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Cárceles ya se había contenido demasiado tiempo:

– ¡Vaya a contarle eso a los patriotas presos en África, a los deportados a Canarias o Filipinas, a los emigrados que pululan por Europa! -el periodista estrujaba La Nueva Iberia entre las manos, embargado de ira revolucionaria-. El actual Gobierno de Su Majestad Cristianísima está haciendo buenos a los anteriores, lo que ya es decir bastante. ¿Es que no ve usted el panorama?… Hasta politicastros y espadones que no tienen una gota de sangre demócrata en sus venas han sido desterrados por el mero hecho de ser sospechosos, o de dudosa adhesión a la infame política de González Bravo. Pase revista, don Lucas. Pase revista: desde Prim a Olózaga, pasando por Cristino Martos y los demás. Ya ve que incluso la Unión Liberal, como acabamos de leer, pasó por el trágala en cuanto el viejo O'Donnell se fue a criar malvas. La causa de Isabel ya no tiene otro apoyo que las divididas y ruinosas fuerzas moderadas, que se tiran los trastos a la cabeza porque el poder se les escapa de las manos y ya no saben a qué santo encomendarse… Su monarquía de usted hace agua y aguas, don Lucas. Aguas menores… y mayores.

– La verdad es que Prim está al caer -susurró confidencialmente Antonio Carreño, en un rasgo de originalidad que fue acogido con guasa por sus contertulios. Cárceles cambió la dirección de su implacable artillería.

– Prim, como hace poco apuntaba nuestro amigo don Lucas, es un militar. Un miles más o menos gloriosus, pero miles al fin y al cabo. No me fío un pelo.

– El conde de Reus es un liberal -protestó Carreño.

Cárceles dio un puñetazo sobre el velador de mánnol, estando a punto de derramar el café de las tazas.

– ¿Liberal? Permita que me ría, don Antonio- ¡Prim un liberal!… Cualquier auténtico demócrata, cualquier patriota probado como el que suscribe, debe desconfiar por principio de lo que u, militar tenga en la cabeza, y Prim no es una excepción ¿Olvidan ustedes su pasado autoritario? ¿Sus ambiciones políticas?… En el fondo, por mucho que las circunstancias lo obliguen a conspirar entre nieblas británicas, cualquier general necesita tener a mano un rey de la baraja para seguir jugando a ser el caballo de espadas… A ver, señores. ¿Cuántos pronunciamientos hemos tenido en lo que va de siglo? ¿Y cuántos han sido para proclamar la república?… Ya lo ven. Nadie le regala graciosamente al pueblo lo que sólo el pueblo es capaz de exigir y conquistar. Caballeros, a mí Prim me da mala espina. Seguro de que, en cuanto llegue, se nos saca un rey de la manga. Ya lo dijo el gran Virgilio: Timeo Danaos et dona ferentis.

Se oyó bullicio en la calle Montera. Un grupo de transeúntes se agolpaba al otro lado de la ventana, señalando hacia la Puerta del Sol.

– ¿Qué pasa? -preguntó ávidamente Cárceles, olvidándose de Prim. Carreño se habla acercado a la puerta. Ajeno a las conmociones políticas, el gato dormitaba en su rincón.

– ¡Parece que hay jarana, señores! -informó Carreño-. ¡Habrá que echar un vistazo!

Salieron los contertulios a la calle. Grupos de curiosos se congregaban en la Puerta del Sol. Se veía movimiento de carruajes y guardias que invitaban a los desocupados a tomar otro camino. Varias mujeres subían calle arriba con apresurado sofoco, echando temerosas miradas por encima del hombro. Jaime Astarloa se acercó a un guardia.

– ¿Ha ocurrido alguna desgracia?

El guindilla se encogió de hombros; saltaba a la vista que los acontecimientos rebasaban su capacidad de análisis.

– No lo veo muy claro, caballero -dijo con visible embarazo, tocándose con los dedos la visera al comprobar el distinguido aspecto de quien lo interpelaba-. Parece que han detenido a media docena de generales… Dicen que los llevan a la prisión militar de San Francisco.

Don Jaime puso al corriente a sus contertulios, siendo acogidas sus noticias con exclamaciones de consternación. Resonó en mitad de la calle Montera la voz triunfante del irreductible Agapito Cárceles:

– ¡Señores, esto está cantado! ¡Pintan bastos!… ¡Es el último zarpazo de la represión ciega!

