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CAPÍTULO XV

EL VATE ANSÚREZ había contemplado atentamente las grietas del techo y había ordenado con ellas figuras marítimas, grandes peces y grandes barcos en colisión constante. Cuando Elisa terminó su relato, dijo:

– Bueno. No hay problema. Lo del matrimonio no es problema. Con no ponerlo, basta. En la novela no se pensó jamás en matrimonio.

– Tú lo que quieres ahora es rajarte. Pues yo te digo que no.

– Una cosa es la novela, y otra la vida real. Yo me refería a la novela.

– Pero el Presidente se refería al matrimonio real, a ese que está anunciado entre nosotros y que hasta ahora nadie quiso impedir. Pero, va ves, cl Presidente se mete en medio.

– Pues con no hacerle caso…

– Eso es muy fácil decirlo, pero no tan fácil de hacer. Habló de ponerme en la calle.

– De ponerte, no de ponernos.

– Peor que peor. Con tu sueldo solo, no podemos vivir. Hemos echado la cuenta muchas veces. Nos hacen falta los dos sueldos.

– Tú podías entrar en el Regional Vitalicio. Te pagarían lo mismo o más.

– Y entonces serías tú el puesto de patitas en la calle, por tener una esposa empleada en la competencia.

– Pues habría que aguantarse…

– Tendríamos que vivir con un sueldo solo.

– Si vivimos en mi casa, ahorraríamos por lo pronto el alquiler del piso.

Elisa apartó de sí con violencia el plato y la taza del café.

– Y tendría que aguantar a tu madre, o tu madre aguantarme a mí, según como se mire. Pero, en todo caso, ni yo la aguantaré a ella ni ella a mí. No hay nada peor que una suegra y una nuera, esto lo has oído muchas veces. Son dos mujeres disputándose a un hombre, o el sueldo de un hombre. Todavía no lo sé bien, pero no quiero saberlo. El casado casa quiere. Lo que yo tengo ahorrado para los muebles lo guardé pensando en un piso moderno, de esos pequeñitos que se hacen ahora. Esto no quiere decir que no comamos de vez en cuando en casa de tu madre.

– Como ahora…

– Como ahora, pero distinto, porque ahora soy una invitada sin parentesco. Siendo tu mujer es muy distinto.

CAPÍTULO XVI

DON PERICO LE DIJO A SU MUJER:

– Ese carácter antimilitarista habría que darlo desde la primera frase, de manera que el lector sepa a qué atenerse desde el primer momento. Lo de mantenerlo a lo largo de la narración es mucho más fácil; lo difícil es encontrar esa frase, la primera, la definitiva. Ya te hablé ayer de la importancia de la primera frase, de cómo toda la novela debe estar contenida en ella. Eso no quiere decir que el resto sea inútil, pues es como el desarrollo de un carrete: si tú tiras del hilo de un carrete el contenido no cambia pues la suma de los dos lados es el carrete mismo. Pero uno está desarrollado en forma de hilo y el otro es todavía un carrete. Por este ejemplo puedes colegir lo que es una novela.

– Y esa primera frase, o sea, el carrete, ¿cuándo la escribo?

Don Pedro se levantó y dio una vuelta por el comedor; su mujer le miraba ir y venir, completamente seria, completamente embebida.

– Ahí esta el quid de la cuestión. Cuando tenga toda la novela en la cabeza, podré escribir esa frase que lo encierra todo, que todo lo resume, esa frase de la que no hay más que tirar del hilo para que se desarrolle la narración. Pero esa frase no se me ocurre ahora. Lo que yo veo es un señorito metido en una cachafeira con caliches de escribiente. Ese tío está ahí enfrente, esperando a que salgas, o que te asomes a la ventana o que tengas que coger algo en el balcón. Desde donde él está, se te ven bien las piernas, pero él espera a que salgas, porque además de vértelas quiere tocártelas.

– Nunca me tocó un pelo.

– Eso en la realidad de tu historia, pero en la que yo quiero contar, ¿qué más da un pellizco que otro en una nalga?

– Lo digo por lo que pensarán de mí… y de ti.

– No tienen por qué pensar nada. Una cosa es la novela y otra la vida real. Tampoco el escribiente de la Armada era tan malo como yo lo pintaré. Después de todo, a cualquier hombre le gusta una muchacha con buenas piernas, sin necesidad de pensar de él que sea un demonio.

