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En las estanterías, la luz de petróleo arrancaba suaves reflejos dorados a los lomos de los libros. El péndulo del reloj de pared oscilaba con monotonía; su suave tictac era el único sonido que llenaba la habitación cuando el lápiz no corría sobre el papel. Dio unos golpecitos sobre la mesa, respiró hondo y miró por la ventana abierta. Los tejados de Madrid no eran más que sombras confusas, apenas insinuadas por la débil claridad de un ápice de luna, fino como una hebra de plata.

Había que descartar el arranque en cuarta. Cogió otra vez el lápiz, mordisqueado por un extremo, y trazó nuevas líneas y arcos. Quizás oponiendo una contraparada de tercia, uñas abajo y apoyando el cuerpo en la cadera izquierda…

Era arriesgado, pues se exponía el ejecutante a recibir una estocada en pleno rostro. La solución, por tanto, consistía en echar hacia atrás la cabeza desenganchando en tercia… ¿Cuándo tirar? Por supuesto, en el instante en que el adversario levantase el pie, a fondo en tercia o cuarta sobre el brazo. Tamborileó con los dedos sobre el papel, exasperado. Aquello no llevaba a ninguna parte; la respuesta a ambos movimientos estaba en cualquier tratado de esgrima. ¿Qué otra cosa podía hacerse después de desenganchar en tercia? Trazó nuevas líneas y arcos, anotó grados, consultó notas y libros que tenía dispuestos sobre la mesa. Ninguna de las opciones le pareció adecuada; todas estaban lejos de proporcionar la base que necesitaba para su estocada.

Se levantó con brusquedad, echó hacia atrás el asiento, y cogió el quinqué para alumbrarse con él hasta la galería de esgrima. Lo puso en el suelo junto a uno de los espejos, se quitó el batín y empuñó un florete. Iluminándolo desde abajo, la luz dibujaba siniestras sombras en su rostro, como en el de un aparecido. Marcó varios movimientos en dirección a su propia imagen. Contraparada de tercia. Desenganche. Contraparada. Desenganche. Por tres veces llegó a tocar con el botón de la punta el reflejo gemelo de éste, que se movía de forma simultánea en la superficie del espejo. Contraparada. Desenganche. Quizás dos falsos ataques seguidos, sí, pero después, ¿qué?… Apretó los dientes con ira. ¡Tenía que haber un camino!

En la distancia, el reloj de Correos dio tres campanadas. El maestro de esgrima se' detuvo, exhalando el aire de los pulmones. Todo aquello era endiabladamente absurdo. Ni siquiera Lucien de Montespan lo había conseguido:

– La estocada perfecta no existe -solía decir el maestro de maestros cuando le planteaban la cuestión-. O, para ser exactos, existen muchas. Todo golpe que logra su objetivo es perfecto, pero nada más. Cualquier estocada puede pararse mediante el movimiento oportuno. Así, un asalto entre dos esgrimistas avezados podría prolongarse eternamente… Lo que ocurre es que el Destino, aficionado a sazonar las cosas con lo imprevisto, termina decidiendo que aquello debe tener un fin, y hace que uno de los dos adversarios, tarde o temprano, cometa un error. La cuestión reside, por tanto, en concentrarse teniendo a raya al Destino, aunque sólo sea durante el tiempo preciso para que el error lo cometa el otro. Lo demás son quimeras.

Jaime Astarloa no se había dejado convencer jamás. Seguía soñando con el golpe magistral, la estocada de Astarloa, su Grial. Aquella única ambición, descubrir el movimiento insospechado, infalible, le agitaba el alma desde los años de su primera juventud, en los lejanos tiempos de la escuela militar, cuando se disponía a ingresar en el Ejército.

El Ejército. ¡Qué distinta habría sido su vida! Joven oficial con plaza de gracia por ser huérfano de un héroe de la guerra de la Independencia, con su primer destino en la Guardia Real de Madrid, la misma en la que había servido Ramón María Narváez… Una carrera prometedora la del teniente Astarloa, truncada casi en su raíz por una locura de juventud. Porque hubo una vez una mantilla blonda bajo la que relucían dos ojos con brillo de azabache, y una mano blanca y fina que movía con gracia un abanico. Porque hubo una vez un joven oficial enamorado hasta la médula y hubo, como solfa ocurrir en este tipo de historias, un tercero, un oponente que vino a cruzarse con insolencia en el camino. Hubo un amanecer frío y brumoso, chasquido de sables, un gemido y una mancha roja, sobre una camisa empapada en sudor, que se extendía sin que nadie fuese capaz de restañar la fuente. Hubo un joven pálido, aturdido, contemplando incrédulo esa escena, rodeado por graves rostros de compañeros que le aconsejaban huir, para conservar la libertad que aquella tragedia ponía en peligro. Después fue la frontera una tarde de lluvia, un ferrocarril que corría hacia el nordeste a través de campos verdes, bajo un cielo color de plomo. Y hubo una miserable pensión junto al Sena, en una ciudad gris y desconocida a la que llamaban París.

