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Entré, seguido del hombre de amarillo, quien ahora tenía la gorrita (también amarilla) respetuosamente en las manos, y me hallé en un zaguán; a la izquierda se abría una puerta bloqueada por un mostrador, tras el cual dormitaba un portero, o un cura; tenía sotana, como los curas, y una gorra de portero. Quizá fuera ambas cosas, pensé.

TOQUE EL TIMBRE -se leía en un cartelito sobre el mostrador, y apreté el botón de plástico negro a una nueva seña del hombre; el timbre sonó estridente en exceso, apenas lo toqué, y el cura o portero despertó sobresaltado.

– Qué… qué pasa… -murmuró, tratando de abrir los ojos y comprender.

– Uno que no tiene plata -dijo el hombre de amarillo jugando con su gorrita, haciéndola girar entre los dedos.

– Ah. Ah -respondió el otro, mirándome, aún sin darse cuenta de la situación-. ¿Quiere una pieza?

– Antes -dijo el de amarillo- tiene que pagarme el viaje; ida y vuelta a Chennevieres-sur-Marne, desde la estación de ferrocarril, y remolque desde la estación hasta aquí: son treinta y cinco dólares.

Entró una mujer. La miré de reojo, y me pareció que tenía aspecto de prostituta. Retrocedí un poco para observarla bien cuando pasara junto al mostrador; lo hizo sin mirarnos a ninguno de los tres. Llevaba pollera negra y brillante, muy corta; los labios exageradamente pintados, medias de malla, una boina roja, torcida, sobre el pelo teñido de rubio que caía sobre los hombros desnudos; el vestido era muy escotado, y le apretaba los pechos, que asomaban en forma evidente. Comenzó a subir una escalera, que había al fondo del zaguán estrecho y largo, con un andar lento y contoneante.

– Bien, bien -dijo el cura, o portero, y sopló sobre el mostrador levantando una nube de polvo. Sacudió unos libros, también llenos de polvo y al parecer muy antiguos. Abrió uno de ellos y buscó una hoja en blanco-. ¿Su nombre? -preguntó, y pensé que se refería a mí, pero luego comprobé que se dirigía al hombre de amarillo.

– Clouzot. Alberto Clouzot -respondió, luego de cierto titubeo.

– ¿Ocupación?

– Chofer de remolque.

– Bien, bien -repitió el cura, o portero, mientras anotaba los datos en el viejo libro.

Se veía aún parte de las piernas y los tacos de la supuesta prostituta; luego desaparecieron en un recodo de la escalera.

El portero (o cura) se retiró del mostrador y también desapareció de nuestra vista. Observé la piecita, pintada de verde, con un escritorio en el centro sobre el que colgaba una pantalla; en la pared frente a mí había un almanaque (no alcancé a leer la fecha) y un par de cuadros cubiertos de polvo. Todo está cubierto de polvo -descubro-, tan cubierto de polvo como yo mismo. Me pregunto si las cosas y las gentes, durante los trescientos siglos de mi viaje en ferrocarril, se han detenido en el tiempo y sólo el polvo se habrá movido en la ciudad, acumulándose sobre las cosas y las gentes. Pero también el tiempo parecía haber cambiado, aunque no pudiera darme cuenta en qué medida, en qué dimensión.

El hombre regresó, desde la izquierda de la piecita -un lugar al que mi vista no tenía acceso-, con los dólares y un recibo que el chofer debía firmar; así lo hizo y luego tomó los dólares y se retiró, saludando con dos dedos junto a la sien derecha antes de ponerse la gorra y salir.

– Bien, bien -dijo, una vez más, el cura (que parecía estar más despierto); se había quitado el gorro de portero y ahora se veía a las claras que se trataba de un cura-. ¿Y tú quién eres, hijo mío? -preguntó.

Observé que era un hombre de mucha edad, más bien gordo -aunque el aspecto obeso estaba dado por una triple papada, que resultaba chocante bajo ese rostro enjuto y un cuerpo no muy grande-, los ojos azules llenos de cansancio y de bondad; y la voz era también cansada y buena, pero el hijo mío me sonó un tanto irónico.

– Esa es una de las cosas que estoy tratando de averiguar -respondí-. Actualmente ni siquiera sé si realmente soy.

– Es una buena respuesta -dijo, esto sin ironía, y anotó algo que no pude leer en otro de los libros polvorientos-. La valija -dijo de inmediato, extendiendo una mano.

– No, la valija no -respondí-. La valija viene conmigo.

El cura se encogió de hombros.

– Ya te la quitaremos -murmuró. Abrió un cajón y extrajo una llave, atada con un alambrecito a un trozo de madera que tenía el número 24 dibujado con algo que había quemado la madera-. ¿Con o sin? -preguntó, mientras me alcanzaba la llave, con cierta ansiedad en la mirada que, de pronto, perdió el aspecto de bondad y se me antojó perversa.

