La gorda mezcla las barajas con mucha paciencia y por fin me da el mazo, advirtiéndome que debo cortar tres veces. Así lo hago. Ella vuelve a juntar las cartas en un montón, y luego las va dando vuelta de a una.
– La Dama -dice, moviendo la cabeza-. Parece que el amor le sonríe. Cuidado con Angeline -advierte-. Es una buena chica; no me la vaya a pervertir -da vuelta otra carta-. El ahorcado -comenta, y me pregunto qué clase de barajas son ésas-. Mala suerte, muchacho. Tendrá disgustos con un hombre poderoso; cuídese de él. Veamos -da vuelta otra-. ¡El Bufón! La cosa cambia un poco, favorablemente; pero no confíe demasiado… ¡El Mono! Esto sí que está bueno: le van a robar la Dama, no se preocupe… Ya me parecía que no podía durar… ¡Hola! ¡El Enterrador! Pero no para usted, no se asuste; alguien que usted conoce va a morir pronto…
Angeline ha terminado de seleccionar sus ropas. Junto al ropero hay una puerta, y la traspuso y la cerró. La gorda dejó las barajas.
– Déme la mano izquierda -dice-. A ver qué muestran las líneas.
Le extiendo la mano abierta, y ella la aproxima mucho a sus ojos y comienza a recorrer las líneas con el índice, lo que me produce un cosquilleo desagradable.
– Larga, larga vida -comenta, y adquiere una voz monótona y continua-. Un accidente importante, pero no muere. Sentimental, apocado, de gran generosidad que trata de contener por inhibición. Muchas mujeres en su pasado; muchos hijos. Mucha lujuria, también; una lujuria irrefrenable…
Me aferró la muñeca y llevó mi mano sobre uno de sus enormes pechos. Sentí que la mano se me hundía en una masa gelatinosa, desagradable, y ella la apretaba más y la hacía mover en forma circular. Hice un esfuerzo para retirarla, mirando de reojo al hombre que seguía en la silla, leyendo el diario.
– Te espero luego -susurra la gorda-. A las seis de la tarde.
Llevó mi mano bajo las sábanas, corriendo un poco la bandeja a un costado, y a pesar de mi resistencia logró ubicarla entre sus piernas. Un contacto húmedo y caliente me estremeció y me dio fuerzas para pegar un tirón y liberarme.
– A las seis -vuelve a susurrar, y me mira con unos ojos fijos y terribles. Veo que tiene la frente cubierta de sudor y el pecho agitado en espasmos-. A las seis -repite. Yo me puse de pie bruscamente y me aproximé a la puerta-. Venga acá -dijo, en voz alta, y volví cerca de la cama por miedo de que armara un escándalo, aunque me mantuve a una distancia prudente-. Acuérdese de lo que le digo -había vuelto a bajar la voz-: no podrá gozar a Angeline hasta que no venga por aquí -y se dio unos golpecitos en el vientre-. Acuérdese.
Angeline salió de la otra pieza, completamente vestida y con una cartera colgando del hombro. Se había pintado discretamente, y calzaba zapatos de taco alto.
– ¿Vamos? -dijo. Yo asentí y abandonamos la pieza sin despedirnos-. Hay ascensor -dijo luego-. Al final del pasillo.
Efectivamente, había un ascensor. Apreté el botón y esperamos largo rato antes de que llegara y su puerta se abriera en forma automática. Apreté el botón de planta baja, la puerta se cerró, y el ascensor descendió vertiginosamente, produciéndome un violento mareo y una sensación de hueco en la boca del estómago. Respiré hondo mientras la puerta se abría sola, y salimos.
– ¿Quién es esa mujer gorda? -pregunté.
– Oh, creo que es mi madre -dijo Angeline, sin explicar más nada. Atravesamos un hall lujoso, lleno de sofás acolchados donde varias personas de edad avanzada y, al parecer, buena situación económica, leían periódicos o simplemente estaban sentados sin hacer nada. Detrás del mostrador de recepción -metálico, brillante- había un hombre de uniforme, con botones dorados, en quien reconocí a aquel que me había atendido de madrugada en el mostrador del Asilo, cuando fui a pedir un médico para Abal.
– ¿Esto pertenece al Asilo? -volví a preguntar.
