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Mientras permaneció en París, Jaime Astarloa mantuvo estrecha amistad con su antiguo maestro, a quien visitaba con frecuencia. Ambos tiraban a menudo, aunque ya la enfermedad se asentaba sólidamente en el cuerpo de aquél. Llegó así el día en que, por seis veces consecutivas, Lucien de Montespan resultó tocado, sin que el botón de su florete llegase tan sólo a rozar el peto de su discípulo. Al sexto botonazo, Jaime Astarloa se detuvo como herido por un rayo, y arrojó el florete al suelo mientras murmuraba una apenada disculpa. Pero el anciano profesor se limitó a sonreír con tristeza.

– He aquí -dijo- que el alumno logra superar al maestro. Ya no te queda nada por aprender. Enhorabuena.

Jamás volvió a mencionarse aquello, pero fue la última vez que ambos cruzaron el acero. Pocos meses más tarde, al hacerle el joven una visita, Montespan lo recibió sentado junto a la chimenea, con las piernas metidas bajo el faldón de una mesa camilla. Tres días antes había cerrado su academia de esgrima, recomendando a Jaime Astarloa la totalidad de sus clientes. El láudano ya no bastaba para aliviarle el dolor, y presentía su propia muerte. Acababa de llegar a sus oídos que el antiguo discípulo tenía pendiente un nuevo desafío, un duelo a florete con cierto individuo que ejercía como maestro de armas sin poseer el diploma de la Academia. Atreverse a ello sin los requisitos correspondientes suponía incurrir en el desagrado de los maestros que lo eran por derecho, exponiéndose a penosos lances. Tal era el caso, y la Academia, muy puntillosa en este tipo de asuntos, había resuelto poner coto a la cuestión. El honor corporativo había recaído sobre el más joven de sus miembros, Jaime Astarloa.

Profesor y antiguo alumno conversaron largamente sobre el tema. Montespan había conseguido valiosas referencias sobre el sujeto origen de la querella, que se hacía llamar Jean de Rolandi, y puso al paladín de la Academia al corriente de los usos de su contrincante. Era buen tirádor, sin ser extraordinario, pero adolecía de algunos defectos técnicos que podían ser utilizados en su perjuicio. Era zurdo, y aunque ello suponía cierto riesgo para un oponente que, como Jaime Astarloa, estaba habituado a hombres que se batían con la diestra, a Montespan no le cabía duda de que el joven saldría airoso del duelo.

– Debes tener en cuenta, hijo mío, que un zurdo no es tan hábil en tomar el tiempo cierto; ni tampoco en ejecutar la flanconada, por la dificultad que encuentra en formar una recta oposición… Con ese tal Rolandi, la guardia debe ser cuarta a fuera, sin ningún género de dudas. ¿De acuerdo?

– De acuerdo, maestro.

– Respecto a estocadas, recuerda que, según mis referencias, al manejar la izquierda no perfila muy bien su guardia. Aunque al principio suele levantar el puño dos o tres pulgadas más que el adversario, en el calor del asalto termina por bajar la mano. En cuanto veas que baja el puño, no vaciles en asestarle una estocada de tiempo.

Jaime Astarloa fruncía el ceño. A pesar del desdén de su anciano profesor, Rolandi era hombre diestro:

– Me han dicho que es un buen parador a corta distancia…

Montespan sacudió la cabeza.

– Pamplinas. Quienes afirman eso son peores que Rolandi. Y que tú. ¡No me dirás que te preocupa ese farsante!

El joven enrojeció ante la insinuación.

– Usted me ha enseñado a no subestimar a ningún adversario. Sonrió levemente el anciano:

– Muy cierto. Y también te enseñé a no sobrevalorarlos. Rolandi es zurdo, nada más. Eso, que supone un riesgo para ti, es también una ventaja que debes aprovechar. A ese individuo le falta precisión. Tú ocúpate de darle un golpe de tiempo en cuanto veas que baja el puño, ya esté moviéndose para cubrirse, parar, sorprender o retirarse. En cualquiera de esos casos, anticípate a sus movimientos durante el gesto del puño o cuando levante el pie. Si aprovechas la oportunidad con una estocada sobre la suya, lo habrás tocado antes de que termine de moverse; porque tú habrás hecho un solo movimiento mientras él hace dos.