– Con -respondí, pensando en el baño privado; pero se trataba de otra cosa. El cura sacó un librillo del cajón y me lo alcanzó.

– No es un catálogo estrictamente actualizado -dijo- pero -y rió con picardía- si no las formas, al menos los estilos se mantienen.

Tomé el librillo y lo hojeé rápidamente; era un catálogo de mujeres desnudas. Me sentí inquieto. Debí, quizás, explicar la confusión que había sufrido, pero me dio vergüenza; y el cura parecía satisfecho, había recuperado la mirada bondadosa en el preciso instante de mi respuesta. Tratando de que no advirtiera mi turbación elegí, o simulé elegir, la foto de una de las mujeres -aunque dejándome guiar por el azar o por alguna primera impresión fugaz. Le extendí el catálogo, abierto.

– Bien, bien -dijo, satisfecho-. Se llama Angeline; ahora es tuya. Vendrá esta noche, o mañana, apenas pueda localizarla.

Pregunté la ubicación de mi pieza.

– Arriba -dijo-, segundo piso por la escalera -pero tenía deseos de seguir hablando-. Ahora es un poco más difícil localizarlas, han pasado tantos años. Antes, todo era más sencillo. París se ha vuelto en exceso burocrático -agregó- y, mientras uno duerme, las cosas siguen su curso, y uno se vuelve viejo.

– Sí, sí -dije, pensando en mi viaje y en los años sin dormir-. Sí.

Mi asentimiento le hizo cobrar nuevas fuerzas; de inmediato me arrepentí de haberle respondido. Sin embargo, después de una enorme cantidad de palabras que traté de no escuchar y que carecían de interés, agregó algo de importancia.

– Recuerda: la puerta del zaguán no se cierra, pero mira hacia la vereda de enfrente; de aquí no sale nadie.

Sentí un estremecimiento. Miré hacia enfrente y vi, recostados a una pared gris rojiza, un par de carabineros que miraban hacia este lugar y empuñaban antiguos mosquetes, con el dedo en el gatillo.

Asentí en silencio, y comencé a subir la escalera.

– Y ya te sacaremos la valija, no te preocupes -le oí decir a manera de despedida.

Cada uno de los escalones de mármol, cubiertos todos de polvo, tiene dibujada la forma de los zapatos de taco alto de la prostituta que ha subido hace un momento; como si durante mucho tiempo ninguna otra persona hubiese utilizado esta escalera. Traté de que mis zapatos coincidieran, en lo posible, con las huellas de la mujer, sin saber bien por qué; quizá hay en el polvo acumulado algo que me impresiona, que me inclina al respeto.

Sigo hasta el segundo piso; la escalera desemboca en un pasillo, con puertas a ambos lados; cada una tiene un número, pero ninguno de ellos es el 24; en realidad, van del 25 al 48, impares a la derecha, pares a la izquierda. Bajo entonces hasta el primer piso, que es una réplica del segundo en cuanto a extensión y forma del pasillo, y próxima a la escalera está la pieza 24.

Está cerrada sin llave; entro. Es una pieza pequeña, que comunica con un pequeño cuarto de baño. Cerré por dentro con pasador, dejé la valija en el piso y el impermeable sobre una mesita, y sin desvestirme ni quitarme los zapatos me tiré sobre la estrecha cama turca, que crujió. El techo había sido blanco; ahora estaba lleno de manchas, quizá de humedad, que componían una decoración interesante; pero ya tendría tiempo de jugar con los elementos decorativos. Cerré los ojos y traté de descansar.

Sin embargo el descanso es algo que se me niega sistemáticamente. La mezcla de preocupaciones, nuevas y antiguas, personales y cósmicas, hizo afluir otra vez el torrente de pensamientos; cada uno de ellos tiene algo que decir, y quiere destacarse por encima de los otros, reclamándome, tratando cada uno de llevarme en una dirección distinta. Procuro escaparme, busco fijar la atención en una sola cosa; pienso en París, y de inmediato surgió la comparación entre el París actual, que yo estaba conociendo o reconociendo, y el que de alguna manera yacía latente en mi memoria. Quiero definir hasta qué punto esta memoria es verdadera, y aparece una inquietud mayor que las anteriores; comprendo que durante el viaje me dirigía a París con una actitud, si no turística, un tanto novelera; como si viajara a París para conocerlo; ahora me imagino a mí mismo, durante ese viaje sin memoria, haciendo conjeturas y fantaseando en torno a la ciudad, en torno a lo que esperaba ver y descubrir allí; luego, una vez en la estación, comencé a vivir las cosas de otra manera, a recordar.

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