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– Sólo hay un desenlace posible para mí, y es morir en el Laberinto de Gorhgró. Yo soy el Cabeza que ha de fecundar el Final con mi desaparición. -Viendo la cara que ponía Ígur, prosiguió-: ¿Recuerdas la primera secuencia de la Ley del Laberinto? Ya sé que no, por eso te la diré: 'Una Fonotontina para participar sin haberte inscrito, una Fonotontina para inscribirte y que pasen los años sin saber si llegarás a participar nunca. Para ganarla si la pierdes, para perderla si la has ganado.'

– No lo entiendo.

– No importa, todo está pactado desde hace mucho tiempo; hay dos posibilidades: que luchemos y tú me venzas, que es la secuencia natural, con lo cual saldrás tú solo del Laberinto y ya sabes qué pasará después, o bien la secuencia exiliada, que te venza yo, y entonces tú morirás y yo también, porque el poder de Arcturus no está hecho para salir del Último Laberinto. En cualquier caso, el camino queda expedito para los Astreos. Y ahora, prepárate.

Tomó de nuevo la espada y la dirigió al Caballero. Ígur no hizo ningún movimiento de defensa.

– No puedo -dijo.

– Tienes todas las de ganar.

– Precisamente.

– El Único contra el poder de los Tres, centrado en Canopus.

¿Quieres saber qué pasó en Bracaberbría? Alderamín, que antes había sido Beiorn, murió en los Pantanos picado por la serpiente; allí me asistió el poder de Ofiuco, y después de vencer a mi opositor natural salí convertido en ambos como Arktofilax, el Guardián del último centro, es decir Gorhgró. Aquél era mi Laberinto, y he entrado en éste tan sólo para abrirlo. Yo soy el último baluarte, es así como está establecido. Mi hado se ha cumplido, y ahora Suhel cumplirá también su destino, y saldrá de aquí como Canopus, o como Harpsifont, si lo prefieres, y, sabiendo que el éxito y el fracaso son impostores por igual, y si te permites anhelar el uno o que te asuste el otro te perderás de vista a ti mismo, esperará conmigo en las montañas del Sur, lejos de las demás estrellas, esperando encogido más allá de los horizontes desérticos el momento oportuno para saltar sobre el mundo.

Tocó con la espada la de Ígur, que estaba en el suelo.

– No puedo -repitió el Caballero, bajando la vista; todo lo que tocaba lo convertía en duda.

– Querido Canopus, ahora el Laberinto empieza de verdad para ti.

Ígur deseó ardientemente que se refiriera a la Última Puerta y no a lo que le esperaba después de la salida, pero no era el momento de engañarse, tenía más bien pocas esperanzas de que fuera así.

Con las manos vacías, sin equipaje, Ígur Neblí caminaba desencajado por el recto pasillo ascensorial de piedra que había de conducirle a la Última Puerta. La ascensión tenía amplios descansillos, que rompían la continuidad visual e impedían ver el final del trazado. Si, como se había dicho, el tiempo es la distancia hacia uno mismo, el retorno era una espera trágica; ni ratas con cabeza de león ni cocodrilos con plumas habrían inquietado a Ígur un ápice más de lo que estaba. Le asistía finalmente el reconocimiento monstruoso que hay detrás de todos los reconocimientos, el inconmensurable horror de la comprensión absoluta, la certeza irrefutable, el arrancarse los párpados. Todas las preguntas habían sido respondidas, pero ¿de qué serviría?: ¿El Laberinto es un lugar aparte? ¿El camino de Entrada es el mismo que el de Salida?¿Habían sido reales los peligros? ¿Habían sido reales las alternativas? Ígur se ahogaba cada vez más en la convicción de que todas las puertas se habrían abierto igual, al margen de los códigos que se hubieran introducido. ¿El tiempo es la impostura de la mente? El hachazo en la Cabeza del Dragón estaba a punto de dar su fruto, y las lágrimas eran más poderosas que el sudor y la sangre.