– Siempre tienes razón, no sé cómo te las compones.

– Es que soy inteligente.

– Eso va lo sé. Por eso sigo a tu lado. ¿Dónde encontraría otro como tú?

Aurita se levantó, dio la vuelta a la mesa, y en el borde de la sombra que proyectaba la lámpara de flecos buscó la cara de su marido. Se la besó. Los labios recibieron la caricia áspera de una mejilla mal afeitada.

CAPÍTULO XVII

LA VOZ HERRUMBROSA SOSTENÍA, con todo lujo de detalles, que don Leónidas se entendía con Elisa, mientras la voz sedante, también con todo lujo de detalles, sostenía lo contrario, con lo cual la pecera perdió su habitual unanimidad, hubo sus más y sus menos, y se llegó al acuerdo de interrogar directamente a don Leónidas, nada más que llegado a su sitio de siempre, sin darle tiempo a preparar una respuesta o a inventar una coartada. De modo que cuando don Leónidas llegó, cuando se entregaba a la operación de poner contra el ventanal el único sillón vacante, la voz herrumbrosa le interpeló, y le dijo:

– Y usted, don Leónidas, ¿es cierto que se entiende con la Elisa?

Y aunque don Leónidas lo negase, lo hizo de tal manera que todo el mundo quedó persuadido de que se entendía con la moza y de que las relaciones eran todo lo frecuentes que permitían los cincuenta años cumplidos del caballero. El cual, al día siguiente, entró en el Banco embufandado y con el sombrero hasta los ojos, porque hacía frío, y silbando. Al pasar junto a Remigio, le dejó caer la orden de que subiese la señorita Elisa provista de lápiz y cuaderno, que tenía que dictarle unas cartas. Cuando llegó Elisa, le mandó cerrar la puerta y sentarse al otro lado de su mesa, y se quedó de pie mirándola:

– Estás muy guapa esta mañana.

– Ni más ni menos que ayer y que anteayer. ¿Qué mosca te ha picado?

– Tenía que dictarte unas cartas para Londres.

– Eso no es más que un pretexto, ¿o crees que soy boba? Llevo tres años en la casa y es la primera vez que se te ocurre llamarme.

– Algún día teníamos que empezar.

– Para dictarme esas cartas no hacía falta cerrar la puerta. ¿O es que ya no cuidas de tu buena reputación?

Don Leónidas que tenía en la mano un lapicero, que le había dado vuelta tras vuelta, lo dejó reposar sobre la superficie brillante de la mesa.

– Quería hacerte una propuesta.

– Tú dirás.

Don Leónidas tardó en responderle. Se levantó, dio una vuelta por la habitación, abrió la puerta y encargó a Remigio que le subiese del estanco un paquete de tabaco de los que él fumaba. Dejó la puerta abierta: desde ella, cuando Remigio hubo desaparecido, respondió a Elisa con voz indecisa y precavida:

– Quería proponerte que fuésemos amantes.

Elisa se levantó de un salto y llegó hasta la puerta.

– ¿Y para semejante majadería me has mandado subir?

Hizo ademán de salir. Él se interpuso.

– Espera, mujer. Todavía no hice más que empezar.

– Pues yo ya terminé del todo. Apártate o grito.

– ¿Serás capaz?

Llegaba el ruido del ascensor subiendo. Don Leónidas dejó pasar a Elisa, y ella esperó a que se abriera la puerta del armatoste. Se cruzó con el señor Díaz, que traía en la mano, bien visible, un paquete de Partagás. Se lo tendió a don Leónidas. Éste lo recogió en silencio mientras Elisa cerraba tras sí la puerta del ascensor. Se oyó el ruido del armatoste bajando. Don Leónidas y Remigio se miraban. Remigio dijo:

– Las mujeres, ya se sabe…

– ¿Por qué dices eso, Remigio?

– Algo hay que decir, señor; algo que venga bien al caso.

Elisa no disimuló el mal humor, que era auténtico, o la ira, que era fingida. Batió la puerta del ascensor, bajó pisando fuerte los tres escalones que la separaban de la sala, y al pasar junto al Vate Ansúrez, pero sin detenerse, le dijo:

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