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– Don Juan Prim desembarcó ayer en Cádiz, y dicen que la Escuadra se ha sublevado… ¡Así le pagan a nuestra pobre reina su bondad!

Subió el maestro de armas por la calle Mayor hacia la Puerta del Sol, camino del café Progreso. Aun sin el informe de la portera, hubiera sido evidente que algo grave ocurría. Grupos alborotados comentaban en corrillos los acontecimientos, y una veintena de curiosos observaban de lejos a un piquete que montaba guardia en la esquina de la calle Postas. Los soldados, con el ros sobre el rapado cogote y la bayoneta en la boca del fusil, estaban bajo el mando de un barbudo oficial de fiero semblante, que se paseaba arriba y abajo con la mano apoyada en la empuñadura del sable. Los sorches eran muy jóvenes y se daban aires de importancia disfrutando de la expectación que su presencia suscitaba. Un caballero de buen aspecto pasó junto a don Jaime y se acercó al teniente.

– ¿Se sabe algo?

Contoneóse el mílite con digna fanfarronería. -Yo cumplo órdenes de la superioridad. Circule.

Azules y solemnes, unos guardias requisaban periódicos a mozalbetes que los habían estado voceando entre la gente; se proclamaba el estado de guerra, imponiéndose la censura sobre toda noticia relacionada con la sublevación. Algunos comerciantes, avivados por la experiencia de recientes algaradas, echaban el cierre de sus tiendas e iban a engrosar los grupos de curiosos. Por Carretas brillaban los tricornios de la Guardia Civil. Se comentaba que González Bravo había presentado telegráficamente su dimisión a la reina, y que las tropas levantadas por Prim avanzaban ya sobre Madrid.

En el Progreso, la tertulia estaba al completo, y Jaime Astarloa fue puesto de inmediato al corriente de la situación. Prim había llegado a Cádiz en la noche del 18, y el 19 por la mañana, al grito de «Viva la soberanía nacional», la escuadra del Mediterráneo se había pronunciado por la revolución. El almirante Topete, a quien todos consideraban leal a la reina, estaba entre los sublevados. Las guarniciones del Sur y de Levante se sumaban una tras otra al alzamiento.

– La incógnita -explicaba Antonio Carreño- reside ahora en la actitud de la reina. Si no cede, tendremos guerra civil; porque esta vez no se trata de una vulgar intentona, caballeros. Lo sé de buena tinta. El de Reus cuenta ya con un poderoso ejército que engrosa por momentos. Y Serrano está en el ajo. Hasta se especula con ofrecerle una regencia a don Baldomero Espartero.

– Isabel II no cederá jamás -terció don Lucas Rioseco.

– Eso lo veremos -dijo Agapito Cárceles, visiblemente encantado con el curso de los acontecimientos-. De todas formas, es mejor que intente resistir.

Lo miraron todos los contertulios con extrañeza.

– ¿Resistir? -censuró Carreño-. Eso llevaría al país a la guerra civil…

A un baño de sangre -apuntó Marcelino Romero, satisfecho de poder meter baza.

– Exacto -puntualizó radiante el periodista-. ¿Es que no lo comprenden ustedes? A mí, fíjense, me parece evidente. Si Isabelita nos sale con medias tintas, se pone a disposición o abdica en su niño, tendremos las mismas. Hay mucho monárquico entre los sublevados, y al final terminarían por colocarnos al Puigmoltejo, o a Montpensier, o a don Baldomero, o a la sota de copas. Y eso sí que no. ¿Para eso hemos luchado tanto tiempo?

– ¿En dónde dice que ha luchado usted? -preguntó don Lucas con mucha guasa.

Cárceles lo miró con republicano desprecio.

– En la sombra, señor mío. En la sombra.

Ya.

El periodista resolvió ignorar a don Lucas.

– Les estaba diciendo -continuó, dirigiéndose a los otros- que lo que España necesita es una buena y encarnizada guerra civil con mucho mártir, con barricadas en las calles y con el pueblo soberano asaltando el Palacio Real. Comités de salvación pública, y los figurones monárquicos y sus lacayos -torva ojeada de soslayo a don Lucas- arrastrados por las calles.

Aquello se le antojó excesivo a Carreño.

