Литмир - Электронная Библиотека

CAPÍTULO XX

PEPE ANSÚREZ, LLEGÓ UN POCO TARDE a la oficina para que todo el mundo le viese con el terno nuevo y la corbata de lunares. Dejó en el perchero el sombrero y la gabardina y sin pasar por su mesa, fue directamente al ascensor tras cuya puerta desapareció.

– Va a ver al Presidente. ¿No son ya demasiadas visitas?

El señor Díaz hacía pajaritas de papel. Ansúrez le dijo:

– Vengo a ver al Presidente.

El señor Díaz, sin decir palabra, se levantó y entró, después de una llamada discreta, en el despacho presidencial. Salió al poco rato.

– Puede usted entrar cuando quiera. Sea breve, que el señor Presidente está muy atareado.

Encima de la mesa del Presidente no había un solo papel, sino los acostumbrados brillos y reflejos. El Presidente, puesto de pie, la boca y los puños cerrados, esperaba detrás de la mesa.

– Usted dirá.

Pepe Ansúrez vaciló unos instantes, miró al Presidente, miró al sillón vacío, extendió el brazo, agarró el respaldo, pero no se sentó.

– Usted dirá -repitió el Presidente.

A Ansúrez le temblaron las piernas, los brazos, las manos, el cuerpo entero.

– ¿No me manda sentar? -dijo con un hilillo de voz.

– ¿Cómo?

– Si no me manda sentar -repitió Ansúrez con algo más de fuerza.

EL Presidente ocupó su sillón y estiró las piernas.

– Como usted quiera. Ya le habrá dicho Díaz que tengo prisa.

– Sí, señor Presidente. -Y mientras se sentaba añadió-: Voy a ser muy breve, voy a ser brevísimo. Quería decirle que no hay que extremar las cosas con mi novia, o dicho de otra manera: el malo lo inventaré Yo en la novela, no tiene por qué fingirlo usted en la realidad.

El Presidente lanzó un suspiro profundo, puso las piernas en su sitio, sonrió.

– Lo que hice fue por dar más realismo a la cosa, pero no vaya usted a creer…

– Yo no creo nada, señor Presidente. Yo me hago cargo de su situación pero quiero que usted se haga cargo de la mía.

El Presidente sacó la cajetilla y ofreció un pitillo a Ansúrez.

– Fume del mío y váyase tranquilo, que yo lo estoy también viéndole y oyéndole a usted. Bien llevadas las cosas, no creo que haya problemas. Todo es cuestión de palabras, y en el uso de las palabras usted es maestro. Espere que le doy fuego.

Sacó del chaleco un mechero negro y dorado cuya llamita tembló mientras Ansúrez encendía el pitillo. Él mismo la apagó, y se quedó mirando a don Leónidas.

– Muchas gracias, señor Presidente.

Salió del despacho, bajó en el ascensor, entró en la gran sala donde las gentes callaban, donde sólo hablaban las máquinas de escribir. Al otro lado de las ventanillas iba llegando el público. Ansúrez, antes de sentarse, procuró que el humo de su cigarrillo llegase hasta las narices de don Pedro. Éste no pudo evitarlo, pero mantuvo la cabeza baja mientras Ansúrez ocupaba su puesto. Al dorso del pupitre, cuidadosamente fijado con dos chinchetas, había un papel blanco, más largo que ancho, con una sola palabra escrita.

Ansúrez batió la tapa del pupitre. Al ruido se levantaron varias cabezas. Elisa, pausadamente, dejó su trabajo y su asiento y se acercó al recién llegado, al que besó ostensiblemente. Él le dijo:

– Puedes estar tranquila. No volverá a molestarte.

– ¿Le has pegado?

– No fue necesario. Vete tranquila, te digo.

Don Pedrito, llamado en algunos ámbitos Perico Entre Ellas, quizás como recuerdo de antiguas andanzas, aguzó el oído, pero no percibió nada del diálogo de aquellos dos. Se interponía el culo de Elisa, pero en aquella ocasión a Perico Entre Ellas le importaban más las palabras. Ella se irguió y regresó a su puesto de trabajo: iba dejando algo así como un aroma. Al sentarse, se aquietó el aire y se aquietaron las cabezas que la habían seguido. Fuera, en el espacio destinado al público, se organizaban las colas delante de las ventanillas aún cerradas.

En la calle, empezaba a llover.

CAPÍTULO XXI

LA PECERA NO EXISTÍA prácticamente hasta las doce y cinco, hora en que Mariano entraba el primer café. Hacia las doce y media, los sillones estaban ocupados. El último en llegar era siempre don Leónidas, que no tomaba café, sino una copa de fino.

