El hombre soltó una maldición, que constaba de una gran cantidad de palabras y que se me antojó excesivamente literaria.
– ¿Quién es usted? -pregunté. No obtuve respuesta.
– ¿Cuál bar? -preguntó.
– No sé el nombre. No sé, no podría decirle ni siquiera la ubicación. De todos modos me lo quitaron unos policías, se lo guardaron en el bolsillo. Eran tres hombres, de sombreros grises…
– ¡Policías! -se burló la voz.
– ¿Quién es usted? -insistí, forzando la vista para tratar de ver algo más de las facciones en el interior de la botella; tampoco recibí respuesta esta vez. Por el contrario, la botella giró sobre sí misma, reaparecieron las piernas, y comenzó a alejarse, bamboleándose, por la rambla.
En todo el tiempo no había visto circular un solo vehículo. Eché a andar por una perpendicular, alejándome del Sena e internándome en la ciudad. Tenía ganas de perderme, aunque en el momento no se me ocurrió pensar que de todos modos ya estaba perdido; al no haber taxímetros en las inmediaciones, ni otros medios de transporte, no tenía realmente modo de regresar al Asilo; y, después de todo, el Asilo no era más que un punto de referencia. Pero, en ese momento, yo intentaba, inconscientemente, volver a él; y al cabo de unas cuantas cuadras, durante las cuales se agudizó mi cansancio, hice conciencia de mi necesidad de volver allí y me pregunté por qué diablos lo necesitaba.
No estaba Angeline -aunque viví un instante la fantasía de que sí podría estar-, que si era ella la mujer que había visto en la manifestación, bien podría haberse liberado de sus captores y regresado luego al Asilo-; tampoco podía contar ya con mi valija. Ni el cura ni ninguno de los otros personajes me resultaban especialmente agradables o útiles; sin embargo, era realmente un punto de referencia.
"Pero no necesito puntos de referencia -me dije, tratando de fortalecerme-. Necesito volar. Irme de aquí. Volar."
Sabía, sin embargo, que no podía hacerlo aún; sutiles lazos invisibles me mantenían atado a la ciudad, y quizá me llevara todavía cierto tiempo, aunque más no fuese algunos minutos, romperlos; el problema consistía en que no conocía la naturaleza de esos lazos. Era muy posible que fuera alguna esperanza engañosa que brillaba por alguna parte, pero no pude, o no quise realmente localizarla, saber con qué me estaba engañando ahora.
Por el momento seguí caminando, a la espera de la oportunidad propicia, de la señal de partida, que no sabía cuál podría ser pero que sin duda necesitaba. Para que yo pudiera partir tenía que suceder todavía algo más.
Anduve por calles mal iluminadas, y luego por uno de los grandes bulevares, no supe cuál, donde también advertí la falta total de tránsito y la escasez de transeúntes.
El bulevar estaba dividido por un cantero, con pasto y grandes macetas con tunas de tanto en tanto. Caminé un trecho por el pasto y luego me tendí sobre él, de espaldas, y contemplé el cielo estrellado.
Las estrellas me llamaban hacia arriba. Me dejé estar, y llegué a sentirme como flotando, como si mi cuerpo se elevara unos centímetros, despegado del suelo, y fuera siendo lentamente atraído hacia arriba; luego lo pensé como una caída, como si el pasto fuera el techo de una habitación que tenía por piso ese enorme agujero punteado del cielo, y sentí vértigo; no era un vértigo desagradable, era casi amable, un cosquilleo en la boca del estómago, una emoción benigna.
Rato después apareció una gran claridad tras un alto edificio, y luego fue asomando media luna blanca, lechosa. Había aparecido temprano esa noche, y lamenté que no fuera luna llena. La imagen de mi silueta volando, de mis alas recortadas contra el círculo blanco, me habría estimulado quizá para partir de inmediato. Seguí tendido en el pasto.
Luego me levanté y reanudé la marcha sin rumbo, sintiéndome muy solo y poseído por una tristeza muy grande. Dos fuerzas en equilibrio me tiraban con igual intensidad, una hacia arriba, otra hacia abajo, y llegué a temer que mi cuerpo se quebrara, se dividiera en un estallido, mi sangre liberada salpicando el pasto del cantero, mi memoria disuelta, mi espíritu elevándose sin trabas hacia las estrellas.
