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Señalaba con el cigarro hacia la mesa contigua, cubierta por su correspondiente sábana. Bajo ella se adivinaba una silueta más menuda y frágil.

El policía exhaló una densa bocanada de humo e hizo detenerse a don Jaime junto al cadáver cubierto.

– Apareció a media mañana, en el Manzanares. Más o menos a la hora en que usted y yo charlábamos amenamente en el palacio de Villaflores. Sin duda fue arrojada allí durante la pasada noche.

– ¿Arrojada?

– Eso he dicho -soltó una risita sarcástica, como si en todo aquello hubiese algo que no dejaba de tener su gracia-. Puedo asegurarle que se trata de cualquier cosa menos un suicidio, o accidente… ¿De verdad no sigue mi consejo y le da unas chupadas a un cigarro? Como guste. Mucho me temo, señor Astarloa, que lo que va a ver tarde bastante tiempo en olvidarlo; es un poco fuerte. Pero su' testimonio resulta necesario para completar la identificación. Una identificación que no es tarea fácil… Ahora mismo va usted a comprobar por qué.

Mientras hablaba, hizo una seña al empleado y éste retiró la sábana que cubría el cuerpo. El maestro de esgrima sintió una profunda náusea subirle desde el estómago, y a duras penas pudo contenerla aspirando desesperadamente el aire. Las piernas le flaque-aron hasta el punto en que hubo de apoyarse en el mármol para no caer al suelo.

– ¿La reconoce?

Don Jaime se obligó a mantener la vista fija en el cadáver desnudo. Era el cuerpo de una mujer joven, de mediana estatura, que quizás hubiera sido atractivo unas horas antes. La piel tenía el color de la cera, el vientre estaba profundamente hundido entre los huesos de las caderas, y los pechos, que posiblemente fueron hermosos en vida, caían a cada lado, hacia los brazos inertes y rígidos que se extendían a los costados.

– Un trabajo fino, ¿verdad? -murmuró Campillo a su espalda.

Con un supremo esfuerzo, el maestro de esgrima miró de nuevo lo que había sido un rostro. En lugar de facciones habla una carnicería de piel, carne y huesos. La nariz no existía, y la boca era sólo un oscuro agujero sin labios, por la que se veían algunos dientes rotos. En el lugar de los ojos había sólo dos rojizas cuencas vacías. El cabello, negro y abundante, estaba sucio y revuelto, conservando todavía el légamo del río.

Sin poder soportar durante más tiempo aquel espectáculo, estremecido de horror, don Jaime se apartó de la mesa. Sintió bajo su brazo la precavida mano del policía, el olor del cigarro y luego la voz, que le llegó en un grave susurro.

– ¿La reconoce?

Negó don Jaime con la cabeza. Por su mente alterada pasó el recuerdo de una vieja pesadilla: una muñeca ciega flotaba en un charco. Pero fueron las palabras que Campillo pronunció después las que hicieron que un frío mortal se deslizase lentamente hasta el rincón más oculto de su alma:

– Sin embargo, señor Astarloa, debería usted poder reconocerla, a pesar de la mutilación… ¡Se trata de su antigua cliente, doña Adela de Otero!

Capítulo VII De la llamada

«Dar una llamada, en esgrima, es hacer que el adversario salga de su posición de guardia»

Tardó algún tiempo en percatarse de que el jefe de policía le estaba hablando desde hacía rato. Habían salido del sótano y se encontraban de nuevo al nivel de la calle, sentados en un pequeño despacho del Instituto Forense. Jaime Astarloa permanecía inmóvil, echado hacia atrás en el asiento, mirando sin ver un borroso grabado que colgaba de la pared, un paisaje nórdico, con lagos y abetos. Tenía los brazos colgando a los costados y un tono opaco, desprovisto de toda expresión, velaba sus ojos grises.

Apareció enredada entre los juncos, bajo el puente de Toledo, en la orilla izquierda. Es extraño que no la arrastrase la corriente, si consideramos la tormenta que cayó durante la noche; eso nos permite suponer que la echaron al agua poco antes de que amaneciese. Lo que no logro entender es por qué se tomaron la molestia de llevarla hasta allí, en vez de dejarla en su casa.

