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– El cómo es cosa mía.

Se levantó de un salto. Desde la puerta dijo:

– Ya te tendré informado, si lo consideras indispensable.

Don Leónidas no se movió de su asiento. Cuando Elisa cerraba, le dijo;

– ¡Vete a hacer puñetas! Y no te mando más lejos por respeto a mí mismo.

Pero Elisa no le oyó. Cerrada la puerta, atravesó altivamente el antedespacho, sin mirar siquiera al señor Díaz, que ponía en fila una serie de pajaritas de papel, de mayor a menor. Elisa entró en el ascensor. El aire de la puerta, al batirse, conmovió la fila de pajaritas del señor Díaz: algunas de las mayores quedaron a la cola, detrás de las más pequeñas.

CAPÍTULO XXV

SE CASARON EN SANTA MARÍA. Doña Nicolasa estaba de mal humor por haberla obligado a madrugar aquella mañana: necesitaba bien de una hora para arreglarse y emperifollarse, pero el mal humor lo compensaba con la actuación de madrina, lo que la situaba en un lugar bien visible de la ceremonia. Al otro lado estaba don Rafael, el padre de Elisa, vestido de paisano flamante, aunque tenía derecho al uso de uniforme de Teniente de Caballería, ya que lo había sido de la escala de Reserva Auxiliar. El cura fue corto en la homilía y la ceremonia se despachó en poco más de media hora, pasada la cual los invitados, que eran pocos, se trasladaron a un café de la calle Mayor donde fueron obsequiados con un desayuno por todo lo alto. El cura también asistió al ágape pero no probó bocado porque tenía que decir otra Misa y le gustaba guardar las antiguas formas y costumbres. Los novios, muy comedidos, asistieron también, y sólo al final se marcharon con el pretexto de algunos toques que había que dar al nuevo hogar. Comieron en la misma taberna a la que iban de solteros, y al final del día cogieron el tren de Madrid, que pasaba por la Capital, donde se apearon. Aquella noche cenaron en un reservado del Rincón de Pepe, donde él le tocó el culo a ella por primera vez y la besó sin miramientos. Luego salieron y se perdieron por las callejuelas que rodean la Catedral hasta bien entrada la noche. Entonces se fueron al hotel. Durante el paseo, él había ensayado a besarla repetidas veces y ella se había dejado unas sí y otras no, porque de niña la habían imbuido en la idea de que ciertas cosas no se hacen en público, pues para eso están los rincones de los cafés, los reservados de los restaurantes, y las habitaciones privadas. El día anterior, o dos días antes, Elisa le había convencido de que pasasen juntos por el consultorio de una médico-ginecóloga que con una simple incisión de bisturí le evitase al mismo tiempo el dolor y la hemorragia; de modo que desde el principio las relaciones de aquella noche fueron placenteras, hasta tal punto que de puro gusto que le dio, Elisa perdió el sentido y quedó espatarrada en la cama, desnuda y sin taparse. «Pues no es para tanto», pensó él, pero no lo dijo por si ella le oía o le escuchaba. Trabajó lo que pudo y mientras pudo: ella le respondía con ayes, con suspiros y con algún que otro desmayo breve; fue la primera en dormirse; antes, se había santiguado. Él se acostó al lado de ella, tapó los cuerpos desnudos y se quedó también dormido.

CAPÍTULO XXVI

DON LEÓNIDAS PEGÓ UN TIMBRAZO fuerte, y en la puerta apareció, temblando y medio dormido, el señor Díaz.

– Diga, señor.

– Baje y dígale al señor… ése, ¿cómo se llama…? Don Pedro o don Perico Entre Ellas no sé por qué, que suba a verme.

El señor Díaz bajó y casi desde el ascensor gritó:

– ¡Don Pedro, el señor Presidente que suba!

Todas las miradas se volvieron hacia don Pedro, que, muy campechano y con la cabeza baja, como era su costumbre, atravesó el espacio de las mesas, subió los tres escalones y entró en el ascensor seguido del señor Díaz. Le preguntó:

– ¿Qué mosca le ha picado?

– No lo sé, señor. Me mandó llamarle y nada más, sin más explicaciones.

