Mario Levrero
París
a la ciudad de París, con las disculpas pertinentes
PARÍS
La gran estación está casi vacía. Me bajo del tren, desorientado, la valija en la mano derecha, el impermeable doblado sobre el brazo izquierdo contraído; resuelvo sentarme en un banco. Cierro los ojos y me invaden un cansancio extremo, una desilusión extrema y algo muy parecido a la desesperación. Un viaje de trescientos siglos en ferrocarril para llegar a París -un viaje durante el cual fui perdiendo casi todo, aun el impulso inicial que me llevara a emprenderlo; un viaje que al ir llegando a término me había devuelto fragmentos de ese impulso, abriendo camino a una esperanza remendada que ahora no tiene recompensa-, y encontrarme en esa misma estación desde donde había partido, trescientos siglos antes, y encontrarla exactamente igual a sí misma como demostración de la inutilidad del viaje; y encontrarme allí, en ese mismo banco -ahora lo recuerdo, es este banco- sin que nada haya cambiado en mi interior, salvo la cuota de cansancio, la cuota de olvido, y la opaca idea de una desesperación que se va abriendo paso. El viaje había sido insensato. Ahora lo sabía.
– Sin embargo -dijo una voz que me sobresaltó; abro los ojos y me encuentro ante un individuo alto, rígido, sombrío, cuyas facciones quedan disimuladas en la proyección de las alas de su enorme sombrero de cowboy-, sin embargo no me parece insensato emprender un viaje para darse cuenta de su inutilidad. Si usted cambia esa naciente desesperación por una calmada desesperanza, habrá obtenido algo que muchos humanos anhelan.
Dio media vuelta y se alejó por el andén. Pensé que era un simple maquinista y que sus palabras habían sido, si no convincentes, al menos dignas de atención. Pero no tengo ganas de pensar, en absoluto. Vuelvo a cerrar los ojos, aunque temo ser sobresaltado otra vez, o que me roben la valija y el impermeable que están a mi lado sobre el banco. Abro los ojos.
– Ahora -me digo burlonamente-, a conquistar París.
(Los trescientos siglos del viaje me habían llenado la ropa de polvo, y mis cabellos griseaban por la suciedad recogida -no sólo por la edad- y una barba de cuatro días me daba aspecto sospechoso; necesitaba un lugar, un lugar donde yacer y donde limpiarme.)
Me levanto con dificultad; la valija me resulta mucho más pesada y siento la inquietud de que alguien me la haya cambiado por otra. Busco la salida, arrastrando un poco los pies, y trato de orientarme. Me distraigo, en cambio, prestando atención a las baldosas; en los folletos de las agencias de turismo, y en casi todos los libros que se han escrito sobre París, figuran estas baldosas como una curiosidad especial, como una de las principales atracciones turísticas. Esta fama se debe, según los textos, a que en cada una de ellas se reproduce la imagen de la propia estación, no sólo en el aspecto externo sino también en todos los detalles interiores -incluyendo las mismas baldosas- mediante una técnica similar, más desarrollada y con nuevos recursos, a la de los pintores cubistas. Yo imaginaba, al leer los textos (que jamás reproducen la imagen de estas baldosas), que cada una tendría un dibujo muy complejo, en el cual apenas se distinguirían algunas líneas; y más complejo aún el conjunto de las baldosas, que unidas perfectamente unas con otras -según se dice- también representa la totalidad de la estación y cada una de sus partes; pero estos dibujos son simples y yo veo en ellos más bien flores, tanto en el detalle de cada baldosa como en el conjunto, hasta donde me es dado abarcar con la vista. Es cierto que no son flores simples; pero para mí son flores, y no otra cosa; quizá, con mucho, puedan ser cristales de nieve vistos al microscopio.
No quise creer que los textos mintieran, y mientras me acercaba al primero de los taxímetros estacionados junto a la placita frente a la estación, pensaba en una estación de ferrocarril vista al microscopio, y en que quizás una estación de ferrocarril vista desde muy lejos pudiera parecerse a cristales de nieve, o a una flor exótica.
