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CAPÍTULO X

– CUANDO TENGA USTED CINCUENTA AÑOS cumplidos comprenderá muchas cosas, que ahora no comprende, señor Ansúrez. Yo tenía esa edad y apenas si había resuelto mi primer fracaso sentimental. Y ella apareció por esa puerta… ¡Señor Ansúrez, le aseguro a usted que sólo verla justificaba cualquier pecado! Y yo no pensaba en el pecado para nada ni en la bondad y la maldad de las cosas, sino sólo en las cosas mismas, en aquella cosa de apenas veinte años que gritaba desde la puerta de mi despacho: ¡Señor Presidente, yo vengo a protestar de una injusticia! Lo era de verdad lo que se había hecho con ella, pero yo le aseguro a usted que no pensé para nada en si era justo o injusto lo que había sucedido en unas oposiciones a las que se presentaban tres muchachas para dos plazas. Pensaba solamente en que la solución estaba en mis manos y en que podía cobrarla a buen precio. Le dije: Señorita, éste no es lugar para tratar de esas cosas. Y me atreví a añadirle: Si quiere usted lo podemos discutir esta noche cenando juntos en un restaurante de la Capital. Y ante mi sorpresa ella me respondió que sí y que a qué hora y que en dónde íbamos a encontrarnos, etc. ¿Se da usted cuenta? ¡Póngase usted en mi lugar! Aquella noche, en un reservado del Rincón de Pepe, ella me contó su caso, y yo le toqué el culo por primera vez, ¿se da cuenta?, por primera vez. Un culo de poco más de veinte años, duro como una piedra, y yo con más de cincuenta. Me la llevé a la cama aquella noche en un hotel importante donde la hice pasar por mi mujer y donde nadie creyó que lo fuera. Al día siguiente, ya de vuelta a la ciudad, ella por un camino y yo por otro, le di el puesto a que aspiraba y que tan injustamente le habían arrebatado, pero también entraron las muchachas que tan injustamente habían ganado la oposición. Entraron delante de ella, pero ella ya las superó porque sabe más y es más inteligente. Le aseguro, señor Ansúrez, que no he vuelto a verla, que no he vuelto a tocar aquel culo adorable y prieto a que hice referencia. Ella siguió su camino, yo seguí el mío; ella se instaló abajo, entre todos ustedes, y se impuso por su valía; yo seguí aquí arriba, solo, con la tentación constante de llamarla, hasta que se me pasó, porque el tiempo todo lo cura y todo lo mata, hasta el deseo. Es todo cuanto tengo que decirle, señor Ansúrez.

CAPÍTULO XI

– PUES TE, ASEGURO que todo eso de la Capital es una mentira como una casa. Todo pasó en su despacho, en un rincón. Él había echado el pestillo de la puerta. No mentó la Capital, ni cena, ni hotel pana nada. Se cobró el precio allí mismo echando los bofes, indiferente a que a mí me gustara o no. Pero una cosa aprendí en aquella ocasión, fue a no gozar y a mantenerme fría viendo cómo aquel tío hacía el burro y quedaba con los ojos en blanco. Allí empecé a quererte, aunque no te conocía; allí empecé a desear a un hombre que no me tomara como precio de nada, sino como acto de amor y, como tal, gratuito. No soy pura pero soy virgen. Dejaré de serlo el día que me case contigo y que gocemos juntos en el mismo lecho. Todo lo que te ha contado el Presidente es cierto, pero al mismo tiempo es mentira, porque él gozó como un burro, lo recuerdo bien, mientras yo me aguantaba, sorprendida y fría, en aquel rincón. Si es a eso a lo que él llama maldad… Yo lo llamaría estupidez. Cuando tuve un poco arreglada la fachada, bajó conmigo, me presentó al Director, y le dijo: Aquí está Elisa, que viene a ocupar una plaza creada para ella. Espero que usted la considere una buena adquisición. ¡Y Va lo creo que el Director me considero así! A los dos días, todo el trabajo delicado venía al parar a mi mesa. Fue entonces cuando una mañana apareciste en ella y me dijiste: Señorita, la invito a que tome conmigo el café. Y yo te respondí que sí y comprendí inmediatamente que eras el hombre de mi vida. Ahora tú puedes decir sí o no.

– Yo te digo: Señorita, vamos juntos a tomar café, y lo pasado, pasado. Yo tampoco soy puro.

La cogió del brazo y juntos subieron la escalera que llevaba a la cafetería.

CAPÍTULO XII

AURITA LEVANTÓ LA TAPA de la máquina, en cuyo carro había instalado un papel.

– Aquí esta el papel del primer día. Dice «Capítulo primero» pero no hay más escrito en él.

