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– ¿Por qué no salimos? -pregunto.

– ¿Por qué? -se vuelve nuevamente hacia mí-. ¿Por qué no sale usted, así me divierto viendo cómo le llenan el cuerpo de plomo? ¡Imbécil! ¿No sabe que eso es lo que están esperando, desde hace años y años?

– No lo creo -respondo-. Yo intentaría salir. Quizá se desconcierten y no atinen a disparar; quizá no tengan interés, realmente, en hacerlo. De todos modos -agrego-, si yo quisiera salir, encontraría la manera de hacerlo.

– Es posible -responde el viejo-. Y le voy a decir más: quizá salga esta misma noche. Usted tiene razón. No se puede pasar la vida en este agujero, como ratas, soportando las blasfemias… Usted no se imagina lo que es esto.

– No -respondo-; esperaba que usted me lo explicara.

– Esto… -dice, solemnemente, como adelantando un secreto o una explicación importante- esto es un monasterio. Todos nosotros somos monjes. ¡Monjes! Monjes depravados, desviados, confusos, locos; monjes que vivimos en el pecado y la blasfemia; monjes histéricos e impíos, monjes diabólicos e irreverentes; monjes a la fuerza, prisioneros de una organización siniestra… Los que dominan el mundo -cambia bruscamente el tono y adopta uno aparentemente más normal, más cotidiano- no son los que ustedes piensan; los que dominan el mundo…

La puerta se abrió de golpe y entraron varias personas; reconocí a la presunta prostituta que había pasado ante mí, junto al mostrador, unas horas antes; había otra mujer, y ambas se mantuvieron al margen, en un rincón de la pieza, cerca de la ventana, mientras los dos hombres se acercaban al viejo.

– ¿Qué haces aquí? ¡Vamos! -gritó uno de ellos, tratando de asirlo de un brazo; el viejo se esquivó y vino a refugiarse a mi lado, pasando luego por detrás de mí.

– ¡No los deje! -gritó-. ¡No los deje que me toquen! ¡Me quieren torturar!

– ¿Qué sucede, de una vez por todas? -pregunté, indignado por aquella invasión de mi pieza.

El que había tratado de agarrar al viejo se paró ante mí, erguido; tiene la cabeza totalmente rapada, redonda y con orejas salientes, y cara de perfecto oligofrénico. El otro hombre, callado, es exactamente igual a éste, no tanto como mellizo, sino como coterráneo (o, pienso, ese parecido que se adquiere con la convivencia, o el aspecto físico similar de las personas que realizan un mismo trabajo).

– Señor -dijo, con respeto-, este hombre es nuestro. Se nos acaba de escapar. No tiene ningún derecho a estar en su pieza; devuélvalo.

– No tengo ningún interés en quedarme con nadie -dije, con calma-. Pero tampoco me interesa que se cometan injusticias. ¿Por qué no lo dejan en paz?

– Es un monstruo -dijo el que había permanecido callado hasta el momento. Ambos tenían guardapolvos grises. El otro le dio un codazo, indicándole que debía guardar silencio.

– Es nuestro -se limitó a decir. Yo me encogí de hombros.

– No quiere irse -dije.

– Usted debe echarlo.

– Los echaré a ustedes. Él golpeó la puerta antes de entrar. Ustedes no. A él lo echaré luego, si me molesta; pero yo le dejé entrar, y a ustedes no. Váyanse.

Los hombres de guardapolvo se miraron, y sin decir palabra dieron media vuelta y salieron.

– Tú puedes quedarte -le dije a la supuesta prostituta, quien, junto con la otra mujer, que también se le parecía, intentaba salir.

– ¡No! -respondió, volviendo la cabeza hacia mí, pero con una sonrisa-. Quizá luego, o mañana -agregó, y ambas se fueron.

Cerré la puerta y pasé la traba.

– ¿Ve lo que le decía? -murmuró el viejo, sentándose en una silla-. No me dejan en paz. Quieren hacerme santo, o mártir, a la fuerza. Yo no quería ser monje. Yo no quería ser monje -comenzó a sollozar, y algunas lágrimas le rodaban por las mejillas.

– Está bien -dije-. Serénese. Quédese un rato allí.

Vuelvo a tenderme en la cama. Sigo sintiendo cansancio, y la escena anterior me dejó tenso y agitado. Tengo una enorme necesidad de reposo y no siento ninguna simpatía por el viejo, y estoy arrepentido de haberlo hecho pasar; ahora me costará librarme de él. Ya había comenzado a actuar en mí la compasión, estimulada por la prepotencia de aquellos hombres, y aunque no comprendo lo sucedido es evidente que no podía entregarles a ese viejo; pero tampoco puedo quedarme con él, en la pieza; no me dejaría en paz.