Me introduzco en el taxi, sintiendo el peso del gris que me rodea. El conductor parece dormido sobre el volante. También él tiene el traje lleno de polvo. Luego advertí telas de araña.
La tarde era tan gris como la estación, como la ciudad, como yo mismo. Me siento gris por dentro y por fuera y deseo vehementemente un cambio; pero desde hace tiempo me obsesiona la idea de estar demasiado ligado al mundo exterior; de que, en realidad, todo mi ser forma parte del mundo exterior; no puedo precisar los límites: hasta aquí el mundo exterior, aquí empiezo yo; de que no puedo cambiar mientras todo permanece inmutable alrededor, o cambia lentamente y en una dirección desgraciada. Dudo de mi propia existencia.
– ¿Usted cree que pueda hablarse de un mundo interior? -le pregunto al chofer-. A veces pienso si no somos otra cosa que cortes de situaciones exteriores…
El hombre no me escuchaba. Noté entonces las telarañas. Lo sacudí, con un poco de asco. Estaba muerto, momificado.
Me tiro hacia atrás en el asiento y deseo poder dormitar. Hace años que no duermo, tal vez por falta de necesidad, y no es que en este momento necesite hacerlo, pero tengo ganas. Me paso las manos por la barba. Tiene un tacto agradable, ofrece cierta resistencia. Pienso en cada uno de los pelos vistos al microscopio, enormes árboles plantados cuidadosamente en mi mejilla, creciendo a impulsos desordenados. Pienso en la yema de mis dedos, en las papilas táctiles, en mi forma de causarles dolor, de herirlas con mi barba; pienso que tal vez ese placer que me provoca el tacto de la barba en la punta de los dedos puede significar un dolor considerable para cada uno de los puntitos sensibles de las yemas. Si estas papilas fueran individuos con una conciencia de sí independiente, y quizá lo sean, qué angustia deberán sentir ante esta agresión injustificada, injusta… pensé en muchas otras cosas, sin poder dormir, hasta que por fin llegó el relevo, quitó el cadáver y lo arrojó sobre las losas de la plaza.
Se ubica detrás del volante. Es un hombre joven, de ojos imperturbables, lampiño e indiferente.
Puso el motor en marcha y bajó la banderilla, haciendo desaparecer la palabra LIBRE. Un tictac creciente me comunica un sentimiento de urgencia.
– ¿Adonde? -pregunta, sin darse vuelta, sin haberme saludado.
– No tengo dinero -respondo; hace una inclinación de cabeza casi imperceptible y arranca. La ciudad parece dormir. Realmente no ha cambiado nada desde mi partida; puedo reconocer -¿o es una trampa de mi mente?- cada uno de los viejos edificios y lugares; la memoria se me presenta como un fenómeno curioso, que me hace recordar las cosas apenas las veo o tal vez un instante antes de verlas, aunque hacia el final del viaje de siglos en ferrocarril no había podido reconstruir en esa misma memoria ninguna imagen de París; por eso sospecho de mi mente y me pregunto si alguna vez he estado aquí. Sin embargo, de pronto siento una rara excitación.
– ¡Pare! -le digo al chofer. Había reconocido un lugar especial, y aparecieron todos los recuerdos juntos-. ¡Pare! Un minuto, por favor, solamente un minuto. Allí -señalo un pequeño comercio-, allí trabajé yo en un tiempo.
Me bajo, dejando la portezuela abierta, y corro hacia la vereda de enfrente. Entro al comercio: en su interior no ha variado el más mínimo detalle; incluso él está allí, ese individuo cuyo nombre no puedo recordar. Me sonríe con cansancio, y el bigotito acompaña a los labios que se curvan hacia abajo.
– ¡Marcel! -recordé súbitamente su nombre-. ¿Cómo va todo?
Es un hombre pequeño, con guardapolvo castaño claro. Los párpados caen sobre la mitad de los ojos, dándole un aspecto soñador, o estúpido, aunque se trata en realidad de un vividor inteligente.