– Así será, maestro.

– No me cabe la menor duda -respondió satisfecho el anciano-. Eres el mejor alumno que he tenido; el más frío y sereno con un florete o un sable en la mano. En el lance que te espera sé que serás digno de tu nombre y del mío. Limítate a estocadas derechas y simples, paradas sencillas, en círculo y medio círculo, y sobre todo a las de contra y doble contra de cuarta… Y no dudes en utilizar la mano izquierda en las paradas que juzgues necesarias. Los petimetres la desaconsejan porque dicen que destruye la gracia; pero en duelos donde uno se juega la vida, no debe omitirse nada que sirva para la defensa, siempre y cuando no contravenga las normas del honor.

El encuentro tuvo lugar tres días más tarde en el bosque de Vincennes, entre el fuerte y Nogent, ante nutrida concurrencia que se mantenía a distancia. El asunto se había hecho público hasta adquirir caracteres de acontecimiento social, e incluso los periódicos daban cuenta de él. Se había congregado en el lugar una multitud de curiosos, mantenidos a raya por fuerzas del orden enviadas al efecto. Aunque había disposiciones que prohibían el duelo, al estar en entredicho la reputación de la Academia francesa las instancias oficiales habían resuelto dejar correr los acontecimientos. Alguien criticó el hecho de que el paladín escogido para tan digna tarea fuese español; pero al fin y al cabo Jaime Astarloa era maestro por la Academia de París, hacía tiempo que vivía en Francia, y su mentor era el renombrado Lucien de Montespan: triple argumento que no tardó en convencer a los más reticentes. Entre el público y los padrinos, vestidos de negro y con solemne semblante, se hallaba la totalidad de los maestros de armas de París, y algunos llegados de provincias para presenciar el suceso. Sólo faltaba el anciano Montespan, a quien los médicos habían desaconsejado formalmente una salida.

Rolandi era moreno, menudo de cuerpo, con ojos pequeños y vivaces. Rondaba los cuarenta años y tenía el pelo escaso y ensortijado. Sabía que no gozaba del favor de la opinión publica, y de buena gana habría deseado verse lejos de allí. Sin embargo, los acontecimientos lo habían envuelto de tal modo que no le quedaba otra salida que batirse, so pena de sufrir un ridículo que lo perseguiría por toda Europa. En tres ocasiones se le había denegado el título de maestro de armas, aunque era hábil con el florete y el sable. De origen italiano, antiguo soldado de caballería, daba clases de esgrima en un humilde cuartucho para mantener a su mujer y a sus cuatro hijos. Mientras se efectuaban los preparativos, lanzaba nerviosas miradas de soslayo en dirección a Jaime Astarloa, que se mantenía tranquilo y a distancia, con ceñido pantalón negro y una holgada camisa blanca que acentuaba su delgadez. «El joven Quijote», lo había llamado uno de los periódicos que se ocupaban del caso. Estaba en la cima de su profesión, y se sabía respaldado por la fraternidad de los maestros de la Academia, el grupo grave y enlutado que aguardaba a pocos pasos, sin mezclarse con la multitud, luciendo bastones, condecoraciones y chisteras.

El público había esperado una titánica lid, pero quedó decepcionado. Apenas se inició el asalto, Rolandi bajó fatalmente el puño un par de pulgadas mientras preparaba una estocada que sorprendiese a su adversario. Jaime Astarloa se tiró a fondo por la pequeña abertura con un golpe de tiempo, y la hoja de su florete se deslizó limpiamente a lo largo y por fuera del brazo de Rolandi, entrando sin oposición por debajo de la axila. Cayó el infeliz hacia atrás, arrastrando el florete en su caída, y cuando se revolcó sobre la hierba, una cuarta de hoja ensangrentada le asomaba por la espalda. El médico allí presente no pudo hacer nada por salvarle la vida. Desde el suelo, todavía ensartado en el florete, Rolandi dirigió una turbia mirada a su matador, y expiró con un vómito de sangre.

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