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– Bien -responde, con seguridad aplomada-. Va bien.

Miro con simpatía las polvorientas fotos murales que decoran las paredes. Muchas de ellas son trabajo mío. El almanaque, el mismo almanaque, indica la misma fecha.

– ¿Es posible? -pregunto-. ¿La misma fecha?

Marcel sonríe.

– No -dice, moviendo la cabeza. El almanaque cuelga entre dos fotografías apenas visibles ya por el polvo.

– No ha cambiado nada, tú no has cambiado nada, el local no ha cambiado nada -digo con admiración.

– ¿Tú crees? -pregunta. Y luego-: ¿Te quedas?

– Hoy no -respondo-. Hay un taxi esperando, y no tengo dinero. A propósito…

Niega con la cabeza. Luego:

– No -me dice-. Hoy no hay nada. Pero la semana que viene -y sonríe de nuevo-, la semana que viene, pues bien, hay trabajo. ¿No tienes tiempo de echar un vistazo? Las cosas han cambiado, realmente. ¿Recuerdas, aquel proyecto?

Yo no recuerdo. Él me habla, mientras aparta una fotografía mural que está sobre la pared, detrás del mostrador, y deja a la vista un pequeño rectángulo. El proyecto se trataba -y creo recordarlo a medida que Marcel me habla de él- de un número especial de una revista, preparado con unos veinte años de anticipación, necesarios, desde luego, por las características tan particulares del número; y ahora, dice, estamos alcanzando la etapa final.

– No tengo más tiempo -digo; el chofer había hecho sonar la bocina.

– Un segundo.

Me hace pasar por detrás del mostrador y mirar por el rectángulo. Tenía razón: las cosas habían variado durante mi ausencia. Antes, el local terminaba en esa pared; ahora se prolonga, según veo, en una enorme caverna. Hay en ella cantidad de aparatos técnicos, algunos water-closets, varias mujeres desnudas -al parecer encadenadas a las paredes de piedra-, y tres o cuatro hombres de guardapolvo blanco que trabajan en algo.

– Estamos llegando al final de la etapa previa -repite Marcel, mientras me aparto y le tiendo la mano para despedirme; estoy de veras apurado; el taximetrista ha hecho sonar la bocina una vez más-. Todo eso de los sobres obsequio, sabes, materias, orina, etcétera. Hay un Médico, un Especialista, un Escribano y un Notario Público controlando todo.

Yo asentí, y retiré la mano que Marcel se niega a estrechar; busca retenerme para seguir hablando del proyecto; pero decido no prestarle más atención.

– Hasta luego.

– ¿Vendrás, la semana próxima? -me grita, cuando ya alcanzo la vereda.

– Sí -respondo, y corro hasta el taxi que apenas me da tiempo a subir. Arranca a gran velocidad, y la portezuela, que había quedado abierta, se golpea varias veces antes de que pueda agarrar la manija y cerrarla.

Por el retrovisor compruebo que el chofer tiene cara de enojo, el ceño fruncido. Le pido disculpas.

– Sabe -digo-, yo trabajaba allí, con Marcel, haciendo fotos. Uno de los mejores empleos que he tenido.

Y siento la necesidad de explicarle el proyecto, especialmente porque ahora lo voy recordando con nitidez, en todos sus detalles, desde sus orígenes, y a pesar de saber, de tener la certeza de que no debía hablar del asunto; siento que es una traición a Marcel, y quizás a mí mismo; pero tengo la necesidad imperiosa de hacerlo, y se lo explico entusiasmado:

– Un viejo proyecto, un número especial de la revista París-Hollywood. Sobre la necrofilia, y etcétera -digo, echándome un poco sobre el borde del asiento delantero para que no pierda ninguna de mis palabras y al mismo tiempo pueda apreciar, con el rabillo del ojo, algunos de mis ademanes-. Modelos que comenzaban a decaer firmaron contrato para documentar las etapas de su envejecimiento y fotografiar su muerte violenta veinte años después; será un número sensacional, esperado ansiosamente por un millón de onanistas, coprófagos y tipos así, de esa clase, en todo el mundo. Tendrá mil páginas, dos mil quinientas fotografías, y sobrecitos de obsequio, especiales…

Me detengo cortado, porque el taximetrista hace como que no escucha, y va frunciendo el ceño en forma cada vez más pronunciada. Me echo hacia atrás en el asiento, suspirando.