Campillo hizo una pausa, mirando inquisitivo al maestro de esgrima, como dándole oportunidad de hacer alguna pregunta. Al no observar ninguna reacción, encogió los hombros. Aún tenía el habano entre los dientes, y limpiaba el cristal de sus quevedos con un arrugado pañuelo que había sacado del bolsillo.

– Cuando me avisaron del hallazgo del cuerpo, ordené que forzasen la puerta de la casa. Debíamos haberlo hecho mucho antes, porque allí dentro el panorama era muy feo: huellas de lucha, algunos destrozos en el mobiliario, y sangre. Mucha sangre, a decir verdad. Un gran charco en el dormitorio, un reguero en el pasillo… Parecía que hubiesen degollado a una ternera, si me permite el término -miró al maestro de esgrima acechando el efecto de sus palabras; parecía interesado en comprobar si la descripción era bastante realista para impresionarlo. Debió de opinar que no, porque frunció el ceño, frotó con más energía los quevedos y siguió enumerando detalles macabros sin dejar de espiarlo por el rabillo del ojo-. Parece que la mataron de esa forma tan… concienzuda, y después la sacaron ocultamente, para arrojarla al río. Ignoro si hubo alguna etapa intermedia, ya me entiende, tortura o algo similar; aunque en vista del estado en que la dejaron, mucho me temo que sí. De lo que no cabe la menor duda es de que la señora de Otero pasó un mal rato antes de salir, bastante muerta, de su piso de la calle Riaño…

Campillo hizo una pausa para colocarse cuidadosamente los anteojos, tras mirarlos al trasluz con aire satisfecho.

– Bastante muerta -repitió, pensativo, intentando retomar el hilo de su discurso-. Encontramos también en el dormitorio varios mechones de pelo que, ya lo hemos comprobado, corresponden a la difunta. Había además un trozo de tela azul, posiblemente arrancado en la lucha, que se corresponde también con el que le falta al vestido que tenía puesto cuando la encontraron en el río -el policía metió dos dedos en el bolsillo superior del chaleco y sacó un pequeño anillo en forma de fino aro de plata-. El cadáver tenía esto en el dedo anular de la mano izquierda.?Lo ha visto alguna vez?

Jaime Astarloa entornó los párpados y volvió a abrirlos como si despertara de un largo sueño. Cuando se volvió lentamente hacia Campillo estaba muy pálido; hasta la última gota de sangre parecía habérsele retirado del rostro. -¿Perdón?

El policía se removió en el asiento; era evidente que había esperado mayor cooperación por parte de Jaime Astarloa, y empezaba a sentirse irritado por su actitud, muy parecida a la de un sonámbulo. Tras la emoción de los momentos iniciales, éste se encerraba ahora en un obstinado mutismo, como si toda aquella tragedia le fuera indiferente.

– Le preguntaba si ha visto alguna vez este anillo.

El maestro de armas alargó la mano, cogiendo entre los dedos el fino aro de plata. En su memoria brotó el doloroso recuerdo de ese brillo metálico en una mano de piel morena. Lo dejó sobre la mesa.

– Era de Adela de Otero -confirmó con voz neutra.

Campillo hizo otro intento.

– Lo que no logro entender, señor Astarloa, es por qué se ensañaron con ella de ese modo. ¿Una venganza, quizás?… ¿Tal vez quisieron arrancarle una confesión?

– No sé.

– ¿Sabe usted si esa mujer tenía enemigos? -No sé.

– Una pena lo que le hicieron. Debió de ser muy hermosa.

Pensó don Jaime en un cuello desnudo de tez mate, bajo el cabello negro recogido en la nuca por un pasador de nácar. Recordó una puerta entreabierta y un rumor de enaguas, una piel bajo la que parecía estremecerse una cálida languidez. «Yo no existo», había dicho ella una vez, la noche en que todo fue posible y nada ocurrió. Ahora era cierto; ya no existía. Tan sólo carne muerta pudriéndose sobre una mesa de mármol.

– Mucho -respondió al cabo de un rato-. Adela de Otero era muy hermosa.

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