Angeline y el viejo se pusieron a reír a dúo, con ganas.
– ¡Que mande a otra! -dice Angeline, realmente divertida-. ¡Se ve que eres nuevo en París! Anda, trata de hablar con el cura… -y volvieron a reír ambos. Después, Angeline se puso seria-. Mira, no te tomes en serio eso que te dije. Quería lastimarte. En realidad no me interesa ningún hombre. Soy incapaz de sentir el menor placer con ninguno. Puedo soportarte tan bien o tal mal como a cualquier otro; es el oficio. Pero quería lastimarte porque te muestras tan poco compasivo con este hombre, porque pretendes tener derecho a todo sin pensar en los demás; quería demostrarte que en el fondo tú tampoco tienes derecho a nada, mirando las cosas objetivamente… ¿Qué tienes, de más o de menos, quién eres, de más o de menos, que mi amigo Juan? -y diciendo esto, para lo cual me fastidia no encontrar ninguna respuesta buena, le pasa un brazo por el hombro, en ademán protector y de compañerismo. Sus palabras parecen estar dentro de una lógica estricta y coherente, pero siento que algo no funciona bien en todo eso y que, de alguna manera, yo debo tener razón. En realidad carezco de elementos de juicio; en realidad es cierto que "era nuevo en París". Todavía no estaba en condiciones de comprender ni de manejar una serie de mecanismos, y era preciso no dar muchos pasos en falso que me llevaran a una situación sin salida o demasiado incómoda; por el momento debía tratar de afianzarme, sin pretender obtener demasiado de lo que se me ofrecía; y aunque intuitivamente estuviera convencido de mi derecho a estar a solas con Angeline y, más especialmente, de no tener ninguna obligación (ni ganas) de convivir con el viejo Abal, tenía miedo de dar una nota falsa que desencadenara una serie de acontecimientos que me hicieran la vida aún más difícil.
– Está bien-digo, en forma conciliatoria, aunque en la voz se me nota todavía, supongo, el enojo-. El señor Abal podría quedarse, si le resulta totalmente indispensable, en tanto estorbe lo menos posible; sin embargo, quiero dejar constancia de que me resulta molesto que se quede. Me intranquiliza, eso es todo. Aunque no dijera una palabra, aunque no apareciera ante mi vista; el simple hecho de saber que está aquí me quita tranquilidad.
Pero ninguno de los dos pareció prestar la menor atención a mis palabras; les bastó con saber que aceptaba la presencia de Abal en mi cuarto para desentenderse del problema.
– Voy a buscar mis cosas -dijo el viejo, alegremente. Angeline dijo que ella iba a ayudarle; y sin darme tiempo a agregar más nada salieron de la pieza. Me llamó poderosamente la atención que el viejo hubiese perdido por completo el miedo a "los otros", a los "ellos" que andaban siguiéndolo para torturarlo, y que se moviera por los corredores y fuera a su pieza para buscar "sus cosas" (y no podía imaginar qué cosas serían). Sentí que todo este asunto no me gustaba nada. "Si pudiera pensar -me dije-. Si pudiera recordar con tranquilidad, si pudiera ordenar las cosas en mi mente…"
Me acerco a la ventana y miro a través de los vidrios opacos. Allá abajo están los carabineros. Es ya noche cerrada, y a lo lejos la ciudad brilla con un resplandor blancuzco que la recubre y rebota en las nubes. Trato de imaginar el París nocturno que seguramente he conocido alguna vez, pero sólo aparecen en mi mente las descripciones o las chillonas y burdas fotografías en colores de los folletos de las agencias de viajes; ningún recuerdo verdadero, nada mío. Tengo ganas de salir y caminar largamente por la ciudad, pero me siento, aún, excesivamente cansado; y al mismo tiempo tengo miedo de salir, no sólo -y no tanto- por los carabineros, sino por una inseguridad interior que me asusta más; me asusta el hecho de ignorar una serie de pautas dentro de las cuales moverme, de estar a la expectativa ante lo desconocido, especialmente porque el cansancio y la confusión mental no dan lugar a una mayor confianza en mí mismo que me permita enfrentar con serenidad los pequeños o grandes escollos que puedan surgir; desde, por ejemplo, la forma correcta de subir a un ómnibus, hasta cosas de mayor peligro.