– Le voy a contar mi historia -dijo, como para ratificar este pensamiento, y cerré los ojos y busqué alguna forma de evadirme; pero en seguida me di cuenta de que la historia me interesaba, y le presté atención; y también, descubrí, la compañía de ese hombre (quizá, cualquier clase de compañía) tenía un efecto tranquilizante sobre mi sistema nervioso-. Mi nombre es Juan Abal -agregó-. Sí señor. Juan Abal. Sesenta y cuatro años. ¿Sabe una cosa? Mi problema es éste. Aquí. La cabeza. Pienso, pienso mucho. Y eso no es bueno. Pensando, uno puede llegar a saber muchas cosas, sin necesidad de salir de una pieza. Y aún así, si uno se conformara con saber… Pero uno quiere transmitir, hablar con los demás… Edité un folleto. Mejor dicho, dos folletos. Nadie llegó a leerlos; fueron comprados por la Organización y destruidos. Sin saberlo, en el primero la atacaba indirectamente o, mejor dicho, hacía sospechar su existencia. Fue en el segundo (escrito con mayor espíritu científico, después de largas investigaciones) donde hablé de ellos directamente; y ahí comenzó la persecución.

«Es todo muy sencillo. Piense en el poder, por ejemplo. O en el dinero. O en la libertad. Todas cosas abstractas. ¿Pero quién tiene poder? Un gobernante, me dirá usted. Un político, un rey, un dictador. Pues no, no es así.

«Un gobernante es un instrumento del poder, como podemos serlo usted o yo; casi podríamos decir, una víctima. Lo mismo sucede con el dinero. ¿Y entonces? ¿De dónde surge el poder? Le hablo del poder porque es el caso más claro, más visible, también podría hablarle de la libertad, o de la salud, o del amor (¡ah, pensando en el amor podemos extraer conclusiones deliciosas, verdaderamente inverosímiles! ¿Alguna vez se le ocurrió pensar que cuando se acoplan un hombre y una mujer, en realidad es la Naturaleza que se está masturbando?) Pero yo centré mi pensamiento en el poder, quizá porque era muy visible, y a mí no me interesaba en absoluto tener acceso a él. El dinero, tal vez; el amor, la libertad… pero el poder no, nunca, en absoluto.

«Así fui llegando lentamente a sospechar la existencia de ellos… los dueños verdaderos de las cosas, los dueños o la fuente, no lo sé… es muy poco, en suma, lo que sé; y nada más voy a decirle; podría decirle, por ejemplo, que son tres… Pero me callo, basta, no más; esta es una averiguación que sólo es útil (si puede ser útil algo que a uno le arruina la vida para siempre), pero quiero decir sólo es comprensible por quien sienta un profundo interés y realice personalmente la investigación; de otro modo (y qué caro me costó aprenderlo, y qué inútil todo), de otro modo no es creíble, usted pensaría que yo estoy loco o, a lo sumo, se desentendería en seguida del asunto por considerar que no tiene nada que ver con usted. Pero se equivoca; no sabe en qué medida… Perdón, no quería complicarlo en todo esto, simplemente quería contarle mi historia. Tuve que desaparecer.

«Fui astuto para esconderme, debo decirlo. No precisé salir de París, y estuve siempre a la vista de todo el mundo. ¿Sabe cómo lo hice? Jamás podría averiguarlo. Un escondite astuto, genial, realmente genial…

«Dejé mi vida cotidiana, con cierto pesar -pero, es verdad, también no sin cierto placer fue que comencé mi nueva vida-. ¿No capta? ¿No? Bueno, se lo voy a decir: ¿usted ha visto las enormes botellas de propaganda, de Seven-Up, y esas cosas, junto al Sena? Pues bien: ahí dentro estuve yo, años y años, andando junto al Sena, haciendo nuevos amigos, mirando por una rendija estrecha, a la altura de los ojos, mirando, escuchando, investigando… Los niños me querían mucho, debo decirlo. Y me sentía seguro allí dentro, sin que nadie pudiese verme… ¿Quién piensa, a pesar de las piernas que asoman, que adentro de la botella de cartón prensado hay un hombre, con nombre y apellido, con historia, y con un secreto terrible? Se ve la botella, un ingenioso medio de propaganda, y nada más. Sin embargo siempre hay un hombre adentro, no lo olvide.

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