Литмир - Электронная Библиотека

– La esgrima moderna, caballeros, tiende a prescindir de esa feliz libertad de movimientos que confieren a nuestro arte una gracia especial. Eso limita mucho las posibilidades.

Los hermanos Cazorla y Alvarito Salanova escuchaban con atención, floretes y caretas bajo el brazo. Faltaba Manuel de Soto, que veraneaba con su familia en el Norte.

– Todas estas desgraciadas circunstancias -continuó Jaime Astarloa- empobrecen la esgrima de forma lastimosa. Por ejemplo, algunos tiradores omiten ya en los asaltos el movimiento de descubrirse y de saludara los padrinos…

– Pero en los asaltos no hay padrinos, maestro -intervino tímidamente el más joven de los Cazorla.

– Precisamente por eso, señor mío. Precisamente por eso. Usted acaba de poner el dedo en la llaga. Ya se va a la esgrima sin pensar en su aplicación práctica en el campo del honor. Un sport, ano es cierto?… Ni más ni menos que una aberración; como si, pongamos un ejemplo disparatado, los sacerdotes oficiasen la misa en castellano. Sin duda eso sería más actual, ¿verdad? Más popular, si quieren; más a tono con el curso de los tiempos, ¿no es cierto?… Sin embargo, prescindir de la bella sonoridad un tanto hermética de la lengua latina desvincularía ese hermoso ritual de sus raíces más entrañables, degradándolo, haciéndolo vulgar. La belleza, la Belleza con mayúscula, sólo puede hallarse en el culto a la tradición, en el ejercicio riguroso de aquellos gestos y palabras que han venido siendo repetidas, conservadas por los hombres a lo largo de los siglos… ¿Comprenden lo que les quiero decir?

Asintieron gravemente los tres jóvenes, más por respeto al maestro de armas que por convicción. Alzó don Jaime una mano, ejecutando en el aire algunos movimientos de esgrima, como si sostuviera un florete.

– Por supuesto, no hemos de cerrar los ojos a las innovaciones útiles -prosiguió en tono de desdeñosa concesión-. Pero ante todo hemos de tener presente que lo bello reside en conservar precisamente lo que los demás dejan en desuso… ¿No encuentran ustedes mucho más digno de lealtad a un monarca caído que al sentado en el trono? Por eso nuestro arte ha de seguir siendo puro, incontaminado. Clásico. Ante todo, clásico. Debemos compadecer sinceramente a los que se limitan a acceder a una técnica. Ustedes, mis jóvenes amigos, tienen la maravillosa oportunidad de acceder a un arte. Algo, créanme, que no se paga con dinero. Algo que se lleva aquí, en el corazón y en la cabeza.

Calló el maestro de esgrima, contemplando los tres rostros que lo miraban con reverente atención. Designó con un gesto al mayor de los Cazorla.

– Bueno, ya está bien de charla. Usted, don Fernando, va a practicar conmigo la parada de círculo de segunda, cruzada con segunda. Le recuerdo que este método exige mucha limpieza; nunca recurra a él cuando la superioridad física del adversario sea excesiva… ¿Recuerda la teoría?

El joven inclinó la cabeza, con orgulloso gesto afirmativo.

– Sí, maestro -recitó de carrerilla, como un escolar-. Si paro con círculo en segunda y no puedo encontrar el florete contrario, cruzo en segunda, desengancho y tiro en cuarta sobre el brazo.

– Perfecto -don Jaime cogió un florete de la panoplia mientras Fernando Cazorla se calaba la careta-. ¿Listo? Pues a nuestro asunto. Por supuesto, no olvidemos el saludo. Eso es… Se extiende el brazo y se eleva el puño, así. Hágalo como si llevase puesto un sombrero imaginario. Se lo quitaría usted con la mano izquierda, de forma elegante. Perfecto -se volvió el maestro hacia los otros dos espectadores-. Deben tener presente que los movimientos de saludo en cuarta y tercia son para los padrinos y los testigos. Al fin y al cabo, se supone que lances de este género suelen tener lugar entre gentes bien nacidas. Nada debemos objetar a que dos hombres se maten el uno al otro si el honor los empuja a ello, ¿no es cierto?… Pero, ¡diantre!, lo menos que podemos exigirles es que lo hagan de la forma más educada posible.