Don Periquito, o Pedrito, como le llamaba Aurita, se echó el sombrero encima de la frente y hacia atrás hasta que el respaldo de la silla tropezó con un cajón del chinero.

– La primera frase de una novela debe ser tal que todo lo que viene detrás se pueda deducir de esta frase, esté encerrado en ella. Todavía no hemos dilucidado -levantó las cejas y miró a su mujer- si eres tú, quiero decir la protagonista, o él, quiero decir Enríquez, la persona que va a ver la realidad y al decir ver quiero decir sentirla con todos los sentidos: verla, oírla, tocarla, olerla, saborearla en lo que tenga de sabrosa. Pero también se puede hacer una mezcla de las dos visiones, bien poniendo en juego un solo sentido o bien poniendo en juego dos contrapuestos, por ejemplo ver y oír. Uno ve la realidad, otro la ove; uno ve las traseras del callejón de Medieras, otro ove los ruidos que se van produciendo. Lo cual también puede combinarse con una visión objetiva de los hechos, entendiendo aquí por objetiva la visión del novelista, es decir, la mía. Se puede establecer un sistema de rotación, lo que ve ella, lo que ve él, lo que yo veo, o suprimir el sistema y colocar una de las tres visiones tal y como se me van ocurriendo, la tuya, la mía y la de él, o la de él, la tuya y la mía. También se pueden suprimir las visiones subjetivas, quiero decir la tuya y la de él, y dejar sólo la mía, o suprimir la mía por entero. En el caso de que la mía figure, total o parcialmente, puede ser objetiva y fría, como si un espejo la estuviese reflejando, o bien humorística, es decir, resaltando el ridículo de todo lo que se ve, de todo lo que se ove, de todo lo que los sentidos pueden aportar a la visión total de esas realidades que son tu casa y tu calle, que dejan de ser- tales pana convertirse en elementos de la novela, o sea, imágenes fijadas por palabras. Después de todo lo cual, comprenderás más fácilmente lo que te dije al principio de que la primera frase contiene toda la novela. No quiero decir que contenga el argumento, porque eso ni se roza, pero sí que contiene el modo de ver el mundo practicado por el novelista.

– Entonces me vas a dictar algo, ¿sí o no?

– Aún no. Aún no he decidido si van a ser una o tres las voces descriptivas.

Aurita cerró la máquina.

– Podías decir cosas que yo entendiera. Eso de «voces descriptivas» no sé lo que quiere decir.

CAPÍTULO XIII

LA VERDAD ES QUE DON ABILIO no había pasado de Capitán de Navío; pero, al retirarse, había recibido el título honorífico de Contraalmirante y así se hizo llamar por sus compañeros de la pecera, tres generaciones de contertulios que pudieron contemplar la figura casi inmóvil de don Abilio, vuelto hacia la calle, en su función de inspector de culos. Se los sabía todos de memoria y al final va decía cuando pasaba una muchacha: «El de su madre era mejor. Lo que pasa es que la señora se ha puesto fondona y piensa que la hija puede sustituirla. Pero no hay sustitución que valga. Aquélla era aquélla, ésta es ésta, y se acabó. Cuando ésta se case, que lo hará un día de éstos, y tenga una hija, la abuela creerá que la nieta la sustituye. Pues, no.»

También a don Abilio le llegó la hora. Un día dejó el sillón vacante porque estaba enfermo de una gripe. A los pocos días, murió. Entre tanto, su sitio lo había ocupado don Leónidas Albéniz, el Presidente de la Caja.

Cuando murió don Abilio se comentó en la tertulia que las salvas disparadas por la Infantería de Marina habían sido impecables; don Leónidas respondió que aquello de las salvas era una reminiscencia medieval con la que había que acabar, y alguien dijo a sus espaldas que hablaba de pura envidia, porque a él, por muy Presidente de la Caja que fuera, no le dispararían salvas, ni habría quien lo llorase porque era un solterón sin trazas de casarse: pues dos o tres muchachas pasadas de la edad del casorio bien podían contentarle, una de ellas, claro. Una sola. De tres que había en edad aún de merecer, don Leónidas podía escoger, mirando bien la clase: una era hija de un Almirante, y no tenía un duro. La tercera había nacido del matrimonio de un Contramaestre con una señorita de Los Baños del Carmen y tenía un dinerito; don Leónidas podía saber cuánto con sólo preguntarlo, pues lo tenía en la Caja. La segunda, o sea, la del medio, era la más guapa, la que aún se conservaba atractiva, pero no era hija de nadie ni, que se supiera, había heredado más que un piano en el que hacía mucho tiempo que habían dejado de tocar.

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