigor, y en compañía de Mongrius, que continuaba siendo el Caballero de confianza de la institución, ocuparon un salón en la torre más alta, desde donde el dominio de Gorhgró aún resultaba más completo que desde el despacho de Ifact. Allí, en compás de espera, comenzó la estancia de una veintena de individuos, algunos de los cuales fueron presentados a Ígur como dignatarios de escala media. Al cabo de un cuarto de hora cumplido compareció el Equemitor Noldera, un anciano voluminoso y claro, de expresión divertida y afable, que rodeado por la absoluta reverencia de todos, se encaró directamente a Ígur sin que nadie se lo señalase, mostrando así que conocía su fisonomía o bien, pensó Ígur, con un notable sentido de la deducción social.

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