Abal suspiró.
– Han logrado, por fin, llevárselo -dice-. Definitivamente. Esto es un golpe muy rudo para nosotros. Muy rudo.
– ¿Nosotros? -pregunto. Me mira atentamente.
– Es cierto que usted no sabe. No sabe nada. No quiere saber nada. Pero escuche -subió el tono y se me aproximó con aire que me parece amenazante-. Ahora va a tener que participar. Ahora va a entender. Usted es el responsable de que se hayan llevado a mi hermano. Ahora no les va a costar mucho llevarme a mí también, y a los otros. De usted no sospecharán. Tome -mete una mano entre las ropas y saca con cierta dificultad un librito-. Es el único ejemplar que queda. Está escrito por mi hermano. Allí está todo. Léalo. Salga de aquí y difúndalo. Esa es su misión.
Tomo el librito. Es un folleto muy pequeño, impreso probablemente a mimeógrafo, que se llama, nada menos, "TODA LA VERDAD "; y más abajo decía; "Por Juan Abal, catedrático de Filosofía de la Universidad de París". Luego venía el símbolo dibujado, algo con ruedas dentadas y serpientes entrelazadas.
– No se deje atrapar-, si se enteran de que usted tiene un ejemplar lo perseguirán implacablemente. Pero léalo. Léalo en profundidad. Se sentirá obligado a difundirlo. Hay que terminar con ellos. Con todos ellos. Léalo.
Abrió la puerta sorpresivamente, sacó la cabeza al corredor y miró en ambas direcciones. Luego, sin agregar más nada, salió y cerró la puerta con suavidad.
Estuve unos instantes contemplando el libro, sin animarme a abrirlo. Por un lado sentía gran curiosidad, y por otro tenía miedo de verme comprometido; de todos modos, pensé, ya por el hecho de tener el libro en mis manos, de haberlo aceptado, me veía de alguna manera comprometido; y lamenté haberlo hecho.
Del baño llega todavía el ruido de la ducha y la voz de Angeline, que de pronto se hace más aguda y entrecortada, sin duda porque se estará duchando con agua fría, y luego cesan los sonidos. Me siento en la silla y abro el libro, pensando que de cualquier manera esta noche habré de partir. No sé lo que haré con el libro, aunque lo más seguro es que no habré de llevarlo conmigo. Decido no sentirme culpable por haberlo aceptado, y desentenderme por completo de Juan (o Pedro) Abal (o de ambos, si existían los dos).
En la primera página había un prólogo del propio Juan Abal, que resumía en algunas líneas aquella historia que me había contado sobre sí mismo. Intentaba darle un tono trascendente, y prometía que en las páginas siguientes habría de ser revelada "toda la Verdad, para que nadie pueda llamarse nuevamente a engaño". En la página cinco comenzaba el texto, que repetía el título "TODA LA VERDAD " y más abajo, con letra un poco más pequeña: "Manual de Orientación Cósmica". Me sentí vivamente interesado, y comencé a temer que Angeline saliera del baño y me sorprendiera con el libro; aunque ella y Abal parecían muy compinches, no podía estar seguro de nada con respecto a toda esa gente, y temía verme envuelto, ya, en la persecución que, según el supuesto Pedro Abal, habría de sufrir a causa del libro. Leí algunas líneas del texto, que comenzaban, nuevamente, prometiendo descorrer los velos de todos los misterios, y haciendo un esfuerzo lo cerré y lo guardé en el bolsillo posterior del pantalón. Luego comencé a pasearme nerviosamente por la pieza, esperando a Angeline.
Me doy cuenta de que las cosas han retomado sus colores habituales, y lo interpreto como un mal síntoma, como un debilitamiento, pero en adelante me fue imposible readquirir la visión en blanco y negro. Pensé que el interés por el libro, la ansiedad por leerlo, o el temor de las consecuencias del compromiso adquirido, o todo ello junto, me habían devuelto la visión habitual.
Y pensé que todos los cambios que se operaban en mí eran el desenlace de emociones muy intensas; y al no poder mantener esas emociones, o el estado de ánimo que ellas provocaban, me resultaba también imposible que esos cambios fuesen permanentes.
