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– El Agon del Laberinto -dijo con suavidad neutra y resuelta- se excusa por no recibiros en persona, pero si leísteis los Protocolos de Entrada firmados en el Palacio de Su Excelencia el Príncipe, que no dudo debéis haber leído, recordaréis que previamente a la materialización de beneficios y, por descontado, a las celebraciones y los honores públicos que comporta, deben cumplirse ciertos requisitos por vuestra parte.

– Ahora no lo tengo presente -se impacientó Ígur-. ¿Qué requisitos tengo que cumplimentar?

– Poca cosa -dijo el funcionario de la Agonía-. Tenéis que elaborar un informe detallado de la estructura que habéis apreciado en el interior, y una relación pormenorizada, en forma de diario preferentemente, de la expedición.

Se hizo un silencio; Ígur esperaba alguna referencia a la desaparición de Arktofilax, pero todo parecía más sibilino.

– Es una disposición del Agon, que forma parte del contrato -dijo el representante del Príncipe-. Es un trámite normal.

El ambiente se enrarecía, sin que Ígur acabase de saber por qué.

– Entiendo que también hay un informe de la Entrada a Bracaberbría -dijo, más reflexión que pregunta.

– Naturalmente -dijo el Secretario de la Agonía.

– ¿Redactado por el Magisterpraedi Arktofilax? -Los dos funcionarios se encogieron de hombros con un gesto de obviedad, e Ígur prosiguió-. Lo dudo mucho. ¿Podría verlo?

Los otros dos se miraron inquietos.

– Aunque quisiera enseñároslo no podría -dijo el Secretario de la Agonía-. Solo tienen acceso a él el Hegémono, el Epónimo y el Agon del Laberinto, además, por descontado, del Emperador o el Regente.

Ígur los miró con desconfianza.

– Imagino que la Agonía del Laberinto de Gorhgró está destinada a desaparecer. ¿Puedo saber adonde irá a parar entonces el informe?

El Secretario administrativo lo miró con displicencia.

– La Agonía del Laberinto no desaparece, sino que sus funciones evolucionan para gestionar la adecuación y explotación pública de imagen del Laberinto, hacia el turismo o hacia la reutilización más conveniente, en espera de que la Mayoría de Gorhgró, el Epónimo y el Hegémono lleguen a un acuerdo sobre su uso final. Entonces se decidirá la ubicación definitiva de vuestro informe; en cualquier caso, y de forma personal y sin ánimo de prejuzgar ni de atribuirme prerrogativas que no me corresponden, os puedo avanzar que es probable que, al igual que para los informes de los Laberintos anteriores, el destino final del vuestro sea el Archivo Reservado de la Hegemonía del Imperio.

Se miraron los tres; un indefinible aire de sobreentendidos equívocos planeaba sobre la reunión.

– Muy bien -dijo Ígur-. Haré el informe y os lo pasaré tan pronto como esté.

– Un momento -dijo el Secretario de la Agonía-. El contrato estipula que disponéis de diez días a partir de la Salida, es decir, de una semana a partir de hoy; el informe es confidencial, y eso significa que no se os permite hablar con nadie de ninguna característica ni circunstancia del interior del Laberinto; tan sólo el Príncipe Bruijma dispondrá de una copia, después del estudio contrastado y el establecimiento definitivo de los beneficios.

– Me imagino que no se os escapa -dijo Ígur decidido a ver hasta qué punto su posición era fuerte- que no es fácil distinguir el límite entre lo que supone hablar del interior de Laberinto y no hablar. Quiero decir, si alguien me pregunta cómo ha ido dentro del Laberinto y yo le respondo que muy bien, eso ya es un comentario cualitativo, y no sé si será considerado violación del Protocolo de confidencia. ¿O quizá se me obliga a recluirme hasta nueva disposición?

El representante del Príncipe sonrió.

– En absoluto, Caballero. Sois libre de ir adonde queráis y de hablar con quien os plazca. Lo único que os está prohibido revelar son las características concretas del Laberinto, las descripciones a través de las cuales cualquiera pueda reproducir sus trazas. Creo que el sentido común y la prudencia son el mejor camino para distinguir los límites entre una cosa y otra, y nada más que sofística de la peor ralea os puede llevar a error.

– Tenéis total libertad para desplazaros -añadió el Secretario administrativo de la Agonía-, de iniciar y de cerrar negocios, y hasta de cambiar de estado social o jurídico, siempre que dentro de siete días tengamos el informe completo.

Y así concluyó la entrevista.