Llegaron al piso del Presidente. El señor Díaz abrió la puerta del ascensor y se hizo a un lado para dejar pasar a don Perico. La puerta del Presidente estaba cerrada. El señor Díaz la abrió y sin entrar, dijo con voz abstracta:

– Ya está aquí ese señor.

– Que pase.

Don Pedro quedó en la puerta sin saber qué hacer.

– Buenos días, señor Presidente.

– Pase. Pase y no se quede ahí. Haga el favor de sentarse.

El dedo del Presidente le señalaba el sillón, el mismo que unos días antes había ocupado por breve tiempo el Capitán General del Departamento.

– Siéntese y considérese como en su casa.

Le ofreció un cigarrillo de su paquete que don Pedro rechazó.

– Gracias, pero no fumo.

– ¿Le molestará que lo haga yo?

– No, por favor, fume todo lo que quiera. A mí no me molesta.

Mientras el Presidente encendía su cigarrillo, se miraron en silencio. Don Pedro, lentamente, ceremoniosamente, ocupó el sillón, sin abandonarse, sin abusar de la situación, correcto y comedido.

– Pues usted dirá, señor Presidente.

– ¿Usted es el autor de esos artículos tan bonitos que se publican en la prensa y que tratan casi siempre de cuestiones intelectuales, tan elevadas a veces que no todos las entendemos?

– Sí, señor, gratuitamente, señor. La prensa local carece de dinero para pagar a sus colaboradores modestos, como es mi caso.

– Eso no interesa ahora. Lo que yo quiero preguntarle es si ese dominio de la prosa que usted pone de manifiesto, le bastaría para escribir una novela.

A don Pedro le recorrió el cuerpo un estremecimiento como una sacudida eléctrica.

– No lo sé, señor. Nunca hice la prueba.

– Es de lo que se trata, de que la haga ahora. Nadie mejor que usted por su discreción y su talento para sacarme de un apuro. Necesito que alguien me escriba una novela, una novela digna, no una paparrucha, y he pensado en usted por esas cualidades que dije.

– Paparruchas, no. ¡Dios me libre de hacerlas! Todo lo que salga de mi mano será digno, será pulcro, será legible por el lector más exigente.

– Por eso, por eso…

– Pero nunca escribí una novela, y no sé cómo se me daría.

– ¿Quiere usted hacer la prueba?

Don Leónidas echaba el humo a la derecha y a la izquierda, no al frente.

– ¿Una novela cualquiera?

– No. Yo le daría los personajes y la situación, y lo que usted escribiera me lo daría a mí en secreto, y yo lo publicaría por mi cuenta, sin nombre del autor por supuesto. Lo que se dice una publicación anónima. ¿Está de acuerdo?

– Habría que hacer alguna prueba, no estoy seguro…

– Todas las pruebas que usted quiera. ¿Le parece bien un plazo de quince días?

– Es un plazo generoso, creo bastante una semana.

– Tiene usted quince días. Si lo hace antes, mejor. Cuando tenga la prueba, venga a verme.

Don Leónidas se levantó, pero don Pedro no se movió del sillón.

– ¿Y esos personajes? ¿Y esa situación? Me convendrá conocerlos.

Don Leónidas volvió a sentarse. Encendió otro cigarrillo, esta vez uno rubio cogido de la caja que tenía a su derecha.

– Tiene usted razón. Los personajes son dos hombres y una mujer, ella bastante casquivana, él bastante tonto. Ella se acuesta con el otro, con el listo, con el tercero en discordia. El tonto quiere casarse con la mujer…

– Entiendo, entiendo.

– Me importan, sobre todo, los aspectos cómicos del caso.

– Entiendo, entiendo.

– No de los tres, sino del tonto y la casquivana.

– Entiendo, entiendo.

– ¿Cree usted poder hacer algo con esos datos?

– Menos tenía Stendhal cuando escribió Rojo y negro, y ya ve.

– Sí, ya lo veo. Pues no le pongo otra condición que no meterse para nada con las Cofradías ni con nadie conocido. Tiene usted libertad para situar la acción donde quiera, aunque sea aquí, con tal de que la ciudad no se reconozca. No necesito añadirle que en la cuestión económica no vamos a discutir. Le daré lo que usted pida, lo mismo por esos trabajos previos que por el trabajo completo. Lo único que le exijo es la más absoluta discreción.

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