Литмир - Электронная Библиотека

La punta embotonada del florete rozó el cuello de la joven, que miró al maestro de esgrima con la boca entreabierta y los ojos relampagueando de excitación. Jaime Astarloa la estudió detenidamente; tenla dilatadas las aletas de la nariz, y su pecho se estremecía bajo la blusa con respiración agitada. Estaba radiante; como una niña que acabase de abrir el envoltorio de un regalo maravilloso.

– Es excelente, maestro. Increíblemente simple -dijo en un susurro, envolviéndolo en una mirada de cálida gratitud-. ¡Increíblemente simple! -repitió pensativa, mirando después, fascinada, el florete que tenía en la mano. Parecía subyugada por la nueva dimensión mortal que a partir de ese momento cobraba aquella hoja de acero.

Ahí radica quizás su mérito -comentó el maestro de armas-. En esgrima, lo simple es inspiración. Lo complejo es técnica.

Ella sonrió, feliz.

– Poseo el secreto de una estocada que no figura en los tratados de esgrima -murmuró, como si ello le produjese. un intimo placer-. ¿Cuántas personas la conocen? Don Jaime hizo un gesto vago.

– No sé. Diez, tal vez doce… Quizás algunos más. Pero ocurre que unos se la enseñarán a otros, y al cabo de poco tiempo perderá su eficacia. Como ha visto, es muy fácil de parar cuando se la conoce.

– ¿Ha matado a alguien con ella?

El maestro de esgrima miró a la joven con sobresalto. Aquélla no era una pregunta conveniente en labios de una dama.

– No creo que eso venga al caso, señora mía… Con todos mis respetos, no creo que eso venga al caso en absoluto -hizo una pausa, mientras por su mente pasaba el lejano recuerdo de un infeliz desangrándose a borbotones en un prado, sin que nadie pudiera hacer nada por restañar la profunda sangría que brotaba de su garganta atravesada-. Y aunque así hubiera sido, no encuentro en ello nada de lo que pueda sentirme especialmente orgulloso,

Adela de Otero hizo una mueca burlona, como si la cuestión fuera discutible. Y Jaime Astarloa pensó, preocupado, que había un punto de oscura crueldad en el brillo de aquellos ojos color violeta.

Fue Luis de Ayala el primero que planteó la cuestión. Habían llegado hasta él ciertos rumores.

– Inaudito, don Jaime. ¡Una mujer! ¿Y dice usted que es buena tiradora?

– Excelente. Yo fui el primer sorprendido.

El marqués se inclinó, visiblemente interesado.

– ¿Hermosa?

Jaime Astarloa hizo un gesto que pretendía ser imparcial. -Mucho.

– ¡Es usted el mismo diablo, maestro! -Luis de Ayala lo amonestó con un dedo mientras le guiñaba un ojo con aire cómplice-. ¿Dónde encontró esa joya?

Protestó suavemente don Jaime. Era absurdo pensar que a sus años, etcétera. Relación exclusivamente profesional. Seguro que Su Excelencia se hacía cargo.

Luis de Ayala se hizo cargo en el acto.

– Tengo que conocerla, don Jaime.

Dio el maestro de esgrima una ambigua respuesta. No lo hacía muy feliz la perspectiva de que el marqués de los Alumbres conociese a Adela de Otero.

– Naturalmente, Excelencia. Cualquier día de estos. Ningún problema.

Luis de Ayala lo tornó por el brazo; ambos paseaban bajo los frondosos sauces del jardín. El calor se hacía sentir incluso a la sombra, y el aristócrata vestía sólo un ligero pantalón de casimir y una camisa de seda inglesa, cerrada en los puños por gemelos blasonados de oro.

– ¿Casada?

– Lo ignoro.

– ¿No conoce su domicilio?

– Estuve una vez. Pero sólo la vi a ella y a una sirvienta. -¡Vive sola, entonces!

– Esa impresión me causó, mas no puedo asegurarlo -don Jaime empezaba a sentirse molesto con aquel interrogatorio, y se esforzaba en zafarse de él sin pecar de descortés con su cliente y protector-. La verdad es que doña Adela no habla demasiado sobre ella misma. Ya le he dicho a Su Excelencia que nuestra relación, inútil insistir en ello, es exclusivamente profesional: profesor y cliente.