– Es todo una misma cosa -respondió, y no supe interpretar bien la frase. Siento que las miradas se clavan en mí, sin duda por mis ropas arrugadas y sucias, mientras nos desplazamos por el hall; el hombre del mostrador, en cambio, no parece reparar en mí ni reconocerme. Por fin llegamos a la calle.
La entrada del hotel daba a un gran bulevar; nada tenía que ver con aquellas callejas que aparecían al salir de las puertas del Asilo o del teatro. Daba la sensación casi de que hubiéramos salido a otra ciudad, o por lo menos a un barrio muy distante, de más categoría.
Anduvimos lentamente, como paseando, y Angeline me tomó del brazo. Parecíamos una pareja muy formal.
– Mira -dijo-. Debe ser mediodía. Las tiendas están cerradas. ¿Qué te parece si vamos a almorzar a algún lado? Tengo hambre.
A mí me parecía que debía ser más temprano, pero las tiendas realmente estaban cerradas. Yo no tenía hambre, pero asentí. Angeline comenzó a hablar de sus planes: las cortinas de las ventanas serían verdes, y también compraría unos visillos de tul que permitieran pasar la luz; los cuadros serían sobrios, algo, afirmó, como lo que había visto una vez en el consultorio de un dentista. Yo no hice comentarios, aunque imaginaba que serían cosas de mal gusto: una marina, o un paisaje campestre sacado de alguna revista. Comencé a sentirme culpable de mis planes de irme esa noche; pensé que mi deber era advertírselo a Angeline, pero la verdad es que aún no confiaba en ella, y finalmente resolví continuar ocultando mis planes, al menos hasta que no viera una situación más definida. Quizá… '
Me sorprendí a mí mismo traicionándome una vez más: quizá, pensaba, logro una buena relación con Angeline y sería tonto, entonces, irme de allí.
Me maldije. ¿Cómo podía pensar en una buena relación con esa mujer? ¿Cómo podía pensar en quedarme allí, un solo día más? "No debo caer en la tentación -me dije-. No debo ceder. Me voy esta noche, de cualquier manera." Pero no logré engañarme; algo había cedido en mí, tal vez la secreta esperanza de encontrar placer en Angeline, de encontrar compañerismo en Angeline o, al menos, de encontrar en ella un punto de referencia; el anhelo de que esa mujer pudiera contribuir a ubicarme a mí mismo, que pudiera devolverme algo que había perdido, que pudiera hallar en ella lo que era incapaz de hallar en mí. Mantuve formalmente la idea de partir, porque racionalmente me negaba a desecharla; pero ahora, y lo sabía, la cuestión era más aleatoria; sabía que no podía asegurármelo a mí mismo, que dependería de una cantidad de factores externos.
Anduvimos varias cuadras, mientras Angeline seguía hablando y yo no le prestaba atención; de pronto frenó un coche junto al cordón de la vereda, escasos metros delante de nosotros, y sus puertas se abrieron violentamente y bajaron algunos hombres. Era un coche antiguo, alto, cuadrado, de cuatro puertas, y detrás tenía un gran baúl. Los hombres estaban vestidos con trajes grises, de saco corto y tenían sombreros ladeados y revólveres. Nos rodearon rápidamente, y uno de ellos se situó a espaldas de Angeline y la tomó de los brazos, que llevó hacia atrás. Angeline gritó.
– Haz algo -me gritó-. ¡No los dejes que me lleven! ¡No los dejes!
Intenté interponerme pero me apartaron sin dificultad.
– Quédese quieto -dijo uno de ellos, con la boca torcida-. No es con usted el asunto.
Entre dos le sujetaban con una cuerda los brazos a la espalda, mientras ella pateaba y gritaba. Yo no sabía qué hacer.
– ¿Qué es esto? -pregunté- ¿Por qué se la llevan? Es mi mujer…
– Esta mujer es nuestra -dijo el mismo que me había hablado. Extrajo un papel del bolsillo-. Aquí está el documento…
– ¿Qué le van a hacer? -pregunté, sin mirar el papel.
– Ella firmó un documento -dijo-. Ahora se ha cumplido el plazo. Es nuestra. Todo está en orden, no se preocupe.
– Pero ella… -intenté argumentar, caminando junto a ellos; ya la empujaban hacia el coche. Al acercarme vi al conductor.
– ¡Marcel! -exclamé-. ¡Marcel! Qué suerte… Fíjate, se llevan a mi mujer, Angeline, no puede ser…