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– Habla usted de dos mitades. ¿Se refiere a los civiles y a los militares?

– Evidentemente.

– ¿Y de cuál de las dos mitades piensa obtener el cebo necesario?

– Tengo hechos los cálculos: la capacidad de compra de los de uniforme oscila entre doscientos y trescientos ejemplares. La parte civil puede comprar hasta setecientos. Todo depende, naturalmente, del cebo que se le haya puesto a la novela. Los líos de los Almirantes son lo que más interesan en esta parte de la ciudad a la que usted y yo pertenecemos.

– Y esos líos, ¿existen?

– Si no existen, se inventan. Una novela lo admite todo, lo observado, lo visto, lo inventado.

– ¿Y no teme usted que la parte afectada le responda airadamente?

– Es un riesgo que se corre.

Don Leónidas, Presidente de la Caja, se remegió en su asiento presidencial. Por encima de él el retrato del Fundador de la Institución le imponía normas severas y crueles.

– Mientras pertenezca usted a la Caja, se librará usted muy mucho de inventarles líos a los Almirantes o de recordar acontecimientos pasados. A mí, me puede usted tratar como le plazca.

– Lo que menos interés tiene es precisamente lo que a usted le concierne. He llegado a esa conclusión tras muchas vueltas y revueltas. Por lo demás, contaré en la novela lo que recuerde, lo que se me ocurra y lo que sea capaz de inventar. Afortunadamente, ya no hay censura.

– Pero hay conveniencias -atajó rápidamente don Leónidas-, y las conveniencias, con censura o sin ella, tienen su precio. En nombre de esas conveniencias, yo le prohíbo a usted inventar o recordar nada referente a las gentes de uniforme.

Se había puesto de pie y las últimas palabras las dijo con solemnidad. Ansúrez se levantó también.

– Siento decirle, señor, que escribiré lo que me parezca, sin otro criterio que el mío particular.

– En ese caso considérese despedido a partir de la publicación de la novela.

Se dejó caer en el asiento.

Ansúrez permanecía de pie y, sin darse mucha cuenta de lo que hacía, se dejó arrastrar por la situación y por las palabras.

– ¿Y por qué esperar tanto tiempo?

– ¿Qué quiere usted decir?

– Que puesto que mi rebelión empieza ahora, ahora puede empezar mi despido.

– ¿Sabe usted lo que dice?

– Lo sé perfectamente.

Don Leónidas, puesto otra vez de pie, recobró la postura hierática y el hablar solemne.

– Queda usted despedido.

Ansúrez no se sintió fulminado ni arrugado ni pegado contra el asiento. Se limitó a responder:

– Si estudia usted lo que hemos dicho hasta ahora, reconocerá que no es usted el que me despide sino yo el que se va. Usted sigue siendo el Presidente de la Caja y yo soy un ex funcionario de la misma. Volvemos a ser iguales. El día que eche sobre esa mesa un libro recién impreso en el cual todo el mundo le reconocerá por su caricatura, habré recobrado mi superioridad. Que le vaya bien.

Abrió la puerta y salió al vestíbulo, donde don Remigio Díaz dormitaba sobre su mesa. No lo despertó.

Bajó en el ascensor. Batió con mucho ruido la puerta que daba al vestíbulo. Todas las cabezas se volvieron hacia él, y de una manera muy especial la de don Perico, que hubiera dado su nombre y su apellido por saber a qué venía aquella evidente falta de respeto. Ansúrez, antes de pasar por su mesa de trabajo, recogió el sombrero que colgaba con otros de la percha común; después, del interior de su mesa, recogió los libros que guardaba en un rincón y que le habían servido de entretenimiento en sus ocios inesperados: Poesías Completas, de Zorrilla. Las Doloras, de Campoamor, las Poesías, de Gaspar Núñez de Arce, y las de Vicente Medina… Con los libros en la mano, devolvió la mirada a don Perico, que le contemplaba atónito.

– Sí, me voy. Lo siento por usted. Tendrá que mandarme sus epigramas por correo.

– Lo mismo digo.

– Ya llegaremos a un acuerdo. El que le lleve los míos podrá traerme los suyos.

Se acercaba, ante la expectación general, Elisa: los funcionarios de las ventanillas volvieron las cabezas.

