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Campillo lo miraba ahora con fijeza, fruncido ligeramente el ceño, tamborileando con los dedos sobre el brazo del sillón. En ese momento, por primera vez, pensó don Jaime que también él podía ser considerado sospechoso a ojos de las autoridades. En resumidas cuentas, a Luis de Ayala lo habían matado con un florete.

Fue entonces cuando el jefe de policía pronunció las palabras que había estado temiendo durante toda la conversación:

– ¿Conoce a una tal Adela de Otero?

El viejo corazón del maestro de esgrima se detuvo un instante y reemprendió alocadamente sus palpitaciones. Tragó saliva antes de contestar.

– Sí -respondió con toda la sangre fría de que era capaz-. Fue cliente de mi galería. Campillo se inclinó hacia él, sumamente interesado.

– Ignoraba eso. ¿Ya no lo es?

– No. Prescindió de mis servicios hace varias semanas. -¿Cuántas?

– No sé. Cosa de mes y medio. -¿Por qué? -Lo ignoro.

El jefe de policía se echó hacia atrás en el sillón y sacó otro cigarro del bolsillo mientras miraba a don Jaime con aire de profunda meditación. Esta vez no agujereó el habano con un palillo, sino que se limitó a morder distraídamente un extremo.

– ¿Estaba usted al tanto de su… amistad con el marqués?

El maestro de armas hizo un gesto afirmativo.

– Muy superficialmente -aclaró-. Que yo sepa, su relación se inició después de que ella dejase de asistir a mi galería. No volví… -dudó un momento antes de terminar la frase-. No volví a ver a esa dama.

Campillo encendía el cigarro entre una nube de humo que irritó el olfato de Jaime Astarloa. En la frente del maestro de armas brillaban minúsculas gotas de sudor.

– Hemos interrogado a los sirvientes -dijo el policía al cabo de un rato-. Gracias a ellos sabernos que la señora de Otero visitaba esta casa con asiduidad. Todos coinciden en asegurar que el difunto y ella mantenían relaciones de tipo, ejem, íntimo.

Don Jaime sostuvo la mirada de su interlocutor como si todo aquello no le afectase en lo más mínimo.

– ¿Y bien? -preguntó, procurando adoptar un aire distante. Sonrió a medias el jefe de policía, pasándose un dedo por las guías del teñido bigote.

– A las diez de la noche -explicó en tono casi confidencial, como si el cadáver de la habitación vecina pudiera oírlos- el marqués despidió a los criados. Sabemos que acostumbraba a hacerlo cuando esperaba visitas que podríamos definir como… galantes. Los sirvientes se retiraron a su pabellón, que está al otro lado del jardín. No escucharon nada sospechoso; sólo lluvia y truenos. Esta mañana, sobre las siete, al entrar en la casa, encontraron el cadáver de su amo. En el otro extremo de la habitación había un florete con la hoja manchada de sangre. El marqués estaba frío y rígido, llevaba varias horas muerto. Fiambre total.

Se estremeció el maestro de esgrima, incapaz de compartir el macabro humor del jefe de policía.

– ¿Conocen la identidad del visitante?

Chasqueó Campillo la lengua con desaliento.

– No. Sólo podemos deducir que entró por una discreta puerta que se abre al otro lado del palacio, en el pequeño callejón sin salida que a menudo usaba el marqués como cochera… Buena cochera, dicho sea de paso: cinco caballos, una berlina, un cupé, un tíl-buri, un faetón, un cochero inglés… -suspiró melancólicamente, dando a entender que, a su juicio, el difunto marqués no se privaba de nada-. Pero, volviendo al tema que nos ocupa, reconozco que nada hay que nos permita saber si el asesino fue hombre o mujer, una o varias personas. No hay huellas de ningún tipo, a pesar de que llovía a cántaros.

– Una situación difícil, por lo que veo.

– Así es. Difícil e inoportuna. Con la zarabanda política que vivimos estos días, el país al borde de la guerra civil y todo lo demás, me temo que la investigación se presenta laboriosa. El ruido que puede hacer el asesinato de un marqués se convierte en mera anécdota cuando está en juego un trono, ¿no es cierto?… Como ve, el asesino supo escoger el momento apropiado -Campillo soltó una bocanada de humo y miró apreciativamente el cigarro. Observó don Jaime que era de Vuelta Abajo, con la misma vitola que solía fumar Luis de Ayala. Sin duda, en el curso de sus pesquisas, la autoridad competente había tenido ocasión de meter mano en la tabaquera del fallecido-. Pero volvamos a doña Adela de Otero, si no le importa. Ni siquiera sabemos si es señora o señorita… ¿Está usted al corriente?