– Hombre, don Agapito. No se pase usted tampoco. En las logias… Pero Cárceles estaba lanzado. -Las logias son tibias, don Antonio. -¿Tibias? ¿Las logias tibias?

– Sí, señor. Tibias, se lo digo yo. Si la revolución la han desencadenado los generales descontentos, hay que procurar que termine en manos de su legítimo propietario: el pueblo -se le iluminó el rostro en un éxtasis-. ¡La república, caballeros! La cosa pública, ni más ni menos. Y la guillotina.

Don Lucas saltó con un rugido. La indignación le empañaba el monóculo incrustado en su ojo izquierdo.

– ¡Por fin se quita usted la máscara! -exclamó apuntando a Cárceles con dedo acusador, tembloroso de santa ira-. ¡Por fin descubre usted su maquiavélico rostro, don Agapito! ¡Guerra civil! ¡Sangre! ¡Guillotina!… ¡Ése es su verdadero lenguaje!

El periodista miró a su contertulio con genuina sorpresa.

– Nunca he utilizado otro, que yo sepa.

Don Lucas hizo ademán de levantarse, pero pareció pensarlo mejor. Aquella tarde pagaba Jaime Astarloa, y los cafés estaban en camino.

– ¡Es usted peor que Robespierre, señor Cárceles! -masculló sofocado-. ¡Peor que el impío Dantón!

– No mezcle usted las churras con las merinas, amigo mío.

– ¡Yo no soy su amigo! ¡La gente de su clase ha sumido a España en la ignominia! -Huy, qué mal perder tiene usted, don Lucas.

– ¡Aún no hemos perdido! La reina ha nombrado presidente al general Concha, que es todo un hombre. De momento, ya le ha confiado a Pavía el mando del ejército que se enfrentará a los rebeldes. Y supongo que no me pondrá en duda el probado valor del marqués de Novaliches… Verdes las ha segado usted, don Agapito.

– Lo veremos.

– ¡Pues claro que lo veremos! -Lo estamos viendo. -¡Lo vamos a ver!

Jaime Astarloa, aburrido por la eterna polémica, se retiró antes de lo acostumbrado. Cogió su bastón y su chistera, se despidió hasta el día siguiente y salió a la calle, resuelto a dar un corto paseo antes de regresar a casa. Por el camino fue observando el caldeado ambiente callejero con cierto fastidio; sentía que todo aquello lo afectaba sólo muy superficialmente. Ya empezaba a estar harto de las polémicas entre Cárceles y don Lucas, como lo estaba también del país en que le había tocado vivir.

Pensó, malhumorado, que podían ahorcarse todos ellos con sus malditas repúblicas y sus malditas monarquías, con sus patrióticas arengas y con sus estúpidas reyertas de café. Habría dado cualquier cosa por que unos y otros dejaran de amargarle la vida con tumultos, disputas y sobresaltos cuyos motivos le importaban un bledo. A lo único que aspiraba era a que lo dejasen vivir en paz. En lo que al maestro de esgrima se refería, podían irse todos al diablo.

Sonó un trueno en la distancia mientras una violenta turbonada de aire recorría las calles. Inclinó don Jaime la cabeza y se sujetó el sombrero, apretando el paso. A los pocos minutos rompió a llover con fuerza.

En la esquina de la calle Postas, el agua empapaba el paño azul de los uniformes y corría en gruesas gotas por el rostro de los soldados. Seguían montando guardia con su aire tímido y paleto, la punta de la bayoneta rozándoles la nariz, pegados a la pared para resguardarse de la lluvia. Desde un portal, el teniente contemplaba taciturno los charcos, sosteniendo una pipa humeante en el ángulo de la boca.

Diluvió durante todo el fin de semana. Desde la soledad de su estudio, inclinado a la luz del quinqué sobre las páginas de un libro, escuchó don Jaime la interminable sucesión de truenos y relámpagos que restallaban en la negrura exterior, rasgándola con resplandores que recortaban las siluetas de los edificios cercanos. Sobre el tejado golpeaba el agua con fuerza, y un par de veces tuvo que levantarse para colocar recipientes bajo las goteras que se desplomaban del techo con irritante y líquida monotonía.

Hojeó distraído el libro que tenía en las manos, y sus ojos se detuvieron en una cita, subrayada a lápiz años atrás por él mismo:

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