– ¿Qué es lo que me ata a este lugar? -me pregunté en voz baja, que me sonó muy extraña en los oídos. Después pensé que no había nada que me atara a ese lugar, salvo el miedo a otros lugares, la falta de confianza en mí mismo. Las últimas experiencias -quizá todas las experiencias desde que llegué a París, o incluso el propio viaje- me habían debilitado en extremo. No confiaba en mí mismo ni en los demás. ¿Qué podía esperar?
Apareció alguna gente, corriendo. Primero uno, luego dos, luego una pequeña bandada de cinco o seis personas que atravesaban el bulevar. Más tarde aparecieron otros y no lejos de allí se producía un rumor creciente.
Luego muchos más, corriendo en todas direcciones. Me detuve en mi sitio, no sabiendo qué actitud tomar, y en pocos minutos era una multitud la que corría, sembrando la confusión y el pánico. Quizá debí quedarme donde estaba, ya que no había ningún indicio de hacia adonde era más conveniente correr, pero me ganó el miedo y huí hacia una calle más oscura.
Logré encontrarme nuevamente solo, por unos instantes; pero no tardé en escuchar ráfagas de metralla y una gritería que se aproximaba, y en instantes la gente que corría me alcanzaba y pasaba a mi lado. Me pregunté si ya habían llegado los alemanes.
Miré hacia atrás y vi a la distancia cómo se acercaban unos auto-bombas, lentamente, y creí ver tanques de guerra detrás. Eché a correr nuevamente, junto a un número cada vez mayor de personas que gritaban cosas incomprensibles.
Vi que allá adelante también venían tanques, y doblé por una calle lateral; el sonido de las balas se aproximaba y la confusión era aquí mayor. De pronto me encontré en un lugar redondo y cerrado, que no podía distinguir bien por la oscuridad, aparentemente un enorme callejón sin salida, donde la gente se entrechocaba y algunos caían y eran pisoteados; me volví hacia una pared, buscando refugio en algún portal, pero todos estaban ocupados ya por otra gente que se apiñaba allí.
– Por acá -siento que me dice una voz de mujer, y que ella me toma de un brazo; era Sonia-. ¿Qué estás haciendo tú aquí? -dice, no exactamente en tono de pregunta sino con gran alarma. Me lleva corriendo, en dirección a los tanques. Noto que tiene, desplegada en la mano derecha, una bandera (o quizás es solamente un trapo) totalmente roja; y que la agita ante los tanques. Detrás de los tanques viene la policía montada, repartiendo sablazos a la gente que sigue sin poder huir del encierro; pero a nosotros no nos tocan, y cuando estoy ya sin aliento, y Sonia probablemente también, noto que corremos con menor rapidez, hasta conseguir un paso normal; estamos afuera del lío.
– Uff -Sonia se recuesta contra una pared, próxima a un farol. Ya no está disfrazada de prostituta, sino que tiene aspecto de guerrillera, con una boina echada sobre un costado de la cabeza, el pelo cayendo suelto sobre los hombros, y un uniforme color verde oliva. Del cinturón cuelgan unos revólveres, y le cruza entre los pechos una cinta con balas de ametralladora.- Apenas puedas -agregó, todavía sin haber recuperado por completo el aliento-, regresa al Asilo. Conservas la valija, ¿verdad?
– ¡No! -grito, recordando súbitamente cómo me la han robado, y todo el malestar que había sentido al comprobarlo y que, ahora, vuelve con toda su intensidad-. Alguien -agrego, con rabia- me la cambió por otra, llena de ladrillos.
Sonia me mira con expresión alegre.
– Idiota -dice, dulcemente-. A esa valija me refería. Fui yo quien la cambió por la tuya. Los ladrillos -agregó- son de oro, pintados color ladrillo. Es el tesoro de la Resistencia. Queda en tus manos, ya que esta noche habremos de morir.
La miré con incredulidad.
– ¿Y qué hago yo con el oro? ¿Y quiénes han de morir? ¿Y por qué?