– No. Siempre la llamé señora, y nunca me corrigió. -Me dicen que es guapa. Una mujer de bandera.

– Supongo que cierta clase de gente la puede definir así.

El jefe de policía pasó por alto la alusión.

– Ligera de cascos, por lo que veo. Esa historia de la esgrima…

Campillo guiñó un ojo con aire cómplice, y Jaime Astarloa decidió que eso era mucho más de lo que estaba dispuesto a soportar. Se puso en pie.

– Ya le he dicho antes que es muy poco lo que sé sobre esa dama -dijo con sequedad-. De un modo u otro, si tanto interés tiene en ella, puede ir a interrogarla directamente. Vive en el número catorce de la calle Riaño.

El jefe de policía no se movió, y el maestro de esgrima comprendió en el acto que algo no funcionaba como era debido en alguna parte. Campillo lo miraba desde el sillón, con el cigarro entre los dedos. Tras los cristales de las gafas, sus ojos de pez brillaban con maliciosa ironía, como si todo aquello pudiera contemplarse desde un ángulo muy divertido.

– Naturalmente -parecía encantado con la situación, saboreando una broma que hubiera estado reservando para el final-. Por supuesto, usted no tenía por qué saberlo, señor Astarloa. No podía saberlo, es cierto… Su ex cliente, doña Adela de Otero, ha desaparecido de su domicilio. ¿No es una curiosa coincidencia?… Matan al marqués y ella se esfuma sin dejar rastro, fíjese. Como si se la hubiera tragado la tierra.

Capítulo VI Desenganche forzado

Densenganche forzado es aquel con cuyo auxilio el adversario ha logrado la ventaja

Terminadas las diligencias oficiales, el jefe de policía acompañó a don Jaime hasta la puerta, dándole cita para el día siguiente en su despacho de Gobernación. «Si los acontecimientos lo permiten», había añadido mientras esbozaba una mueca resignada, en clara alusión a los críticos momentos por los que atravesaba el país. Se alejó sombrío el maestro de esgrima. Experimentaba alivio por dejar atrás el lugar de la tragedia y el desagradable interrogatorio policial, pero al mismo tiempo se enfrentaba a una ingrata evidencia: ahora tendría tiempo para meditar a solas sobre los recientes sucesos, y no lo hacía muy feliz la perspectiva de dar libre curso a sus pensamientos.

Se detuvo junto a la verja del Retiro, apoyando la frente en los barrotes de hierro forjado mientras su mirada vagaba por los árboles del parque. La estima que había sentido por Luis de Ayala, el doloroso estupor tras su muerte, no bastaban, sin embargo, para colmar de indignación sus sentimientos. La existencia de cierta sombra de mujer, sin duda relacionada de algún modo con todo aquello, alteraba profundamente lo que, en principio, debía ser objetiva evaluación de los hechos por su parte. Don Luis había sido asesinado, y don Luis era un hombre al que él apreciaba. Aquello, pensó, tenía que ser motivo suficiente para desear que la justicia cayese sobre los autores del crimen. ¿Por qué, entonces, no había sido sincero con Campillo, contándole cuanto sabía?

Movió la cabeza, desalentado. En realidad, no estaba seguro de que Adela de Otero fuese responsable de lo ocurrido… El pensamiento sólo se sostuvo unos instantes, retirándose después ante el peso de lo evidente. Era inútil engañarse. No sabía si la joven había clavado un florete en la garganta del marqués de los Alumbres, pero lo innegable era que, de forma directa o indirecta, algo había tenido que ver con ello. Su inesperada aparición, el interés demostrado por conocer a Luis de Ayala, su actitud en las últimas semanas, su sospechosa y oportuna desaparición… Todo, hasta el menor detalle, hasta la última palabra pronunciada por ella, parecía ahora responder a un plan ejecutado con implacable frialdad. Además estaba aquella estocada. Su estocada.

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