Cruzó el maestro su florete con el de Fernando Cazorla. El alumno jugaba la muñeca mientras aguardaba a que don Jaime le sirviese la estocada que daría inicio al movimiento. En los espejos de la galería, sus imágenes se multiplicaban como si el salón estuviese lleno de contendientes. Sonaba la voz serena y paciente del maestro de esgrima:

– Eso es, muy bien. A mi. Bien. Atención ahora, círculo en segunda… No; repita, por favor. Eso es. Círculo en segunda. ¡Cruce!… No, por favor, recuerde. Hay que cruzar en segunda, desenganchando en el acto. Otra vez, si es tan amable. Sobre las armas. A mí. Parada. Eso es. ¡Cruce! Bien. Ahora. ¡Perfecto! Cuarta sobre el brazo, excelente -habla legítima satisfacción, de autor contemplando su obra, en el comentario de don Jaime-. Vamos a ello de nuevo, pero tenga cuidado. Esta vez voy a cerrarle más fuerte. Sobre las armas. A mí. Bien. Parada. Bien. Así. ¡Cruce!… No. Anduvo muy lento, don Fernando, por eso lo he tocado. Volvamos a empezar.

De la calle llegó rumor de tumulto. Se escuchaban cascos de caballos a paso de carga sobre el empedrado. Alvarito Salanova y el menor de los Cazorla se asomaron a una de las ventanas.

– ¡Hay trifulca, maestro!

Interrumpió don Jaime el asalto, reuniéndose con sus alumnos en la ventana. Por la calle brillaban charoles y sables. A caballo, la Guardia Civil desbandaba a un grupo de revoltosos que corrían en todas direcciones. Sonaron dos tiros cerca del Teatro Real. Los jóvenes esgrimistas contemplaban el espectáculo, fascinados por la algarada.

– ¡Fijaos cómo corren!

– ¡Vaya tunda!

– ¿Qué habrá pasado?

– ¡A lo mejor es la revolución!

– ¡Nada de eso! Alvarito Salanova, fiel a su apellido, fruncía con desdén el labio superior-. ¿No ves que son cuatro gatos? Los guardias les están dando lo suyo.

Bajo la ventana, un transeúnte buscaba precipitado refugio en un portal. Un par de viejas enlutadas asomaban la nariz, como pájaros de mal agüero, observando con prudencia el panorama. En los balcones se agolpaban los vecinos; algunos jaleaban a los revoltosos, otros a los guardias.

– ¡Viva Prim! -gritaban tres mujeres de mala pinta, con la impunidad que les otorgaba su sexo y el hallarse en el balcón de un cuarto piso-. ¡A ver si cuelgan a Marfori!

– ¿Quién es ese Marfori? -preguntó Paquito Cazorla.

– Un ministro -le aclaró su hermano-. Dicen que la reina y él…

Juzgó don Jaime que ya era suficiente, y cerró los postigos de la ventana, haciendo caso omiso del murmullo desencantado de sus alumnos.

– Estamos aquí para practicar esgrima, caballeretes -dijo en tono que no admitía réplica-. Sus señores padres me pagan para que los adiestre en cosas de provecho, no para que sean espectadores de algo que no nos incumbe. Prosigamos con lo nuestro -echó una mirada de supremo desdén hacia el postigo cerrado y acarició con los dedos la empuñadura de su florete-. Nada tenemos que ver con lo que pueda ocurrir ahí afuera. Eso lo dejamos para la chusma, y para los políticos.

Volvieron a ocupar sus posiciones y retornó a la galería el metálico chasquido de los floretes. En las paredes, las viejas panoplias seguían cubriéndose de polvo, herrumbrosas e inmutables. Habla bastado con cerrar la ventana para que el tiempo detuviese su curso en la casa del maestro de esgrima.

Fue la portera quien lo puso al corriente cuando se cruzó con ella en la escalera. -Buenas tardes, don Jaime. ¿Qué le parecen las noticias? -¿Qué noticias?

Se santiguó la vieja. Era una viuda parlanchina y regordeta, que vivía con una hija solterona. Oía dos misas diarias en San Ginés y aseguraba que todos los revolucionarios eran unos herejes.

– ¡No me diga que no está al tanto de lo que pasa! ¿Es que no lo sabe? Jaime Astarloa enarcó una ceja, cortésmente interesado. -Cuénteme, doña Rosa.

Bajó la portera el tono, mirando desconfiada a su alrededor, como si las paredes tuviesen oídos.

31
{"b":"100282","o":1}