– ¿Qué ha sucedido? -preguntó Elisa con su voz más seductora; y don Perico pensó en lo que daría porque una mujer cualquiera, pero bonita y bien formada como Elisa, le hablase con aquella voz.

– He mandado al carajo al tío ese de arriba.

– ¿Así, como suena?

– Así como suena.

– ¿Y no le has llamado también hijo de puta?

– Pues mira, no se me ocurrió, y ahora ya es tarde para hacerlo: no creo que me reciba otra vez.

Don Perico los escuchaba alternativamente, moviendo la cabeza hacia el que hablaba.

– Pues tendré que hacerlo yo -dijo Elisa, resuelta.

– Si lo haces, quedarás despedida.

– Si tú lo estás ya, como supongo, ¿piensas que yo iba a seguir aquí? Me daré el gustazo de insultar al tío ese, y luego me iré a la competencia.

Hablaban por encima de don Perico. Éste sentía, en lo íntimo, dolor por no hacer otro tanto. Pero estaba casado y el día primero había que llevar a casa unos miles de pesetas.

CAPÍTULO XXIV

ELISA LE SOLTÓ AL PRESIDENTE todos los insultos que venían a cuento, más otros inapropiados que había oído en alguna parte y que ni siquiera figuraban en su repertorio consciente. Don Leónidas la había escuchado quietecito, sentado, desde el gran sillón presidencial. Cuando ella pronunció, o más bien gritó, el último de los exabruptos, él, muy tranquilo, le dijo:

– Ahora que te has desahogado, siéntate ahí y escúchame.

Elisa se sentó y cruzó las piernas: su actitud era desafiante y ofensiva, pero don Leónidas miraba por encima de ella hacia la salida, hacia la puerta, hacia el techo, hacia cualquier parte…

– El otro día no me quisiste escuchar y he pensado mucho en lo que te dije. Hoy puedo hacerte una proposición más concreta: una proposición que, si lo quieres, puede pasar por el notario. Una proposición casi honesta.

– ¿Y por qué no honesta del todo?

– Eso lo dejamos para dentro de unos años, cuando yo sea un viejo caduco y tú una cuarentona atractiva. ¿Te parece que siga?

– Di lo que quieras.

– Yo te pondría un piso en un lugar de las afueras, un piso decente y amplio, escogido por ti. Y te visitaría una vez por semana, como quien dice los fines de semana, y los días restantes podrías hacer lo que te diera la gana, incluso ponerme los cuernos, que yo lo admitiría con tal de que no fuera con ese repugnante Ansúrez que tienes ahora de novio.

– Y que será mi marido dentro de dos o tres días.

– Luego, ¿rechazas mi oferta?

– No le doy a mi padre ese disgusto, ni aunque me ofrezcas el oro y el moro.

– ¿Ni aunque te ofrezca casarme contigo, pongamos dentro de un mes? No creo que los trámites puedan arreglarse antes.

– Si fueras un Capitán de Fragata que me colocase en otro sitio, lo pensaría. Pero casarme contigo, ¿qué me reportaría? Las mañanas sin trabajo, aburridas…

Don Leónidas la interrumpió:

– … y muchas otras cosas. Por ejemplo, un automóvil.

– ¡Para lo que ibas a durarme! Un año o poco más. ¿Y los hijos, quién iba a ser el padre? Tú no eres capaz, desde luego. Y para hacerlos con otro… No quiero que a mis hijos los llamen hijos de puta.

– Todo eso tiene arreglo.

– Son arreglos que no me gustan. A lo que yo aspiro es a un matrimonio con todas las de la ley, correcto y estable. Un solo hombre para una sola mujer, que es lo que no te cabe a ti en la cabeza.

La mirada de don Leónidas dejó de vagar por el vigamen historiado del techo y se clavó en los ojos de Elisa. Ella quedo quieta y hasta dio un respingo.

– Después de esto -dijo él con toda seriedad- no pretenderás seguir en esta Casa.

– Me sobra dónde trabajan. Te consta.

– Es que no te daré informes.

– Ni falta puñetera que me hacen.

– No dudo que encuentres trabajo, pero será abriéndote de piernas, como lo encontraste aquí.

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