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– No entenderías nada -responde- y no hay tiempo de que te explique todo desde el principio; pero sólo te diré que deberás conservar el oro hasta que alguien te lo pida. Favor por favor, ¿verdad? -y me mira a los ojos con una expresión muy intensa; luego pasa los brazos alrededor de mi cuello y, con los ojos llenos de lágrimas, pega sus labios a los míos, en un beso largo y desesperado. Yo la aprieto contra mi cuerpo y también siento que las lágrimas me llenan los ojos-. No me olvides -dice, luego-, Nunca podrás imaginar cuánto te amo.

Volvemos a besarnos. Me doy cuenta de que es cierto que me ama, y las cosas comienzan a cobrar sentido y quieren comenzar a acomodarse. Pero me apretó la mano, y sin transición dio media vuelta y echó a correr, hacia el lugar sitiado por los tanques y la policía.

– ¡Sonia! -quiero gritar, mirando en la dirección en que se alejó, ya sin poder verla en la oscuridad profunda, pero no puedo gritar. La garganta se me anudó, y quedo parado allí, inmóvil, vacío.

Después, anduve por un París invisible, durante horas, dando vueltas y vueltas, hasta sentir los pies como en llaga viva y un envaramiento en las piernas que no me permitió seguir. Abrí los ojos a la realidad exterior. No me sorprendió encontrarme a. media cuadra de la entrada del Asilo; en forma inconsciente lo había buscado y encontrado. Me aproximé con gran lentitud. Los carabineros continuaban, rígidos, enfrente. Subí penosamente hasta el primer piso, pero entonces, obedeciendo a un impulso, me quité los zapatos que ya no me permitían caminar y, llevándolos en la mano, seguí subiendo la escalera. Hacia la azotea.

Trepé los escalones de hierro y asomé el cuerpo nuevamente por la puerta trampa. Ahora, espesos nubarrones tapan la luna y las estrellas; el resplandor de la luz de neón continúa brillando sobre el centro de la ciudad. Con mucho cuidado sorteo los pozos y alambres y llego junto a uno de los parapetos. Me quito la camisa, y llevo las manos a la espalda para palpar las alas. Allí están, cuidadosamente plegadas.

Miro hacia abajo, hacia la calle, y siento vértigo. Luego miro hacia la noche, y el vértigo se acentúa. Intento desplegar las alas. Fue como si intentara mover las orejas; apenas logré un levísimo movimiento, producido sin duda por el desplazamiento de otros músculos de la espalda. Intento otra vez, inútilmente.

No sé desplegarlas. La vez anterior lo habían hecho solas, en forma automática, al ser precipitado en el vacío, ahora, cuando trato de hacerlo en forma voluntaria, no puedo.

Vuelvo a mirar hacia abajo. Los carabineros son apenas visibles, algo blancuzco y pequeño. Debo saltar. Debo volver a provocar esa situación que obligue a mis alas a abrirse. El vértigo me cubre la frente de sudor, y me tiemblan las manos y las piernas. No puedo saltar. Tengo miedo. Desde la distancia, sigue llegando el sonido de los disparos.

– Debo hacerlo -dije en voz alta, y afirmé las manos en el borde del parapeto y me ayudé a subir allí, de rodillas. Intenté ponerme de pie pero los músculos no me obedecían; el miedo me paralizaba-. ¡Vamos!-me grité-. ¡Salta! ¡Salta! ¡Salta!

Y me reí. Me atacó un pánico feroz y salté, pero no hacia la calle, sino hacia el piso de la azotea. Cincuenta centímetros. Me lastimé las rodillas, y me quedé allí, acurrucado en el suelo, riéndome de mí mismo, llorando.