Se detuvieron junto a una de las fuentes de piedra, mofletudo angelote que vertía agua de un cántaro. Un par de gorriones alzaron el vuelo ante la proximidad de los paseantes. Luis de Ayala los observó hasta que desaparecieron entre las ramas de un árbol cercano y después se volvió hacia su interlocutor. Ofrecían notable contraste, la fornida y vigorosa humanidad del marqués junto a la enjuta distinción del maestro de esgrima. A simple vista, cualquiera hubiese pensado que era Jaime Astarloa el aristócrata.

– Nunca es demasiado tarde, entonces, para revisar ciertos principios que parecían inmutables… -aventuró el de los Alumbres con guiño malicioso. Se sobresaltó don Jaime, visiblemente vejado.

– Le ruego que no siga por ese camino, Excelencia-el tono le salió algo picado-. Nunca habría aceptado a esa joven como cliente, de no haber visto en ella indudables dotes técnicas. Puede tener la más completa seguridad.

Suspiró Luis de Ayala, amistosamente socarrón.

– El progreso, don Jaime. ¡Mágica palabra! Los nuevos tiempos, las nuevas costumbres, nos alcanzan a todos. Ni siquiera usted está a salvo de eso.

– Ofreciéndole de antemano mis disculpas, creo que se equivoca, don Luis -era evidente que al maestro de armas le incomodaba mucho el giro que habla tomado la conversación-. Le concedo que considere toda esta historia como el capricho profesional de un viejo maestro, si quiere. Una cuestión… estética. Pero de ahí a afirmar que tal cosa suponga abrir la puerta al progreso y las nuevas costumbres, media un abismo. Ya tengo demasiados años como para encarar seriamente cambios notables en mi modo de pensar. Me considero a salvo tanto de las locuras de juventud como de dar mayor importancia a lo que sólo es, a fe mía, un pasatiempo técnico.

Sonrió aprobador el de los Alumbres ante la mesurada exposición de don Jaime.

– Tiene razón, maestro. Soy yo quien le debe disculpas. Por otra parte, usted nunca ha defendido el progreso…

Jamás. Toda mi vida me he limitado a sostener una cierta idea de mí mismo, y eso es todo. Hay que conservar una serie de valores que no se deprecian con el paso del tiempo. Lo demás son modas del momento, situaciones fugaces y mutables. En una palabra, pamplinas.

El marqués lo miró con fijeza. El tono ligero de la conversación se había disipado por completo.

– Don Jaime, su reino no es de este mundo. Y conste que se lo digo con el máximo respeto, el que usted me inspira… Hace ya tiempo que me honro con su trato, y sin embargo sigo sorprendiéndome a diario con esa peculiar obsesión suya por el sentido del deber. Un deber ni dogmático, ni religioso, ni moral… Tan sólo, y eso es lo insólito en estos tiempos en que todo se compra con dinero, un deber hacia sí mismo, impuesto por su propia voluntad. ¿Usted sabe lo que eso significa hoy en día?

Jaime Astarloa frunció el ceño con testaruda expresión. El nuevo derrotero de la conversación lo incomodaba aún más que el anterior.

– Ni lo sé, ni me interesa, Excelencia.

– Eso es precisamente lo extraordinario de usted, maestro. Que ni lo sabe ni le interesa. ¿Sabe una cosa? A veces me pregunto si en esta pobre España nuestra, los papeles no estarán lamentablemente cambiados, y si la nobleza por derecho no le correspondería a usted en vez de a muchos de mis conocidos, incluido yo mismo.

– Por favor, don Luis…

– Déjeme hablar, hombre de Dios. Déjeme hablar… Mi abuelo, que en paz descanse, compró el titulo porque se enriqueció comerciando con Inglaterra durante la guerra contra Napoleón. Eso lo sabe todo el mundo. Pero la auténtica nobleza, la antigua, no se hizo por importar de contrabando paño inglés, sino por el valor de la espada. ¿Es o no cierto?… Y no irá a decirme, querido maestro, que usted, con una espada en la mano, vale menos que cualquiera de ellos. O que yo.

Jaime Astarloa levantó la cabeza y clavó sus ojos grises en los de Luis de Ayala.

– Con una espada en la mano, don Luis, valgo tanto como el que más.

22
{"b":"100282","o":1}