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– ¿Qué es? -pregunté.

– Una manifestación contra los alemanes -respondió el jefe-. Ya se toparán con la policía montada, o con los propios alemanes cuando lleguen. De cualquier manera -añadió, dirigiéndose más bien a los otros dos- convendría dejarlos pasar-, no es difícil que nos agredan si alguno nos reconoce.

Yo di un paso hacia el cordón de la vereda, mientras los supuestos policías retrocedían hacia el interior del bar.

– Qué hace -dijo uno-. Venga acá.

Era una muchedumbre ruidosa y colorida. Fui a su encuentre, sintiéndome más seguro de mí mismo a cada paso que daba. Oí a los policías que gritaban otra vez desde el bar, pero me desentendí de ellos y penetré en la manifestación. Observé que desde distintos lugares llegaba gente (sin duda atraída como yo por la música) que de inmediato se integraba, y la columna crecía a ojos vistas.

Busqué un lugar hacia el centro, donde fuera difícil para alguien de afuera localizarme, y luego fui cambiando de sitio, porque aquello era muy variado; y por primera vez sentí la emoción de un espectáculo, de formar parte de un espectáculo y disfrutarlo al mismo tiempo como espectador.

Había distintos grupos de músicos que, a pesar de todo, mantenían una cierta coherencia musical a lo largo de toda la columna; estaban distribuidos a trechos más o menos regulares, y observé que había muchos instrumentos distintos, incluso sartenes de cocina, y hasta cacerolas. Grupos de jóvenes se movían por la columna en una y otra dirección coreando slogans antinazis, y otros grupos, la gran mayoría, cantaban y bailaban al son de la música.

De inmediato me encontré formando parte de uno de los grupos, sin poder evitar mover mis pies rítmicamente. Predominaban los jóvenes, aunque podía verse gente de todas las edades; y la sonrisa de algunas muchachas me alentó a desinhibirme, lentamente, por completo, y dejé que mis pies se movieran solos, guiados por la música, mientras la mente descansaba y los sentidos recibían nítidamente todas las impresiones, aguzadas por la excitación que me producía la música y la gente en movimiento.

Reinaba la alegría, pero una alegría seria y disciplinada. Cada uno parecía saber exactamente lo que debía hacer, cómo mover los pies y qué lugar ocupar en la columna, aunque no había nadie que tratara de organizar las cosas, salvo, quizá, la música misma. La columna dobló a la derecha, luego a la izquierda, y en seguida nos encontramos junto al Sena.

Yo cambié de lugar, y me aproximé a un grupo de músicos. Cerré los ojos y me dediqué a recibir en el cuerpo las vibraciones de un enorme bombo, que me pegaban especialmente cerca de la boca del estómago y el vientre. Me provocaba un extraño placer, doloroso.

Luego volví a abrir los ojos y miré a mi alrededor: la masa humana había crecido aún más, y era para mí imposible calcular, ni remotamente, el número de sus integrantes. Pensé que los alemanes no entrarían en París con la misma facilidad con que la televisión los mostraba avanzando por las campiñas. Luego, sin embargo, mucho más tarde, advertí que el interés de la gente era más musical que político; los grupos que coreaban consignas fueron quedando prácticamente solos, y el resto se fue dispersando a medida que el cansancio los invadía.

Pero, mientras tanto, había un entusiasmo creciente, y la manifestación se estacionó un tiempo frente al Louvre. Las ametralladoras habían desaparecido de la entrada, quizás al divisar la manifestación. Los distintos grupos de músicos y de bailarines, así como los de las consignas, se movían e intercambiaban lugares. Aquello logró un punto óptimo de movimiento, casi vertiginoso, y aturdido por la música, el movimiento y mi propio cansancio, aunque todavía no había hecho conciencia de él, no pude darme cuenta si eran reales algunas caras conocidas que vi, o que me pareció ver, desfilando fugazmente ante mí, y que en seguida se perdían en la muchedumbre: el viejo Abal, Marcel, Angeline.

