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Capítulo IV Estocada corta

"La estocada corta en extensión, normalmente expone al que la ejecuta sin tino ni prudencia. Por otra parte, nunca debe hacerse la extensión en terreno embarazado, desigual o resbaladizo."

Entre calores y rumores, los días transcurrían lentamente. Don Juan Prim anudaba lazos de conspiración a orillas del Támesis mientras largas cuerdas de presos serpenteaban a través de campos calcinados por el sol, camino de los presidios de África. A Jaime Astarloa todo aquello le traía sin cuidado, pero resultaba imposible sustraerse a los efectos. Había revuelo en la tertulia del Progreso. Agapito Cárceles blandía como una bandera un ejemplar de La Nueva Iberia con fecha atrasada. En un sonado editorial, bajo el título «La última palabra», se revelaban ciertos acuerdos secretos establecidos en Bayona entre los exiliados partidos de izquierda y la Unión Liberal con vistas a la destrucción del régimen monárquico y la elección por sufragio universal de una Asamblea Constituyente. El asunto databa de tiempo atrás, pero La Nueva Iberia había hecho saltar la liebre. Todo Madrid hablaba de ello.

– Más vale tarde que nunca -aseguraba Cárceles, agitando provocador el periódico ante el enfurruñado bigote de don Lucas Rioseco-. ¿Quién decía que ese pacto era contra natura? ¿Quién? -puñetazo exultarte sobre el papel impreso, ya bastante manoseado por los contertulios- Los obstáculos tradicionales tienen los días contados, caballeros. La Niña, a la vuelta de la esquina.

– ¡Nunca! ¡Revolución, nunca! ¡Y república mucho menos! -a pesar de su indignación, a don Lucas se le veía algo apabullado por las circunstancias-. Como mucho, y digo como mucho, don Agapito, Prim tendrá prevista una solución de recambio para mantener la monarquía. El de Reus jamás daría vía libre al marasmo revolucionario. ¡Jamás! A fin de cuentas es un soldado. Y todo soldado es un patriota. Y como todo patriota es monárquico, pues…

– ¡No tolero insultos! -bramó Cárceles, exaltado-. Exijo que se retracte, señor Rioseco. Don Lucas, cogido de través, miró a su antagonista con visible desconcierto. -Yo no lo he insultado, señor Cárceles.

Congestionado por la ira, el periodista puso al cielo y a los contertulios por testigos: -¡Dice que no me ha insultado! ¡Dice que no me ha insultado, cuando todos ustedes

han oído perfectamente a este caballero asegurar, de forma gratuita e inoportuna, que yo

soy monárquico!.

– Yo no he dicho que usted…

– ¡Niéguelo ahora! ¡Niéguelo usted, don Lucas, que se dice hombre de honor! ¡Niéguelo, ante el juicio de la Historia que lo contempla!

= Me digo y soy hombre de honor, don Agapito. Y el juicio de la Historia me importa un rábano. Además, no viene al caso… ¡Diantre!, tiene usted la virtud de hacer que pierda el hilo. ¿De qué diablos estaba hablando?

El dedo acusador de Cárceles apuntó al tercer botón del chaleco de su interlocutor.

– Usted, señor mío. Usted acaba de afirmar que todo patriota es monárquico. ¿Es cierto o no lo es? -Es cierto.

Cárceles soltó una carcajada sarcástica, de acusador público a punto de enviar al reo convicto y confeso al garrote vil.

– ¿Acaso soy yo monárquico? ¿Acaso soy yo monárquico, señores?

Todos los presentes, incluido Jaime Astarloa, se apresuraron a declarar que ni por asomo. Triunfante, Cárceles se volvió hacia don Lucas:

– ¡Ya lo ve!

– ¿Qué es lo que tengo que ver?

Yo no soy monárquico, y sin embargo, soy un patriota. Usted me ha insultado, y exijo una satisfacción.

– ¡Usted no es un patriota ni harto de vino, don Agapito! -¿Que yo…?

En este punto fue precisa la ritual intervención del resto de la tertulia para evitar que Cárceles y don Lucas llegaran a las manos. Serenados los ánimos, volvió la conversación general a discurrir por las cábalas políticas que se hacían sobre una eventual sucesión para Isabel II.

– Quizás el duque de Montpensier -apuntó Antonio Carreño a media voz-. Aunque aseguran que Napoleón III le tiene puesto el veto.

