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Al recibir la noticia, el anciano Montespan sólo murmuró «bien», sin apartar los ojos de los troncos que crepitaban en la chimenea. Murió dos días más tarde sin que su discípulo, que había salido de París para dar tiempo a que se calmasen los ecos del asunto, volviese a verlo con vida.

A su regreso, Jaime Astarloa supo por algunos amigos el fallecimiento de su viejo maestro. Escuchó en silencio, sin gesto de dolor alguno, y salió después a dar un largo paseo por la orilla del Sena. Se detuvo largo rato junto al Louvre, contemplando la sucia corriente que se deslizaba río abajo. Estuvo así, inmóvil, hasta que perdió la noción del tiempo. Ya era de noche cuando pareció volver en sí y emprendió el camino de su casa. A la mañana siguiente supo que, en el testamento, Montespan le había dejado la única fortuna que poseía: sus viejas armas. Compró un ramillete de flores, alquiló una berlina y se hizo llevar al Pére Lachaise. Allí, sobre la anónima lápida de piedra gris bajo la que yacía el cuerpo de su maestro, depositó las flores y el florete con el que había matado a Rolandi.

Todo aquello había ocurrido casi treinta años atrás. Jaime Astarloa contempló su imagen en el espejo de la galería de esgrima. Inclinándose, cogió el quinqué y se estudió cuidadosamente el rostro, arruga por arruga. Montespan habla muerto a los cincuenta y nueve años, contando sólo tres más de los que él tenía ahora, y el último recuerdo que conservaba de su maestro era la imagen de un anciano acurrucado junto al fuego. Se pasó la mano por el cabello blanco. No se arrepentía de haber vivido; había amado y había matado, jamás emprendió nada que deshonrase el concepto que tenía de sí mismo; atesoraba recuerdos suficientes para justificar su vida, aunque constituyesen éstos el único patrimonio de que disponía… Lamentaba únicamente no tener, como Lucien de Montespan había tenido, alguien a quien legar sus armas cuando muriese. Sin brazo que les diera vida, no serían más que objetos inútiles; terminarían en cualquier parte, en el más oscuro rincón de un tenducho de anticuario, cubiertas de polvo y herrumbre, definitivamente silenciosas; tan muertas como su propietario. Y nadie colocaría un florete sobre su tumba.

Pensó en Adela de Otero y sintió una punzada de angustia. Aquella presencia de mujer había entrado en su vida demasiado tarde. Apenas sería capaz de arrancar algunas palabras de mesurada ternura a sus labios marchitos.

Capítulo III Tiempo incierto sobre falso ataque

"En el tiempo incierto, como en cualquier otro movimiento arriesgado, el que sabe tirar debe prever las intenciones del contrario, estudiando cuidadosamente sus movimientos y conociendo los resultados que éstos puedan tener. "

Media hora antes contempló por sexta vez su imagen en el espejo, obteniendo una impresión satisfactoria. Pocos de sus conocidos ofrecían semejante aspecto a su edad. De lejos se le habría tomado por un joven, debido a la delgadez y agilidad de movimientos, conservados por el ejercicio continuo de la profesión. Se había rasurado a conciencia con su vieja navaja inglesa de mango de marfil, y recortado más cuidadosamente que de costumbre el fino bigote gris. El pelo blanco, algo rizado en la nuca y las sienes, estaba peinado hacia atrás con sumo esmero; la raya, alta y a la izquierda, era tan impecable como si hubiera sido trazada con ayuda de una regla.

Se encontraba de buen ánimo, ilusionado como un cadete que, estrenando uniforme, acudiese a su primera cita. Lejos de incomodarle aquella casi olvidada sensación, se recreaba en ella, complacido. Cogió su único frasco de agua de colonia y dejó caer unas gotas en las manos, palmeándose después suavemente las mejillas con el discreto aroma. Las arrugas que rodeaban sus ojos grises se acentuaron en una íntima sonrisa.

