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Anatole corrió un riesgo muy serio de quedarse sin el mensaje de Sonia. Sobre la izquierda, el Sena, con los puestos de los "buquinistas" y sus millares de libros polvorientos, revueltos incesantemente por hombres serios, de lentes gruesos; las sombrillas anaranjadas de los puestos de refrescos; los flaneurs con las manos en los bolsillos, vagando

insensiblemente, o acodados sobre el pequeño muro de la rambla; los árboles retorcidos, emergiendo de un círculo de baldosas rayadas, protegidos por un débil enrejado metálico; allá abajo las parejas de amantes, besándose ante la indiferencia general, y los pescadores que parecen dormidos.

Pasé rápidamente la vista por los volúmenes polvorientos, sintiéndome cada vez más excitado por la mezcla de autores y de títulos y por el olor de los libros. Sobre la derecha, pequeñas salas exhibían aún películas mudas, y el moderno cinematógrafo anunciaba un estreno; apreté los dientes, pasando de una a otra tentación; los estrechos y oscuros portales que cobijaban prostitutas de boina y pollera con un tajo que mostraba casi hasta la cadera la pierna enfundada en una media color carne, y la liga; y el bar con mesas afuera, donde joviales ancianos discutían mientras tomaban licor de menta, o leían, casi pegados al diario, pequeños artículos en letra menuda; y el entrar y salir de las casas de citas, de parejas que bajaban o subían de taxímetros amarillos y negros; y un poco más tarde, las luces de neón, creando un mundo fantástico de color y movimiento, anunciando productos extravagantes y a veces cosas para mí incomprensibles.

Un reloj, sobre una columna, en una esquina, marcaba las siete y treinta. Se me había hecho tarde, muy tarde. Con un gran esfuerzo resolví arrancarme de allí y subir a un taxímetro.

– Rue Figoli, al 8000 -digo, sentándome junto al conductor y echándome hacia atrás en el asiento. Cierro los ojos, para no seguir viendo aquello que me rodea, que excede, ya, mi capacidad de captación; tengo el pulso demasiado acelerado. Dejé que todo lo visto y lo imaginado, todas las asociaciones previas de películas vistas y novelas leídas, y las asociaciones posteriores, actuales, que se mezclan de modo infernal y delicioso, se fueran asentando lentamente en mi espíritu, mientras el taxi corre a gran velocidad entre un tránsito profuso y lento, sorteando con habilidad los otros automóviles, frenando a veces demasiado bruscamente ante algún semáforo o alguna situación peligrosa; me cuesta mantener los ojos cerrados, pero es imperioso darme un descanso.

Se me ocurre que quizás esté haciendo un papel tonto al llevar este mensaje; que, quizá, no tenga nada que ver con la Resistencia -incluso, ahora, dudaba que Sonia tuviera algo que ver con la Resistencia-, y que me estuviesen utilizando para concertar una cita amorosa. De todos modos no me sentía tonto, aunque para Sonia y Anatole pudiera resultar gracioso y se divirtieran por este motivo. Si el asunto tenía un carácter amoroso, más que político, ello no hacía mayor diferencia.

– Sí señor -dijo el chofer-. Parece que los alemanes siguen avanzando sin encontrar la menor resistencia, y que los tendremos aquí en dos o tres días.

No hago comentarios, ni quiero pensar en el asunto. Me limito a adoptar una expresión comprensiva y neutra, los labios apretados, y a asentir pesadamente. Luego volví a cerrar los ojos y recostarme en el asiento, la cabeza echada hacia atrás, aunque las palabras del hombre me siguieron trabajando durante un rato.

El taxi se detuvo por fin en una calle oscura. Al pagar me di cuenta de la enorme suma que me había dado Sonia; el chofer me devolvió una buena cantidad de billetes, después de descontar el viaje, a cambio de uno solo de los billetes de Sonia. Pensé que tal vez ella se había equivocado al darme tanto dinero.

