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– No me interprete mal, maestro -le rogó afectuosamente-. Pensaba en mí mismo… Usted no puede imaginarlo, pero esta historia descubre ahora para mí facetas apasionantes, se lo aseguró. De hecho -añadió sonriendo de nuevo, como si se recreara en divertidos pensamientos- usted acaba de confirmar un par de ideas que en los últimos tiempos me rondaban la cabeza. Nuestra joven amiga es, en efecto, una excelente tiradora de esgrima. Veamos ahora cómo se las arregla para acertar en el blanco.

Jaime Astarloa se agitó, incómodo. El imprevisto giro de la conversación lo sumía en un mar de confusiones.

– Disculpe, Excelencia. No llego a comprender…

El marqués le pidió paciencia con un gesto.

– Calma, don Jaime. Cada cosa a su tiempo. Le prometo contárselo a usted todo… más tarde. Digamos que cuando haya solventado un pequeño asunto que tengo pendiente.

Se sumió el maestro de armas en un desconcertado silencio. ¿Tenía aquello algo que ver con la misteriosa conversación que sorprendió semanas atrás? ¿Contaba de por medio una rivalidad amorosa?… Fuera lo que fuese, Adela de Otero no era asunto suyo. Ya no lo era, se dijo. Estaba a punto de abrir la boca para decir cualquier cosa que alterase el curso de la conversación, cuando Luis de Ayala le puso una mano en el hombro. Había en sus ojos una inusitada seriedad.

– Maestro, voy a pedirle un favor.

Se irguió don Jaime, viva imagen de la honestidad y la confianza. -Estoy a sus órdenes, Excelencia.

Vaciló un instante el marqués y pareció finalmente romper los últimos escrúpulos. Bajó el tono.

– Necesito confiarle algo, un objeto. Hasta ahora lo he conservado conmigo; pero, por razones que pronto podré aclararle, considero preciso trasladarlo a un lugar seguro durante algún tiempo… ¿Puedo contar con usted?

– Por supuesto.

– Se trata de un legajo… Unos papeles que son para mí de vital importancia. Aunque le cueste creerlo, hay muy pocas personas en las que puedo fiar este asunto. Usted sólo se limitaría a guardarlos en su casa, en lugar conveniente hasta que yo se los reclamase de nuevo. Van en sobre lacrado, con mi sello. Naturalmente, doy por sentada su palabra de honor de que no indagará su contenido, y guardará sobre el tema absoluto silencio.

Frunció el ceño el maestro de esgrima. Aquello era algo extraño, pero el marqués había mencionado los sustantivos honor y confianza. No había más que hablar.

– Tiene usted mi palabra.

Sonrió el de los Alumbres, repentinamente relajado.

– Con ello, don. Jaime, se hace usted acreedor a mi eterno agradecimiento.

Permaneció en silencio el maestro de esgrima, cavilando sobre si el asunto tendría alguna relación con Adela de Otero. La pregunta le quemó los labios, pero logró dominarse. El marqués confiaba en su honor de caballero, y por Dios que era más que suficiente. Ya habría ocasión, había prometido Ayala, de aclarar las cosas.

Sacó el marqués del bolsillo una lujosa petaca de piel de Rusia y extrajo un largo cigarro habano. Ofreció a don Jaime, que rechazó cortésmente.

– Hace mal -comentó el aristócrata-. Son cigarros de Vuelta Abajo, Cuba. Heredé la afición de mi difunto tío Joaquín. Nada que ver con esas infectas tagarninas que se encuentran a tres cuartos en los estancos.

Con aquello parecía dar por zanjado el asunto. El maestro de esgrima tenía, sin embargo, una sola pregunta por formular:

– ¿Por qué yo, Excelencia?

Luis de Ayala se detuvo con el cigarro a medio encender y miró a los ojos de su interlocutor por encima de la llama del fósforo.

– Por algo elemental, don Jaime. Es usted el único hombre honrado que conozco.

Y aplicando la llama al veguero, el marqués de los Alumbres aspiró el humo con voluptuosa satisfacción.

Capítulo V Ataque de glisada

"La glisada es uno de los ataques más ciertos de la esgrima, por lo que obliga necesariamente a ponerse en guardia."