El de la voz herrumbrosa dijo al de la voz suave:

– Pues le aseguro que la gente no está nada tranquila con eso de la novela. Todo el mundo cree que le van a sacar los trapos sucios, y ya hay quien piensa en amenazar seriamente al tal Ansúrez, salvo los que opinan que sería mejor que desapareciera.

Hubo un murmullo de voces quedas y un movimiento de cabezas canas. El de la voz suave respondió:

– Pero ¿usted cree que el tal Ansúrez, con esa cara de bobo que se trae, sabe de la misa la media? Cada cual tiene sus cosas bien guardadas, vamos, digo yo. Y al que no las guardó, no puede cogerle de sorpresa que se las saquen, aunque tampoco serán sorpresa para nadie. En ese sentido, si nos va a contar lo que todos sabemos, la novela no servirá para nada.

– ¿Y quién le dice a usted que ese tipo no tiene fuentes de información distintas de las nuestras? Por lo pronto, está enterado de los dineros de algunos, y de los préstamos de otros. Con sacar esas cosas a relucir…

– No nos descubriría nada nuevo. Aquí todos sabemos adónde llega cada cual, en su activo tanto como en su pasivo.

Entraba don Leónidas. Dejó la gabardina y el sombrero junto a la percha, pero no en la percha, y se sentó.

– Ese sillón le estaba esperando. Ya estamos todos.

– Por cierto que hablábamos de esa novela del tal Ansúrez. Aquí don Paco dice que va a sacar los trapos sucios de todo el mundo, y yo le dije…

Don Leónidas encargaba a Mariano su habitual copa de fino.

– No pase cuidado, don Paco. Los únicos trapos sucios que saldrán en la novela son los míos, que son al mismo tiempo los del novelista. Pero una vez publicados…

Don Leónidas miró alrededor. Siete bocas sonrieron, desde la sonrisa esbozada hasta la ya vecina de la risa. Don Leónidas recibió las siete sonrisas como un homenaje.

– No hay que exagerar, señores. Las cosas son como son, o fueron como fueron. Con contarlas con pelos y señales…

– ¡Ay, los pelos y las señales! Lo que importa son las señales porque los pelos se inventan. A mí mismo no me costaría trabajo…

– Es que es mucha su experiencia, don Paco, que aquí todo se sabe.

– No me hagan remover viejos recuerdos. Eran otros tiempos, y las cosas no pasaban como ahora.

– Ya me gustaría a mí tener esa experiencia -dijo don Leónidas.

– ¡Menudo tocho iba a salir entonces, la tal novela! Una sola aventura pero con pelos y señales.

– Eso, eso. Pelos y señales. Sobre todo pelos. Las señales son lo de menos.

CAPÍTULO XXII

– LOS HAY QUE SON PARTIDARIOS de la novela que pudiéramos llamar cívica, es decir, aquella en que se contarían los trapos sucios y los no tan sucios, mitad y mitad, de la gente que en Semana Santa viste de colorado, tú y yo por ejemplo, pero también el Director, que como sabes está casado y que probablemente tiene un lío con la señorita Ruiz, que a veces actúa como su secretaria. Y por otra parte los hay partidarios de que en la novela no figuren más que gentes de la otra, de la de morado, con su pobreza y sus líos, entre ellos y fuera de ellos; porque hay alguno que tiene el lío en los barrios, y aun fuera de ellos, y yo sé de uno que lo tiene en los Baños del Carmen. De manera que lo lógico sería hacer dos novelas, o una novela en dos partes, mejor, en dos volúmenes. La primera abarcaría todo lo relativo a los Colorados, y la segunda lo relativo a los Morados, imitando de lejos el comienzo de un tal Proust, que empezó por el lado de Swan y terminó por el lado de Guermantes. Este Swan iba de una novela a la otra, y aquí podía hacerse una especie de Swan que va también de los unos a los otros, y que bien podía ser nuestro Presidente, que con el conque de los préstamos tiene buenas relaciones en el otro lado, y bien callado que se lo tiene, el muy hijo de puta; pero mal sospecha que todos los papeles pasan por mis manos y que yo estoy enterado de todo, de lo que él sabe y de mucho que no sabe. Con esto que él no sabe es con lo que podría hacerse la novela, sobre todo la segunda. Pero eso no es problema. El problema sigue siendo la primera frase, la frase con que se empieza, la que lo resume todo. Pues esa dichosa frase no se me ocurre. Cuando aparezca, todo lo demás irá detrás y seguido, como por un tubo.

15
{"b":"100297","o":1}