El taxi arrancó, y dejé que se alejara antes de comenzar a andar las dos cuadras que me separaban de la casa de Anatole. La oscuridad es casi total, a excepción de faroles muy espaciados, en columnas sobre las esquinas, que dan una luz amarillenta y restringida a un pequeño círculo a su alrededor. Me cuesta encontrar el número que busco; se trata de una casa más bien grande, separada de las demás, con un amplio jardín al frente, que tiene delante un muro con rejas verticales terminadas en punta. El portón está cerrado con llave. Aprieto un timbre que hay sobre el portón, a la derecha, y antes de soltarlo me sorprende un estruendo, como la veloz sucesión de disparos de armas de fuego. Pienso que el estruendo ha apagado mi llamada, pero en seguida se enciende un farolito que no había visto, pequeño, en medio del jardín, y se abre la puerta de la casa y un hombre se me acerca lentamente con un revólver en la mano.

– Busco a un tal Anatole, de la pieza cuatro -me apresuro a decir.

– Ah, sí -dice el hombre-. Soy yo -y forcejea hasta lograr que el portón se abra; en realidad estaba sin llave. Me hace seguirlo a través del jardín y entrar a la casa. El zaguán es amplio, con piezas a ambos lados, y hacia el fondo concluye en un patio cerrado. El patio está bien iluminado, vacío de muebles; había sido convertido en una sala de tiro. Tres hombres y una mujer, sobre mi derecha, apuntan con los brazos estirados que se prolongan en un arma, a una figura recortada, de cartón prensado o madera, ubicada en el otro extremo, sobre la izquierda. La figura representa a Hitler -aunque más bien hay que adivinarlo, porque es un dibujo un tanto infantil y publicitario-, y está perforada por innumerables agujeros de bala.

– ¡Alto! -dijo Anatole, haciendo un ademán con el brazo, y los demás bajaron las armas. Atravesamos el patio hacia una puerta que da a un fondo descubierto, donde veo gallineros y galpones. Me hace pasar a uno de los galpones, que tiene en la puerta el número cuatro. Iluminado por una débil lamparita, muestra una gran pobreza de mobiliario, y es evidente que se trata de la vivienda de un hombre solo. Me señala un banquito, mientras se sienta en el borde de una cama turca, con sábanas sucias y una colcha raída.

– Bien -dijo.

Es un hombre en extremo delgado, de ojos hundidos y frente abultada y amplia, el pelo muy negro y rizado, y bigote fino; le calculo unos treinta y cinco años. Tiene cutis moreno, quizá tostado en exceso por el sol, y pienso que quizá se trata de un argelino, o de un francés que ha estado largo tiempo en Argelia.

– Traigo un mensaje de Sonia -dije. El hombre pareció aceptarme a partir de ese instante; y visiblemente se le relajaron los músculos de la cara y de los hombros, que bajó hasta su posición natural-. Lamento que se me haya hecho un poco tarde -agregué.

– ¿Así que Sonia está bien? -preguntó con cierta ansiedad.

– Sí -respondí-; estuve con ella a mediodía. El mensaje es el siguiente: "Esta noche, a las nueve, en el Odeón".

Anatole se levantó de un salto, y alzó los brazos.

– ¡Ya! -exclamó, y no supe si con alegría; pero el nerviosismo era evidente. Consultó el reloj.

– Estamos a tiempo -añadió-. ¿Usted viene?

– No sé de qué se trata -dije-. En realidad yo soy extranjero… creo… Sonia no me explicó nada, y no tengo nada que ver con asuntos políticos… Simplemente adquirí el compromiso de traerle el mensaje.

– De todos modos -dijo, mientras se movía sin motivo, de un lado a otro del cuarto-, de todos modos, creo que le entusiasmaría.

– No quiero meterme en asuntos que me son ajenos -dije-; pero la verdad es que tengo curiosidad… Sonia me habló de un espectáculo musical.

– Así es -respondió, con una sonrisa-. Pero no le dijo lo principal, que es un secreto absoluto. Tome -agregó-. Le costará sólo cien francos -y me alcanzó un papelito amarillo que supuse sería una entrada-. Vaya al Odeón, inmediatamente -yo sacaba billetes del bolsillo, aunque me parecía injusto pagarle con un dinero de Sonia que, muy probablemente, perteneciera a la Resistencia; le alcancé uno de cien-. Debemos apresurarnos; lo acompañaré hasta la puerta -agregó, guardando el billete-. Yo aún tengo alguna cosa que arreglar antes de salir.

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