– Será un gran número -digo, sin convicción, y me atacó la náusea al pensar en la inmundicia de todo lo que había estado diciendo, y vomité bilis sobre el asiento delantero. El chofer permaneció imperturbable.

Apreté con fuerza la valija sobre mis rodillas y entrecerré los ojos, tratando de relajar los músculos. Casi sin darme cuenta seguí hablando, no especialmente con el chofer, ni en voz muy alta; hablé de la memoria, de mis cavilaciones en torno a la identidad y la memoria, de mi incertidumbre acerca de los límites del mundo exterior.

– ¡Oh, cállese! -gritó al fin el chofer, como herido súbitamente; frenó el taxi y luego comenzó a trazar un semicírculo-. Ahora debo volver, maldito sea -completó el semicírculo y emprendió el regreso a velocidad creciente. Estaba pálido y cada vez más rígido al volante. Observé por la ventanilla que no estábamos exactamente en la ciudad, sino en algún punto de las afueras; pero pronto aparecieron de nuevo los suburbios.

Con los labios apretados que apenas podía despegar, el hombre murmuraba, como un cántico, que debía volver que, ahora, debía volver. Al llegar a la plaza tuvo una convulsión, pero logró frenar por completo el coche antes de caer sobre el volante.

– ¡Oh, no! -dije-. ¡Otra vez, no!

El mismo paisaje, la misma inmovilidad dentro del coche. El hombre estaba muerto. Me reprocho una vez más la insensatez del viaje y me aferro a la valija sobre mis rodillas.

Opté por quedarme en el asiento, a la espera de otro relevo. Pero el cadáver del primer taximetrista continuaba tirado sobre las losas de la plaza, y pensé que ahora, en París, el tiempo tenía una nueva forma de transcurrir mucho más lenta.

Y existían mecanismos que ignoraba: en esta oportunidad no habría relevo. A los pocos minutos llegó un camión remolque, y de él bajaron dos operarios y rápidamente pasaron la cadena del guinche por el eje de las ruedas delanteras y levantaron el taxímetro. Eran hombres pequeños, de overall amarillo, y no parecieron reparar en mi presencia: Subieron al camioncito y lo pusieron en marcha. Volví a abrazar la valija y me dejé conducir, a ritmo lento, por las calles de París.

Ahora mis recuerdos eran distintos. Más completos; tal vez sobrecargados de fantasía, aunque no tenía modo de comprobarlo. De todos modos me pareció que mis nuevos recuerdos eran demasiado precisos, demasiado fieles, y en demasiada cantidad; sabía así todo con respecto a cada una de las construcciones, y de las personas que las habitaban actualmente, y de las que las habían habitado, incluyendo nombres y ocupaciones. Traté de serenarme; no podía absorber tal cantidad de información que me llegaba a torrentes y que, además, me resultaba por completo inútil. Al mismo tiempo, al detener los recuerdos (o la fantasía), afluían entonces los pensamientos, que también comenzaron a resultarme ajenos y fatigantes (quizá justamente por lo que tenían de familiares y reiterativos).

No habían quitado el cadáver del chofer; ahora se sacudía brevemente con las irregularidades de la calle que hacían saltar el coche. Volví a mirar por la ventanilla y esta vez, por fortuna, me hallé en una zona desconocida, o por lo menos mi memoria estaba cerrada para los posibles recuerdos de ella. Como en todas partes, se veía poco movimiento de gente y también aquí todo era gris.

El remolque paró en una calle que me pareció igual a todas, y el taxímetro fue a chocar blandamente contra el paragolpes trasero, acolchado de goma. Los dos hombres bajaron y uno de ellos abrió la portezuela del taxi. Bajé, con la valija siempre en la mano derecha y el impermeable doblado sobre el antebrazo izquierdo. El hombrecillo cerró la portezuela y me hizo una señal con la mano hacia el cartel que pendía, saliente, sobre un viejo portal muy estrecho; el cartel decía ASILO PARA MENESTEROSOS. El otro hombre de overall volvió a subir al remolque.

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