– No puedo, no puedo -resonaba una y otra vez en su cabeza, metrónomo fatídico de una relación invertida de ganancial y pérdidas.

De repente el camino se cortó. Ante el caminante se abría una sima brutal de la que no se distinguía el fondo, roja de reflejos, de resonancias; hacía un calor sanguinario, e Ígur sintió toda la fuerza de los espejos gravitatorios del Último Anillo de los Laberintos a sus pies.

– ¡No puedo! -rugió, y la reverberación era un cataclismo.

Pero a pesar de que todo era espacio, no había aire para ser respirado, y había que tomar una decisión. Ígur pensó de todo: retroceder, suicidarse (pero ¿cómo? En aquella atmósfera de compresiones viciadas pero ricas, contener la respiración lo desmayaría antes de matarlo), dinamitar el mundo con la sola fuerza de la locura de su voluntad. ¡Ése era el camino de todas las transmutaciones! Ése era el verdadero final, el engaño de la Última Puerta.

– ¡Se ha acabado la Falera! -dijo, y se lanzó de cabeza al espacio.

Salvado del tiempo por la gravitación, Ígur se encontró ascendiendo sin prisas la geometría tan cargada de lenguaje del pasillo que tenía que resolver aquel lugar que nunca soportaría más maldición que el recuerdo, ni más leyenda que la incertidumbre y el olvido que las alimenta todas. Los pasos se volvían lenguaje, el trazado de un pie detrás del otro, sus posturas, las orientaciones, eran letras y cadencias de tiempo reencontrado y de sentido. Porque ahora él era la Cabeza, el Hijo del Laberinto, el Fénix de la Psicoteogénesis, él sabía quién era él y como un horror lo sobrellevaba, como una amenaza se lo exigía. Suhail, Harpsifont, Kanupus, eso estaba por decidir.

Si todo lo que tocase a partir de ahí se convertiría en Laberinto, salvo el Laberinto que se había acabado, ¿cómo podría soportar la resurrección de las referencias? El camino se volvió estrecho y abrupto otra vez, y notó que iba mal vestido, desharrapado, con el calzado destruido por las piedras colocadas con toda la crueldad de la indiferencia. De repente, pequeñas ráfagas de aire le hicieron notar que se acercaba al Final; era un aire diferente de los vendavales monstruosos que había sentido en las profundidades del Laberinto, éste tenía una fragilidad tan viva, tan indecisa, que no podía equivocarse: tenía que provenir de troneras directamente conectadas con el exterior, no del retumbar profundo de los muebles monstruosos que a saber quién arrastra por las cúpulas más lejanas. Apretó el paso, de repente impaciente, porque sentía el retorno de la mesura.

La inclinación ascendente del camino, en forma de pequeños escalones, era de más de cuarenta y cinco grados, y aun así cada vez iba más aprisa. Aquél era el obstáculo final, sin duda, y él no lo vería nunca porque el paso por la Penúltima Puerta había hecho saltar las presas de seguridad, y la Última, la que lo separaba de la salida propiamente dicha, en el lado opuesto de la Falera, se había liberado automáticamente. Poco a poco empezó a oír el sonido de multitudes expectantes, atraídas por la eclosión final de los mecanismos; el camino se ensanchó y le mostró el exterior, un rincón al principio, después más generosamente, y se detuvo para no olvidar nunca aquel instante de desenlace, para no precipitarse en su fijación. Habría sido capaz de retroceder para repetir el placer. Todo cálculo le era esquivo, porque era de noche, y nunca había sido tan bello el sonido del espacio abierto. El momento tenía un no sé qué de las delicias de la muerte, y cuando acabó de subir la escalera, se le llenaron los ojos de lágrimas y sonrió por regresar al como siempre viendo las Osas con Cefeo a un lado y el Dragón en medio, y en el centro la Inmóvil, el esplendor final de la noche estrellada del cielo circumpolar de Gorhgró.

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