Un amigo casual, un exiliado que gozaba allí de buena posición, lo recomendó como alumno-aprendiz a Lucien de Montespan, a la sazón el más prestigioso maestro de armas de Francia. Interesado por la historia del joven duelista, monsieur de Montespan lo tomó a su servicio tras descubrir en él notables dotes para el arte de la esgrima. Empleado como preboste, Jaime Astarloa tuvo al principio por única misión ofrecer toallas a los clientes, cuidar el mantenimiento de las armas y atender pequeños asuntos que le confiaba el maestro. Más tarde, a medida que efectuaba progresos, le fueron siendo asignadas tareas secundarias, pero ya directamente relacionadas con el oficio. Dos años más tarde, cuando Montespan se trasladó a Austria e Italia, su joven preboste lo acompañó en el viaje. Acababa de cumplir los veinticuatro años y quedó fascinado por Viena, Milán, Nápoles y, sobre todo, Roma, donde ambos pasaron una larga temporada en uno de los más afamados salones de la ciudad del Tíber. El prestigio de Montespan no tardó en afianzarse en aquella ciudad extranjera, donde su estilo clásico y sobrio, en la más pura línea de la vieja escuela de esgrima francesa, contrastaba con la fantasía y libertad de movimientos, un tanto anárquicas, a que tan aficionados eran los maestros de armas italianos.

Fue allí donde, merced a sus dotes personales, Jaime Astarloa maduró en sociedad como perfecto caballero y consumado esgrimista junto a su maestro, con quien ya lo unían afectuosos lazos, y para quien ejerció las funciones de ayudante y secretario. Monsieur de Montespan le confiaba aquellos alumnos de menor rango, o los que debían iniciarse en los movimientos básicos antes de que el prestigioso profesor pasara a ocuparse de ellos.

En Roma se enamoró Jaime Astarloa por segunda vez, y allí tuvo también su segundo duelo a punta desnuda. Esta vez no hubo relación entre una cosa y otra; el amor fue apasionado y sin consecuencias, extinguiéndose más tarde por vía natural. Respecto al duelo, se llevó a cabo según las más estrictas reglas del código social en boga, con un aristócrata romano que había puesto públicamente en duda los méritos profesionales de Lucien de Montespan. Antes de que el viejo maestro enviase sus padrinos, el joven Astarloa ya se había adelantado, enviándole los suyos al ofensor, un tal Leonardo Capoferrato. El asunto se solventó dignamente y a florete, en un frondoso pinar del Lacio y con un clasicismo formal perfecto. Capoferrato, reputado como temible esgrimista, hubo de reconocer que, si bien había expresado determinado juicio sobre la valía de monsieur de Montespan, su ayudante y alumno el signore Astarloa habla sido sobradamente capaz de meterle dos pulgadas de acero en un costado, interesándole el pulmón con herida no mortal pero de gravedad razonable.

Transcurrieron así tres años que Jaime Astarloa recordarla siempre con singular placer. Pero en el invierno de 1839, Montespan descubrió los primeros síntomas de una dolencia que pocos años más tarde lo llevaría a la tumba, y resolvió regresar a París. Jaime Astarloa no quiso abandonar a su mentor, y ambos emprendieron el retorno a la capital de Francia. Una vez allí, fue el propio maestro quien aconsejó a su pupilo que se estableciese por cuenta propia, comprometiéndose a apadrinarlo para su ingreso en la cerrada sociedad de los maestros de armas. Pasado un tiempo prudencial, Jaime Astarloa, apenas cumplidos los veintisiete años, pasó satisfactoriamente el examen de la Academia de Armas de París, la más reputada de la época, y obtuvo el diploma que le permitiría, en adelante, ejercer sin trabas la profesión que había elegido. Se convirtió de esta forma en uno de los más jóvenes maestros de Europa, y aunque esa misma juventud causaba cierto recelo entre los clientes de categoría, inclinados a recurrir a profesores cuya edad parecía garantizar mayor conocimiento, su buen hacer y las cordiales recomendaciones de monsieur de Montespan le permitieron hacerse pronto con un buen número de distinguidos alumnos. En su salón colgó el antiguo escudo del solar de los Astarloa: un yunque de plata en campo de sinople, con la divisa A mí. Era español, ostentaba un sonoro apellido de hidalgo, y tenía razonable derecho a lucir un escudo de armas. Además, manejaba el florete con diabólica destreza. Teniendo a su favor todas esas circunstancias, el éxito del nuevo maestro de esgrima estaba más que medianamente asegurado en el París de la época. Ganó dinero y experiencia. También, por aquel tiempo, llegó a perfeccionar, siempre en busca del golpe genial, un tiro de su invención cuyo secreto guardó celosamente, hasta el día en que la insistencia de amigos y clientes lo forzó a incluirlo en el repertorio de estocadas maestras que ofrecía a sus alumnos. Era éste el famoso golpe de los doscientos escudos, y alcanzó notorio éxito entre los duelistas de la alta sociedad, que pagaban gustosamente esa suma cuando precisaban algo definitivo con. que solventar lances de honor frente a adversarios experimentados.

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