FIN

NOTA POST-LIMINAR

Los relatos de Mario Levrero forman parte de un grupo de obras y autores uruguayos que, más que constituir una corriente con rasgos identificatorios, se ven unidos sólo por el carácter extraño, excéntrico de su narrativa con respecto a corrientes bien definidas de esa literatura: la de ambientación rural, de gran importancia, que comienza en el siglo pasado con Acevedo Díaz y tiene una fecunda continuidad en Javier de Viana, Juan José Morosoli, Enrique Amorim, Julio C. da Rosa y Mario Arregui, o la de carácter urbano, de tono más o menos realista, en la que podrían destacarse Juan Carlos Onetti, Mario Benedetti o Martínez Moreno. Ese carácter de difícil aprehensión y de variedad que caracteriza al grupo, integrado por algún antecesor ilustre como Lautremont, la obra perdurable de Felisberto Hernández y los tonos dispares de Armonía Somers, Luis Campodónico o Teresa Porcecanski, ha provocado una especie de lentitud en su difusión, tanto entre el público como en el reconocimiento o el análisis crítico. Además de tardar en ir dando a conocer sus obras, o en hacerlo en ediciones limitadas, van conformando un factor equilibrante que es la formación de un núcleo de lectores reducido pero fiel, a veces atraído por el carácter casi secreto de la obra. Desde luego, el mal no es eterno, y tarde o temprano la honestidad y constancia respecto al mundo personal que van creando aumenta el radio de su peso e influencia dentro del panorama de la literatura uruguaya en particular y de la latinoamericana en general. Es lo que ha ocurrido con Felisberto Hernández en los últimos quince años o con Armonía Somers en épocas más recientes.

Mario Levrero nació en Montevideo en 1940 y comenzó a escribir en 1966. Su primer trabajo fue una novela, La ciudad, publicada recién en 1971, y que según sus declaraciones fue escrita en ocho o diez días para luego sufrir sucesivas correcciones durante tres años. Esa lenta gestación de la versión definitiva hizo que un texto breve posterior (lo que los franceses llaman nouvelle), titulado Gelatina, apareciera antes, en 1968, editado por el grupo "Los huevos del Plata". Casi simultáneamente con La ciudad se editó en Montevideo un volumen de cuentos, La máquina de pensar en Gladys, que reunía doce relatos de muy variada extensión. Nick Cárter, una parodia del folletín y la novela policial, que llevaba como subtítulo una extensa explicación de propósitos ("Nick Cárter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo") apareció en Buenos Aires en 1975. También en esta ciudad se reeditó La ciudad, en 1977. A estos libros se agregan numerosos relatos incluidos en suplementos, revistas literarias y antologías, y un volumen traducido al francés y publicado en Bélgica en 1977: Labyrinthes en eau trouble.

Todos los relatos de Levrero están narrados por una primera persona de voz pareja, aunque haya algunos saltos a la tercera. Suele tratarse de un personaje un poco despistado acerca del contorno que lo rodea, y preocupado por algún propósito definido y a la vez minúsculo, cotidiano (en La ciudad se trata de comprar querosén, en otros casos, de encontrar a alguna persona, o de desarmar un encendedor). Ese propósito va haciendo desfilar una serie de personajes y atmósferas alrededor de él, que construyen una trama interesante, no psicologista, como en las novelas de aventuras o policiales, a través del desplazamiento físico o la investigación. Los componentes de esa serie constituyen un mundo imaginativo rico y personal. Su brillo y multiplicidad han hecho que en ocasiones se encuadrara la obra dentro de la ciencia-ficción o la literatura fantástica. Lo cierto es que tal clasificación es lícita para algunos relatos. Así, por ejemplo, si se describen extraños métodos de reproducción o una sociedad con castas bien delimitadas donde se condiciona tecnológicamente a ratones y leones, se está ante gran parte del arsenal de la ciencia-ficción. Si el simple hecho de desarmar un encendedor se transforma en un crecimiento implacable y preciso del objeto inanimado, se está en la mejor tradición de la literatura fantástica. Sin embargo esa clasificación primaria se ve encuadrada por un contorno mayor, por un mundo propio donde tiene más peso la repetición de ciertas imágenes o situaciones arquetípicas: el carácter opresivo de los edificios, que ofrecen la posibilidad de encuentros inesperados en cada una de sus habitaciones, y que parecen "crecer hacia adentro", como apuntó Pablo Capanna; el carácter dual de los personajes femeninos, que o gozan de la lejanía inalcanzable de las mujeres del romanticismo o despliegan una lubricidad animal, asimilable a las descripciones más elementales de la literatura pornográfica; la imaginería creciente de descomposición orgánica de algunos de sus últimos textos; y por último el anhelo siempre presente del protagonista de alcanzar, a través de mundos cerrados a despecho de su multiplicidad externa, un aire más libre, intento casi siempre frustrado, o cuyo objetivo cae en un plano que se aproxima a lo místico.

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