Por descontado, nada equívoco esperaba de la cita. Jaime Astarloa era demasiado consciente de la situación como para albergar estúpidos ensueños. Sin embargo, no se le escapaba que todo aquello encerraba un especial atractivo. Que por primera vez en su vida tuviese por cliente a una mujer, y que ésta fuese precisamente Adela de Otero, daba a la situación un singular matiz que en su fuero interno calificaba de estético, aunque sin saber muy bien por qué. El hecho de que su nuevo cliente perteneciera al sexo opuesto, era algo que ya tenía asumido; dominada la inicial resistencia, rechazados los prejuicios hasta un rincón en el que apenas se les oía protestar débilmente, su lugar era ocupado ahora por la grata sensación de que algo nuevo estaba ocurriendo en su hasta entonces monótona existencia. Y el maestro de esgrima se abandonaba, complacido, a lo que se le antojaba un otoñal e inofensivo escarceo, un sutil juego de sentimientos recién recobrados, en donde él sería único protagonista consciente.

A las cinco menos cuarto hizo una última inspección de la casa. En el estudio que servia de salón recibidor todo se hallaba en orden. La portera, que limpiaba las habitaciones tres veces por semana, había bruñido cuidadosamente los espejos de la galería de esgrima, donde las pesadas cortinas y los postigos entornados creaban un grato ambiente de dorada penumbra. A las cinco menos diez se miró por última vez en un espejo y rectificó con un par de apresurados toques lo que le pareció algún descuido en su indumentaria. Vestía como de costumbre cuando trabajaba en casa: camisa, calzón ceñido de esgrima, medias y escarpines de piel muy flexible; todo ello de inmaculada blancura. Para la ocasión se había puesto una casaca azul oscura de paño inglés, pasada de moda y algo gastada por el uso, pero cómoda y ligera, que él sabía le daba un aire de negligente elegancia. En torno al cuello se cruzó un fino pañuelo de seda blanca.

Cuando el pequeño reloj de pared estaba a punto de dar las cinco campanadas, fue a sentarse en el sofá del estudio, cruzó las piernas y abrió distraídamente un libro que había sobre la mesita contigua, una ajada edición en cuarto del Memorial de Santa Helena. Pasó dos o tres páginas sin prestar atención a lo que leía y miró las manecillas del reloj: las cinco y siete minutos. Divagó unos instantes sobre la impuntualidad femenina y después lo asaltó el temor de que ella se hubiera vuelto atrás. Empezaba a inquietarse cuando llamaron a la puerta.

Los ojos violeta lo miraban con irónica animación.

– Buenas tardes, maestro.

– Buenas tardes, señora de Otero.

Ella se volvió hacia la doncella que aguardaba en el descansillo de la escalera. Don Jaime reconoció a la chica morena que le había abierto la puerta en el piso de la calle Riaño.

– Está bien, Lucia. Pasa a buscarme dentro de una hora.

La sirvienta entregó a su ama un pequeño bolso de viaje y, tras hacer una inclinación, bajó a la calle. Adela de Otero se quitó el largo alfiler con que sujetaba el sombrero y puso éste y la sombrilla en las manos solícitas de don Jaime. Después anduvo unos pasos por el estudio, deteniéndose como la otra vez ante el retrato de la pared.

– Era un hombre guapo -repitió, como el día anterior.

El maestro de esgrima había cavilado mucho sobre el recibimiento que debía dispensar a la dama, inclinándose finalmente por una actitud estrictamente profesional. Carraspeó, dando a entender que Adela de Otero no estaba allí para glosar las facciones de sus antepasados, y con un gesto que procuró fuese frío y cortés a un tiempo la invitó a pasar a la galería sin más dilación. Ella lo miró un instante con divertida sorpresa y después movió lenta y afirmativamente la cabeza, como alumna obediente. La pequeña cicatriz en la comisura derecha mantenía en su boca aquella enigmática sonrisa que tanto inquietaba a don Jaime.

Llegados a la galería, descorrió el maestro una de las cortinas para dejar entrar la luz que llegó a raudales, multiplicada por los grandes espejos. Los rayos de sol incidieron sobre la joven, enmarcándola a contraluz en un halo dorado. Ella miró a su alrededor, visiblemente complacida por el ambiente de aquella estancia, mientras sobre la muselina de su vestido centelleaba una piedra de color violeta. Pensó el maestro que Adela de Otero siempre llevaba algo que hiciera juego con sus ojos, a los que sabia sacar indudable partido.

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