Hubo aplausos y risas, y mientras las camareras repartían copas, Isabel se abrazó a Ígur y se lo llevó aparte.
– Isabel -le dijo él.
– Dime, rey mío -le susurró al oído.
– Quiero que sepas que el Magisterpraedi…
– ¡Shhh! -lo interrumpió ella guiñándole un ojo-. Es el momento del antiguo dicho: 'El ya lo sabía'…
Ígur disimuló la sorpresa; eso no era como la alusión a los Fidai, hasta aquí llegaba la dispensa transgresora de Madame.
– Necesito tu ayuda.
– Dime, cariñito mío. ¿Qué quieres que haga por ti? -Lo miró con los ojos entreabiertos, remedando sensualidad.
– Ayúdame a encontrar a Cuimógino. Tengo que hablar con él, y no hay manera de localizarlo.
Madame Conti rió.
– Él sabía que al final te interesaría. Lo malo es -esbozó un gesto de desprecio- que el señor Jamini es un gato de tejado en la Administración. ¿Me entiendes? El puede encontrarte, pero tú a él no. ¿No me entiendes? -Hizo un gesto con el que daba la cuestión por zanjada-. Lo único que puedo decirte es que cuando venga por aquí, si viene, porque ahora hace días que no viene, le diré que quieres verlo.
– ¿Y Fei, dónde está?
Madame Conti lanzó una rápida ojeada a su alrededor para ver si alguien lo había oído, e impuso silencio a Ígur con una presión firme en el brazo.
– No vuelvas a pronunciar ese nombre en público. ¿Es que no sabes lo que está pasando en Gorhgró? Fei es la mujer más buscada de la ciudad, y será una suerte si a estas alturas no ha caído en manos de Bruijma.
– Pero ¿por qué?
Madame Conti se impacientó.
– Fei es hija de un noble astreo ajusticiado, y su hermano es el Jefe de los Fonóctonos de La Valaira, y le atribuyen todos los atentados de los últimos meses. Ella misma está acusada de contactos en las más altas instancias.
– ¿Dónde está? -insistió Ígur.
– Escondida. Bien escondida, espero.
– ¿Sabes dónde?
– Te aseguro que saberlo no es recomendable para la salud. -Ígur la miró con insistencia-. Aunque lo supiera, es lo último que te diría. -Cambió de tono-. Joven Caballero, ¿por qué no te diviertes con todo lo que el mundo te ofrece hoy? No sé a quién me recuerdas, buscando siempre la vía más angosta, siempre por el escollo más difícil. Créeme, olvídate de Fei.
Ígur volvió hasta donde Sadó conversaba con unos individuos, y se acercó a ella.
– Tendrás mucho que contarme, supongo -le dijo, tomándola por la cintura.
– ¡Ya lo creo! -dijo ella con una carcajada a la que Ígur correspondió, pero que le inquietó un poco.
– Entonces, esta noche…
– Esta noche, imposible -dijo ella con el mismo tono desenvuelto y alegre-, tengo un compromiso.
– ¿Un compromiso? -a Ígur se le heló la sangre, porque no se lo esperaba-. ¿Y mañana?
– Mañana tampoco puedo -dijo ella, y se volvió para corresponder a la observación de un amigo que Ígur no había oído-. Quizá pasado mañana por la noche… espera, no sé… ¿Y mañana por la tarde, cómo te va?
– De acuerdo, mañana por la tarde -dijo Ígur, desconcertado.
– Pero aquí no -bajó la voz-, mejor en el Palacio Triddies, porque aquí… la verdad es que no me va demasiado bien, ¿podríamos dejarlo para más adelante?
– ¿Para más adelante? -Ígur no acababa de creérselo-. ¿Para cuándo?
– No sé, ven pasado mañana y quedaremos para más adelante.
Y, sin darle tiempo de replicar, se fue con uno de los individuos con quienes estaba hablando antes. Madame Conti, que no se había alejado demasiado y lo había oído casi todo, tomó a Ígur del brazo.