También vi otros rostros vagamente familiares, aunque sin poder precisar quiénes eran esas personas, si las había conocido o no. El viejo Abal no me sorprendió demasiado, fuese Juan o su hermano Pedro; al ver a Marcel el corazón me dio un vuelco, porque me resultó una presencia incompatible con esa manifestación, y porque me hizo recordar cómo había raptado a Angeline y el destino que a ella le esperaba; y mi sorpresa fue mayúscula cuando vi a la propia Angeline, tomada del brazo de unos hombres, formando parte de una larga farándula que recorría ondulante la concentración, y traté de seguirla para convencerme de que era ella realmente, pero fue imposible; de inmediato la perdí de vista, y me quedé con la duda, atrapado por un grupo circular que me rodeó, bailando.

Así pasó mucho tiempo; tal vez varias horas, porque el sol había descendido en forma apreciable, y no faltaba mucho, ya, para el anochecer; luego la manifestación se puso otra vez en marcha, siguiendo la avenida junto al Sena.

Cuando noté que íbamos quedando relativamente muy pocos, mi sensación de seguridad se fue desvaneciendo, y me fue penetrando la angustia, infiltrándose de nuevo en mi ánimo que, durante esas horas, había sido muy bueno. Pensé que podría haber seguido mucho tiempo en movimiento, tal vez todo el resto del día y de la noche, si la otra gente hubiese permanecido. Pero apenas me entró el desánimo me sentí muy cansado, y me desvié hacia el río. La manifestación, reducida ahora a unos cientos de personas, especialmente los fanáticos que coreaban las consignas y los músicos, infatigables, se perdió de vista. Yo quedé recostado al murallón del río, observando cómo el sol desaparecía también, con lentitud, detrás de los edificios más altos.

Allí traté de controlar la angustia. Sentía el cuerpo muy cansado y no me era fácil seguir una línea coherente de pensamiento; dejé, más bien, que éstos afluyeran naturalmente, y yo los observaba y, de vez en cuando, me permitía comentármelos a mí mismo. Así, fui descubriendo los orígenes de mi angustia actual, en los hechos anteriores a la manifestación: la captura de Angeline y la pérdida del libro que me habían confiado.

Aunque fuese realmente Angeline la mujer que había visto en la farándula, ello no me eximía de la culpa de no haber podido evitar que se la llevaran; y por más que estaba pendiente mi decisión de partir esa misma noche, me sentí frustrado por no tenerla más junto a mí; surgió el pensamiento de la debilidad de mi resolución de partir, y hallé un encadenamiento de frustraciones y debilidades que me fue hundiendo cada vez más. Luego, el asunto del libro que el supuesto Pedro Abal me había confiado, y que yo había perdido nada menos que a manos de la policía, colmaba toda medida, me transformaba en un ser completamente inútil.

Una botella de publicidad de agua mineral, de un par de metros de altura, que había estado mirando sin ver, integrada al paisaje de la rambla del Sena junto con un kiosko de revistas y unos árboles retorcidos, se puso repentinamente en movimiento; aparecieron dos piernas por debajo, alzándole unos centímetros, y el conjunto avanzó bamboleándose en mi dirección. Recordé las palabras de Abal: "Adentro de cada una de esas botellas, siempre hay un hombre". Paró a medio metro de mí y la botella descendió otra vez hasta ocultar las piernas que, supuse, ahora se habían doblado. A pesar de la oscuridad, que minuto a minuto se hacía más densa, ya que el sol había desaparecido definitivamente y sólo quedaba su claridad reflejada por el cielo, logré ver unos ojos a través de la ranura allí donde nacía el cuello de la botella. Estos ojos me resultaron familiares.

– Entrégueme el libro -me susurró una voz. En principio pensé que se trataba del propio Abal, pero en realidad no eran esos los ojos que recordaba. Me inquietó no reconocer al individuo, ni siquiera por la voz.

– No lo tengo -respondí.

– ¿Qué ha hecho con él?

– Me lo quitaron. En un bar.

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