– Sin descartar -puntualizó don Lucas, ajustándose el monóculo caído durante la reciente refriega- la posible abdicación en el infante don Alfonso…

Aquí volvió a saltar Cárceles como si le hubiesen mentado a la madre:

– ¿El Puigmoltejo? Usted sueña, señor Rioseco. No más Borbones. Se acabó. Sic transit gloria borbónica y otros latines que me callo. Bastante hemos tenido ya que sufrir los españoles con el abuelo y con la mamá. Sobre el padre no me pronuncio por falta de pruebas.

Terció Antonio Carreño con sensatez de funcionario técnico, detalle que lo ponía a salvo de quedar cesante fueran por donde fuesen los tiros.

– Tendrá que reconocer, don Lucas, que las gotas han colmado el vaso de la paciencia española. Algunas de las crisis palatinas organizadas por Isabelita responden a motivos que sonrojarían al más pintado.

– ¡Calumnias!

– Bueno, calumnias o lo que sean, en las logias consideramos que se han rebasado los límites de lo tolerable…

Don Lucas, congestionado el rostro de fervor monárquico, se defendía en las últimas trincheras bajo el ojo guasón de Cárceles. Volvióse hacia Jaime Astarloa, en angustiosa demanda de auxilio.

– ¿Usted los oye, don Jaime?… Diga algo, por Dios. Usted es hombre razonable.

El aludido se encogió de hombros mientras removía apaciblemente el café con la cucharilla.

– Lo mío es la esgrima, don Lucas.

– ¿Esgrima? ¿Quién piensa en esgrima estando en peligro la monarquía?

Marcelino Romero, el profesor de música, se apiadó del acosado don Lucas. Dejando de masticar su media tostada, hizo una candorosa observación sobre el casticismo y simpatía que, eso nadie podía negarlo, tenía la reina. Sonó la risita sardónica de Carreño mientras Agapito Cárceles cerraba sobre el pianista con clamorosa indignación:

– ¡Con casticismo no se gobiernan reinos, señor mío! -espetó-. Para eso es preciso tener patriotismo -mirada de soslayo a don Lucas- y vergüenza.

– Vergüenza torera -remachó Carreño, frívolo.

Don Lucas golpeó el suelo con el bastón, impaciente ante tanto desafuero.

– ¡Qué fácil es condenar! -exclamó moviendo tristemente la cabeza-. ¡Qué fácil hacer leña del pobre árbol que se tambalea! Y precisamente usted, don Agapito, que fue cura…

– ¡Alto ahí! -interrumpió el periodista-. ¡Eso dígalo en pretérito pluscuamperfecto!

– Lo fue, lo fue aunque le pese -insistió don Lucas, encantado de haber tocado un punto que fastidiaba a su contertulio.

Cárceles se llevó una mano al pecho y puso al cielo raso por testigo. -¡Reniego de la sotana que vestí en momentos de juvenil obcecación, negro símbolo del oscurantismo!

Asintió gravemente Antonio Carreño, en mudo homenaje a tal alarde retórico. Don Lucas seguía a lo suyo:

– Usted que fue cura, don Agapito, debe saber mejor que nadie una cosa: la caridad es la más excelsa de las virtudes cristianas. Hay que ser generoso y tener caridad cuando se enjuicia la figura histórica de nuestra soberana.

– Su soberana de usted, don Lucas.

– Llámela como quiera.

– La llamo de todo: caprichosa, voluble, supersticiosa, inculta y otras cosas que me callo.

– No estoy dispuesto a tolerar sus impertinencias.

Los contertulios se vieron de nuevo en la obligación de pedir calma. Ni don Lucas ni Agapito Cárceles eran capaces de matar una mosca, pero todo aquello formaba parte de la liturgia repetida cada tarde.

– Hemos de tener en cuenta -don Lucas se retorcía las guías del bigote, procurando no darse por enterado de la mirada socarrona que le dirigía Cárceles- el desgraciado matrimonio de nuestra soberana, a espaldas de todo atractivo físico, con don Francisco de Asís… Las desavenencias conyugales, que son del dominio público, facilitaron la actuación de camarillas cortesanas y políticos sin escrúpulos, favoritos y mangantes. Ésos, y no la pobre Señora, son los responsables de la triste situación que hoy vivimos.

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