– ¿Qué quieres? -le dijo, paseando la mirada tanto por la concurrencia como por el mobiliario y por su propio cuerpo-. Todos los movimientos de la naturaleza llevan al abandono de las culminaciones afortunadas -e Ígur se dio cuenta del estado de desolación en que la actitud de la cuñada de Debrel lo había dejado- que las energías que las han hecho posibles designan como felices, por más que esas energías pretendan mantenerse; el destino de las diosas es ser abandonadas por el dios, y es inútil resistirse. La perpetuación de la felicidad entre dos, querido, es una recreación morbosa del anhelo por el paraíso perdido, y a partir del punto en que deje de ser una idealización sentimental, ¿me entiendes?, para convertirse en un deseo con esperanzas de realizarse, se volverá fuente de delirios. -Ígur no tenía ganas de escucharla, pero Madame Conti se lo llevó aparte con una insistencia en la proximidad física que le molestaba-. Pasado el punto álgido, el sol vuelve al Sur, como ahora. ¿Me entiendes, querido? No seas loco, y deja que Sadó siga su curso.
Ígur siguió a Sadó con la mirada. Su sola presencia, al no tenerla segura (y, en realidad, pensó, era bastante dudoso que jamás la hubiera tenido), le producía un desasosiego agridulce, y a la vez pensaba en Fei. Pero en este caso le guiaba un anhelo ennoblecedor y tendente a la emoción, no por menos angustiante menos apasionado. Resolvió que tenía que encontrarla de la manera que fuese.
– Me voy -anunció, sin pensar si interrumpía alguna explicación; por otra parte, aunque la fiesta se celebraba en su honor, vista la atención personal que despertaba, su presencia no le parecía imprescindible. Madame Conti lo miró con lástima divertida.
– ¿Quieres que te vaya a buscar a Ismena? ¿No? ¿Quizá a Destoria, no la recuerdas?
– A quien quiero ver es a la Reina de los Dos Corazones.
La expresión de Madame Conti mudó de inmediato.
– Ya te he dicho que eso no es posible.
– Pues adiós.
Poco después, respiraba el aire atronador de la noche roja de la metrópoli.
Desde el momento en que se sumergió en la redacción del Informe, Ígur se encontró con una retahila de esas horas muertas que el espíritu ocupa en las divagaciones más obsesivas y estériles. Por imperativos del trabajo se vio obligado a rehusar los convites que de las instancias más inesperadas le llegaban. Tan sólo recibía las felicitaciones, y ocasionalmente alguna visita de Mongrius, que le causaba un desasosiego extraño, difícil de situar. Posiblemente le parecía que Mongrius no había evolucionado, y una conversación con las mismas expectativas vitales de antes, ahora que todo había cambiado tanto, le impacientaba y le aburría.
En cambio, seguía con voracidad los medios de comunicación. Aunque la primacía de las noticias era para los conflictos entre los Príncipes, la persecución de los Astreos y la postura del Hegémono, la conquista del Laberinto ocupaba diariamente la atención de los más destacados comentaristas, y cada noticia que aparecía, cada apreciación de fondo, por casual o apresurada que fuera, enfrentaba a Ígur con el recuerdo de lo que había leído acerca del triunfo de Bracaberbría y la fortuna de Arktofilax. Nunca había dejado de tener presente que a partir del Laberinto su misión se había acabado, pero le llegaba la hora de pensar en serio qué es lo que esperaba después, qué había deseado para el día siguiente de salir y, lo que era más difícil y quizá más grave, por qué había querido hacerlo. ¿Por vanidad? ¿Para ganar poder? ¿Para sobrevivir a los sentimientos? Por diversos mecanismos se convocaban en torno a él fuerzas contrapuestas, vacíos imprevistos y terribles, aumentando éstos a un ritmo imparable, porque no sólo no se resolvían las ausencias de Omolpus, Debrel y Guipria, y la definitiva de Lamborga, sino que ahora se le añadían las de Cuimógino y Fei. En momentos de debilidad pensó en contactar con Silamo, pero si eso no había sido posible con Cuimógino y con Marterni, las posibilidades con el discípulo de Debrel no parecían mejores. También pensó en ponerse en contacto con la Equemitía de Recursos Primordiales, donde en comparación con la frialdad con que lo trataban los hombres de Bruijma, Ifact se le habría antojado casi de la familia, pero tal y como estaban las cosas, quien sabía cómo se habría interpretado, y no era cuestión de herir la susceptibilidad del Príncipe.