Madrid se mecía a la siesta, adormecido por los últimos calores del verano. La vida política de la capital discurría sumida en la calma de un septiembre bochornoso, bajo nubes plomizas que filtraban un sofocante torpor estival. La prensa oficialista, entre líneas, daba a entender que los generales desterrados en Canarias seguían tranquilos, desmintiendo que los tentáculos conspiradores se hubieran extendido a la Escuadra, que, a pesar de malintencionados rumores subversivos, se mantenía, como siempre, leal a Su Augusta Majestad. En lo referente al orden público, hacía ya varias semanas que no se registraba en Madrid tumulto alguno, tras el ejemplar escarmiento dado por la autoridad a los cabecillas de las últimas agitaciones populares, que ahora tenían tiempo de sobra para meditar sus desvaríos bajo la poco acogedora sombra del presidio de Ceuta.

Antonio Carreño llevaba rumores frescos a la tertulia del café Progreso:

– Señores, oído al parche. Sé de buena tinta que la cosa está en marcha.

Lo acogió un coro de guasón escepticismo. Carreño se llevó una mano al corazón, ofendido.

– No irán ustedes a dudar de mi palabra…

Puntualizó don Lucas Rioseco que nadie ponía en duda su palabra, sino la veracidad de sus fuentes; llevaba casi un año anunciando el Santo Advenimiento. Carreño les hizo inclinar hacia él las cabezas sobre el velador de mármol, adoptando su habitual tono de 1 precavida confidencia:

– Esta vez va en serio, caballeros. López de Ayala se ha ido a Canarias para entrevistarse con los generales desterrados. Y, agárrense, don Juan Prim ha desaparecido de su domicilio de Londres. Paradero desconocido… ¡Ya saben lo que eso significa!

Agapito Cárceles fue el único que dio crédito a la cosa:

– Eso quiere decir que se prepara el órdago a la grande.

Jaime Astarloa cruzó las piernas. Aquellas cábalas de calendario habían llegado a aburrirle lo indecible. En tono furtivo, Carreño seguía aportando datos sobre la conspiración en curso:

– Dicen que el conde de Reus ha sido visto en Lisboa, disfrazado de lacayo. Y que la escuadra del Mediterráneo sólo espera su llegada para dar el grito. -¿Qué grito? -preguntó el cándido Marcelino Romero. -Qué grito va a ser, hombre. El de libertad. Sonó la risita incrédula de don Lucas:

– Lo suyo es un folletín de Dumas, don Antonio. Por entregas.

Guardó silencio Carreño, ofendido por la reticente actitud del viejo carcamal. Acometió Agapito Cárceles, para vengar a su contertulio, una encendida soflama revolucionaria que le calentó las orejas a don Lucas.

– ¡Ha llegado el momento de escoger sitio en las barricadas! -finalizó, con el énfasis de un personaje de Tamayo y Baus.

– ¡Allí nos veremos! -proclamó, también teatral, el amostazado don Lucas-. Usted a un lado y yo a otro, por supuesto.

– ¡Por supuesto! Nunca dudé, señor Rioseco, que el puesto de usted está en las filas de la represión y el oscurantismo.

A mucha honra.

– ¡De honra, nada! La España con honra es la España revolucionaria, la fetén. ¡Su mansedumbre crispa los nervios de cualquier patriota, don Lucas!. -Pues tome usted tila. -¡Viva la república! -Allá usted. -¡ova la Federal!

– Que sí, hombre, que sí. ¡Fausto! ¡Una media tostada! ¡De abajo! -¡Viva el imperio de la Ley!

– ¡La única ley que necesita este país es la ley de fugas!

Retumbó un trueno sobre los tejados de Madrid. Abriendo sus entrañas, el cielo dejó caer un violento aguacero. Al otro lado de la calle se veía correr a los transeúntes en busca de refugio. Jaime Astarloa bebió un sorbo de café mientras miraba, melancólico, golpear la lluvia contra el vidrio de la ventana. El gato, que habla salido a dar una vuelta, regresó de un salto, con el pelo húmedo y erizado, escuálida imagen de miseria que clavó en el maestro de armas el recelo de sus ojos malignos.

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