– No puedo continuar por ningún camino en línea recta -pienso-. Siempre me desvío sin llegar a ninguna parte. Nunca he de llegar a ninguna parte.
Angeline salió del baño. Aparece fresca y atractiva, con un atractivo más sano ahora que ha perdido la pintura exagerada de labios y pechos. Al mismo tiempo tiene una expresión agradable, en la cual no advierto como hasta ahora, un rechazo hacia mí. Pienso que debo afirmarme en la idea de partir esta noche, lo que me ayudará a aceptar cualquier forma de relación con la mujer, sea favorable o no, satisfactoria o no. Trataré de adivinar qué cosa quiere y hacerle el juego, para no sentirme frustrado nuevamente. Debo aferrarme a la idea de partir esta noche, a cualquier precio.
– Voy a buscar mi ropa -dice. Era cierto que aún llevaba el camisón transparente y amplio-. Luego saldremos a comprar las cortinas y los cuadros.
Intento sugerirle que podemos, antes, acostarnos un rato.
– No -dice-. Me haría sentirme mal. Primero, debemos darle a la pieza carácter hogareño. Cuando estén las cortinas y los cuadritos será distinto. Créeme, quiero cambiar de vida, quiero quedarme contigo para siempre. ¿Vamos?
Hago una seña hacia la ventana.
– Los carabineros -digo-. No puedo salir.
– ¡Oh, los carabineros! -ríe-. Hay otras salidas. Ven, pasaremos primero por el hotel para buscar mi ropa.
No puedo menos que seguirla, extrañado de la poca importancia que le da a los carabineros. Y si hay otras salidas, imagino que también estarán controladas; aunque, recuerdo, frente a la puertita que da a la calle, pasando bajo la escalera y atravesando el lugar de la misa, no había carabineros.
Me toma de la mano y me conduce escaleras arriba, hasta el cuarto piso. Allí, hacia el final del corredor con puertas a ambos lados, semejante al que hay en mi piso, se abre otro corredor, muy estrecho y corto. Lo atravesamos y nos encontramos en una construcción parecida, aunque evidentemente más lujosa y moderna. Hay alfombras mullidas y las barandas y los pasamanos relucen, limpios y brillantes.
Subimos ahora por otra escalera, alfombrada, y un par de pisos más arriba encontramos un tercer corredor. Ella se detiene ante una puerta, numerada 52 en bronce reluciente, y golpea con suavidad.
Abren de inmediato. Me hace pasar. Este lugar es completamente distinto del Asilo. Una pieza enorme y lujosa, el piso alfombrado, las paredes empapeladas en verde claro, el gran ventanal con cortinas de encaje. Una radio, sobre una mesita, deja oír música ligera. Hay dos camas, una común, cerca de la ventana, y hacia el centro de la habitación otra muy grande, de más de dos pía/as, ocupada casi totalmente por una mujer muy gorda; también tiene puesto un camisón, y sobre su vientre hay una bandeja llena de naipes, como si estuviese haciendo un solitario. Quien nos ha abierto la puerta es un hombre delgado, alto, más que maduro, quien sin decir palabra fue a sentarse en una silla próxima a la ventana y tomó un diario que al parecer estaba leyendo, y clavó la vista en él. Parece muy cansado o muy viejo. Tiene bigotes caídos a los costados de la boca y una mirada acuosa, lo que le da un aspecto de infinita tristeza.
La gorda en cambio me mira en forma penetrante.
– Un amigo -me presenta Angeline.
– Este debe ser el que entregó a Abal -comenta la mujer, mirándome torvamente.
– El no tiene nada que ver -me defiende Angeline-. No sabe nada.
– Él lo entregó -insiste la gorda, y me hace con la mano un ademán para que me acerque y me siente en una silla junto a la cama-. Le voy a leer la fortuna -dice.
– Por favor -suplica Angeline-. No lo maltrates.
– Nadie habla de maltratarlo -replica la gorda-. Le voy a leer la fortuna.
Angeline abre el ropero y comienza a rebuscar en el interior. Me parece ver una hilera de sotanas colgadas de perchas, pero no puedo asegurar que lo sean; puede tratarse simplemente de vestidos negros de mujer.