Estaba frente a él, bella y enigmática, con un florete en la mano y pendiente de los gestos del maestro de armas.

– Es muy simple. Fíjese bien, por favor -Jaime Astarloa levantó su acero y lo cruzó suavemente con el de ella, de un modo tan leve que parecía una metálica caricia-. La estocada de los doscientos escudos se inicia con lo que llamamos tiempo marcado: un falso ataque presentando al adversario una apertura en cuarta, para incitarlo a tirar en esa posición… Así, eso es. Respóndame en cuarta. Perfecto. Yo paro con la contra de tercia, ¿ve?… Desengancho y tiro, manteniendo siempre la apertura para inducirla a usted a oponerme una contra de tercia y que vuelva a tirar en cuarta de inmediato… Muy bien. Como puede comprobar, hasta aquí no hay secreto alguno.

Adela de Otero se detuvo, pensativa, con los ojos clavados en el florete del maestro de esgrima.

– ¿No es peligroso ofrecerle dos veces al adversario esa apertura? Don Jaime negó con la cabeza.

– En absoluto, señora mía. Siempre y cuando se domine la contra de tercia, lo que es su caso. Es evidente que mi estocada encierra un riesgo, por supuesto; pero sólo en el caso de que quien recurra a ella no sea persona avezada en nuestro arte, y la domine a la perfección. Nunca se me ocurriría enseñársela a un aprendiz de esgrimista, porque estoy seguro de que se haría matar en el acto al ejecutarla… ¿Comprende ahora la reserva inicial, cuando usted me hizo el honor de solicitar mis servicios?

La joven le dedicó una sonrisa encantadora.

– Le ruego me excuse, maestro. Usted no podía saber…

– En efecto. No podía saberlo. Y todavía ahora sigo sin explicarme bien cómo usted… -se interrumpió brevemente, mirándola absorto-. Bueno, basta de charla. ¿Proseguimos? -Adelante.

– Bien -los ojos del maestro eludían los de la joven, al hablar-. Apenas el adversario tira por segunda vez, en el preciso instante en que rozan los aceros, hay que doblar con esta contraparada, así, tirando de inmediato en cuarta por fuera del brazo… ¿Lo ve? Es normal que el adversario recurra a la parada de punta volante, doblando el codo y levantando su florete casi vertical para desviar el ataque. Eso es.

Jaime Astarloa se detuvo de nuevo, con el extremo de su arma apoyado en el hombro derecho de Adela de Otero. Sintió que se alteraba el latir de su corazón ante el contacto con la carne de ella, que parecía llegarle a través del acero que sostenía entre los dedos, como si aquél fuese una simple prolongación de éstos… «Sentiment du fer», murmuró para sus adentros mientras se estremecía imperceptiblemente. La joven miró de soslayo el florete, y la cicatriz de su boca se acentuó en una sutil sonrisa. Avergonzado, el maestro de esgrima levantó el acero una pulgada. Ella parecía haber penetrado sus sentimientos.

– Bien. Ahora viene el momento decisivo -continuó don Jaime, esforzándose por recobrar la concentración que durante unos instantes se le había escapado por completo-. En vez de lanzar la estocada en toda su extensión, cuando el adversario ya ha iniciado el movimiento se vacila durante un segundo, como si se estuviese realizando un falso ataque con intención de dar una estocada diferente… Lo haré despacio para que se fije usted bien: así. Lo ejecutamos, ¿ve?, de forma que el oponente no llegue a realizar la parada por completo, sino que la interrumpa a la mitad mientras se dispone a parar la otra estocada, que él cree vendrá a continuación.

Los ojos de Adela de Otero lanzaron un destello de júbilo. Había comprendido.

– ¡Y es ahí donde el adversario comete el error! -exclamó gozosa, paladeando el descubrimiento.

El maestro hizo un gesto de benévola complicidad.

– Exacto. Es ahí donde surge el error que nos da el triunfo. Observe: tras la brevísima vacilación, proseguimos el movimiento acortando la distancia en el mismo gesto, de esta forma, para evitar que él retroceda, y dejándole muy poco espacio para obrar. En ese punto, se gira el puño un cuarto de vuelta, esto es, de forma que la punta del florete suba no más de un par de pulgadas. ¿Ve qué simple? Si se ejecuta bien el movimiento, podemos alcanzar con facilidad al adversario en la base del cuello, junto a la clavícula derecha… O bien, puestos a zanjar la cuestión, en mitad de la garganta.

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