Esa tarde, nuevas comisiones urbanas, con delegados intercomerciales de diversos principados, contactaron con Ígur para invitarlo, como otras habían hecho los dos días precedentes, a actos sociales y cenas multitudinarias, pero rehusó con cortesía y avisó al Palacio Conti de su visita a las nueve de la noche.

Por la tarde, desde la terminal del Cuantificador, Ígur intentó ponerse en contacto con sus amigos. Con pocas esperanzas de conseguirlo, tecleó los códigos de Debrel y Guipria, lo que no había intentado desde su huida. La pantalla emitió la respuesta temida: 'Desconocido.' Si para el Cuantificador no existían, su vida no era nada. Ígur se sintió terriblemente vacío; sus piernas tenían la indecisa debilidad de las convalecencias otoñales, y, procurando evitar la proclividad a la lágrima que se anunciaba, decidió ponerse en contacto con Cuimógino.

Buscó su número personal y lo tecleó. La pantalla se iluminó: 'Resevado.' Optó por el Departamento de Coordinación Interior de la Secretaría de Relaciones con los Príncipes de la Hegemonía. La respuesta, 'Ocupado'. Recordó el ofrecimiento de Marterni, que era el Secretario, y la respuesta fue aún más descorazonadora: 'Restringido a Código Superior. Consultar Información General.' Consultó, y la pantalla se iluminó de nuevo: 'Ocupado.' Parecía evidente que el Imperio no quería hacer ningún movimiento a favor del vencedor del Laberinto antes de recibir el informe.

Al atardecer el sol, como los pájaros, se retiraba hacia el Sur, y el buen tiempo se había perdido aquel año para Ígur dentro del Laberinto, así que sin haber catado su esplendor le oprimía ya la oscuridad de las horas rojizas y su tufo a retroceso; severidad de condensación que pregona que el enfriamiento no ha hecho más que comenzar enmagentaba de tiniebla los reflejos que aparecían en el Puente de los Cocineros, esa cosa seca, desértica, agreste, que sucede a las lágrimas aunque no las haya habido. Pero en cierta manera, y a pesar de la iluminación del Palacio Conti, reducida a la mínima expresión, evocaba por contraste las horas más brillantes, era lo más parecido a volver a casa, y cuando Ígur abrió con el sello la puerta de servicio, al temor a lo imprevisto lo había desplazado como emoción primordial una impaciencia que él había estimulado recreándose, viendo con cierta sorpresa cómo lo refería a la alegría pretérita.

– El Caballero Neblí ya ha llegado -anunció la camarera de siempre, e Ígur fue conducido a la Sala Central; allí, la iluminación al cincuenta por ciento daba a la reunión un aire deprimido más que íntimo, que encogió a Ígur.

Madame Conti avanzó como era su costumbre.

– Querido Caballero -sonrió con los brazos abiertos-, la bondad se hace esperar. ¿Cómo estás? ¿Cómo te ha tratado la Falera?

Lo abrazó. Ígur miró a su alrededor, y no conocía a nadie. Desde un ángulo se acercó Sadó, y a Ígur le dio un vuelco el corazón. Sadó, prodigiosamente diferente y a la vez igual a sí misma, decepcionante por el momento tan esperado y también más bella que ninguna otra vez.

– La Falera lo ha tratado muy bien -dijo ella con una sonrisa radiante, y le acarició la cabeza recreándose-; está más guapo que nunca.

Ígur se sintió intimidado.

– Después hablaréis -intervino Madame Conti con una voz tan fuerte que el propósito evidente de convocar a la concurrencia resultó efectivo-. Amigos -dijo, con empuje de discurso-, hoy rendimos homenaje al vencedor del Ultimo Laberinto, al que ha visto lo que entra por los ojos y, quemada la voluntad, es intraducible en palabras, ¿no es así? -Lo miró riendo-. Claro que es así, ¡ya ves que sé de qué hablo! Ver hasta qué punto el Laberinto es algo que uno encuentra porque otro lo ha puesto ahí, o que uno se inventa sin saber por qué forma parte de la propia existencia, ¿no es así? -rió de nuevo-, ¡claro que sí! O ver si es el Laberinto quien interpone en el camino de uno, y quién, cuándo y por qué ha dispuesto esa secuencia de Laberintos y no otra, y qué oportunidad tiene un hombre solo, por más invencible Caballero que sea, de alterar el orden de los Laberintos, yo diría que ninguna -risas de una parte de la concurrencia-, ¿no os parece?, que nadie recuerda cómo se estableció pero que todos han acatado igual que se desayuna por la mañana.

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