Pasó largo rato sin que tuviera noticias de Angeline ni del viejo. Al fin me doy cuenta de todo el tiempo transcurrido y sospecho que el viejo me la ha robado. En verdad, no es tan viejo; y parece estar lleno de vitalidad. Parece además llevarse muy bien con la mujer. Sin embargo en ningún momento yo les he impedido salir juntos, sino que, por el contrarío, incluso les había sugerido que fueran a charlar a otro lado y me dejaran en paz. No veía, entonces, la necesidad de hacer toda esa historia para robármela; y, al mismo tiempo, parecía ansioso de quedarse con ambos en mi pieza. Se me ocurrió que quizá la demora se debía a otras causas, como por ejemplo que los hubieran atrapado los hombres de cabeza rapada, u otra gente que yo desconocía. Y si bien no me preocupaba mayormente el destino del viejo, ya me había hecho a la idea, como le dije a Angeline, de acostarme con ella, y ahora no podía tolerar la idea de no hacerlo.
Hacía demasiado tiempo que no tenía contacto con una mujer; y aunque no se me había ocurrido iniciar nuevamente aquella vida sexual abandonada, ahora que había sido llevado a esa situación, había comenzado a funcionar otra vez el mecanismo del deseo. Se desataron en mi mente mil imágenes en torno a Angeline.
Entonces, aunque racionalmente pudiera tener múltiples motivos para no hacerlo -y debo decir que, en ese momento, no prestaba la menor atención a mis razonamientos-, y aunque una voz interior también insistía, como una señal punzante, para que no me moviera de allí, procedí en forma automática y salí a buscar a Angeline. Me movía con rapidez, y sentía el cuerpo rígido, como manejado por un centro nervioso que hubiera tomado el mando, desplazando a los centros habituales de movimiento.
Escuché en todas las puertas del primer piso -débilmente iluminado por una sola lamparilla, próxima a la escalera de acceso-, sin notar ninguna presencia. Dudé entre golpear a cada una de aquellas puertas, o subir las escaleras y probar en los pisos superiores, o bajar y hacer una serie de preguntas al cura. Descarte rápidamente esta posibilidad; no tenía ánimo de mantener una conversación con ese hombre y, por otra parte, me sentía culpable de lo que estaba haciendo y no quería ser descubierto por él en mi búsqueda. Me resolví por lo más sencillo, es decir, lo que suponía habría de traerme menos complicaciones, y subí hasta el segundo piso. Me llamó la atención que todas las puertas estuviesen cerradas; de la charla del viejo Abal había sacado la conclusión de que la mayoría de ellas estaban vacías y con la puerta abierta. Antes de subir había tomado la precaución de cerrar con llave la puerta de mi cuarto, pensando en la valija.
El segundo piso no ofrece ninguna variante con respecto al primero, y lo mismo el tercero, y el cuarto. Quise ser consecuente, y antes de ponerme a golpear puertas o buscar otras soluciones, opté por seguir subiendo. Llegué, así, a un séptimo piso final, sin variantes, y una escalerilla formada por barras de hierro fijas a la pared me condujo hasta una azotea, a la que se accedía emergiendo el cuerpo por una especie de puerta trampa, cuadrada, que estaba abierta. La tapa, quitada, estaba en el piso de la azotea, junto a una claraboya. Noté que había muchas claraboyas y dejé que mi vista se acostumbrara un poco a la semioscuridad, porque temía que hubiese otras trampas o pozos de aire.
Me aproximé cautelosamente a uno de los parapetos que bordean la azotea; al mirar hacia abajo siento un vértigo que me produce náuseas, y levanto rápidamente la vista y miro los techos de París, débilmente iluminados por ese resplandor nocturno de los luminosos del centro. Es un espectáculo hermoso y de efecto tranquilizador. Veo la Torre Eiffel, no muy lejos de aquí, y también algo que parece ser el Arco de Triunfo. Escucho unos gemidos débiles.