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Un leve soplo de aire cálido agitó las ramas de los sauces. El marqués desvió la mirada hacia el angelote de piedra y chasqueó la lengua, como si hubiera ido demasiado lejos.

– De todas formas, hace mal en aislarse de ese modo, don Jaime; permita la entrañable opinión de un amigo… La virtud no es rentable, se lo aseguro. Ni divertida. Por Belcebú, no vaya a pensar que, a sus años, intento colocarle un sermón… Sólo pretendo decirle que resulta apasionante asomar la cabeza a la calle y mirar lo que ocurre alrededor. Y más en momentos históricos como los que estamos viviendo… ¿Sabe la última?

– ¿Qué última?

– La última conspiración.

– No estoy muy fuerte en esa materia. ¿Se refiere a los generales detenidos?

– ¡Quiá! Ésa se ha quedado vieja. Hablo del acuerdo entre los progresistas y la Unión Liberal, que acaba de salir a la luz. Abandonando definitivamente el terreno de la oposición legal, como se veía venir, han decidido apoyar la revolución militar. Programa: deponer a la reina y ofrecer el trono al duque de Montpensier, que ha comprometido en la empresa la linda cantidad de tres millones de reales. Muy dolida por el asunto, Isabelita ha decidido desterrar a su hermana y a su cuñado, se dice que a Portugal. En cuanto a Serrano, Dulce, Zabala y los otros, han sido deportados a Canarias. Los partidarios de Montpensier están ahora trabajando a Prim, a ver si logran que le eche sus bendiciones como candidato al trono, pero nuestro bravo espadón cataláunico no suelta prenda. Así están las cosas.

– ¡Bonito embrollo!

– Y que lo diga. Por eso es apasionante seguir los detalles desde la barrera, como yo. ¡Qué quiere que le diga!… Hay que mojaren todas las salsas, sobre todo en materia de política y de mujeres, sin dejar que se nos indigesten ni la una ni las otras. Ésa es mi filosofía y aquí me tiene usted; gozo de la vida y sus sorpresas mientras duren. Después, que me quiten lo bailado. Me disfrazo con calañés y capa y la corro por los tenduchos de la pradera de San Isidro con la misma curiosidad científica que desplegué durante los tres meses que estuve desempeñando aquella dichosa secretarla de Gobernación con la que me honró mi difunto tío Joaquín… Hay que vivir, don Jaime. Y eso se lo dice a usted un vividor que ayer dejó tres mil duros sobre el tapete del casino, con una desdeñosa sonrisa en los labios que fue comentadisima por el respetable. ¿Me entiende?

Sonrió indulgente el maestro de armas.

– Tal vez.

– No lo veo muy convencido.

– Me conoce lo suficiente, Excelencia, para saber qué opino al respecto.

– Sé lo que opina. Usted es el hombre que se siente extranjero en todas partes. Si jesucristo le dijera: «Déjalo todo y sígueme», le sería fácil hacerlo. No hay una maldita cosa que aprecie lo bastante como para lamentar su pérdida.

– Si acaso, un par de floretes. Concédame al menos eso.

– Valgan los floretes. Suponiendo que fuese usted partidario de seguir a Jesucristo, o a cualquier otro. Que tal vez sea demasiado suponer -el marqués parecía divertido con la idees. Nunca le he preguntado si es monárquico, don Jaime. Me refiero a la monarquía como abstracción, no a nuestra pobre farsa nacional.

– Antes le he oído decir, don Luis, que mi reino no es de este mundo.

– Ni del otro, estoy seguro. La verdad es que admiro sin reservas su capacidad para situarse al margen.

El maestro de esgrima levantó la cabeza; sus ojos grises contemplaban las nubes que corrían en la distancia, como si encontrase algo familiar en ellas. -Es posible que yo sea demasiado egoísta -dijo-. Un viejo egoísta. El aristócrata hizo una mueca.

– A menudo eso tiene un precio, amigo mío. Un precio muy alto.

Jaime Astarloa movió las manos con las palmas hacia arriba, resignado.

– A todo se acostumbra uno, especialmente cuando ya no hay otro remedio. Si hay que pagar, se paga; es cuestión de actitudes. En un momento de la vida se toma una postura, equivocada o no, pero se toma. Se decide ser tal o cual. Se queman las naves, y después ya no queda más que sostenerse a toda costa, contra viento y marea.

– ¿Aunque sea evidente que se vive en el error?

– Más que nunca en ese caso. Ahí entra en juego la estética.

La dentadura perfecta del marqués resplandeció en una ancha sonrisa.

– La estética del error. ¡Bonito tema académico!… Habría mucho que hablar sobre eso.

– No estoy de acuerdo. En realidad, no existe nada sobre lo que haya mucho que hablar.

– Salvo la esgrima.

– Salvo la esgrima, es cierto -Jaime Astarloa se quedó en silencio, como si diese por zanjada la conversación; pero al cabo de un instante movió la cabeza y apretó los labios-. El placer no sólo se encuentra en el exterior, como decía Su Excelencia hace un rato. También puede hallarse en la lealtad a determinados ritos personales, y más aún cuando todo lo establecido parece desmoronarse alrededor de uno.

El marqués adoptó un tono irónico.

– Creo que Cervantes escribió algo sobre eso. Con la diferencia de que usted es el hidalgo que no sale a los caminos, porque los molinos de viento los lleva dentro.

– En todo caso, un hidalgo introvertido y egoísta, no lo olvide Su Excelencia. El man-chego quería deshacer entuertos; yo sólo aspiro a que me dejen en paz -se quedó un rato pensativo, analizando sus propios sentimientos-. Ignoro si eso es compatible con la honestidad, pero en realidad sólo pretendo ser honesto, se lo aseguro. Honorable. Honrado. Cualquier cosa que tenga su etimología en la palabra honor -añadió con sencillez; nadie hubiese tomado su tono por el de un fatuo.

– Original obsesión, maestro -dijo el marqués, sinceramente admirado-. Sobre todo en los tiempos que corren. ¿Por qué esa palabra, y no cualquier otra? Se me ocurren docenas de alternativas: dinero, poder, ambición, odio, pasión…

– Supongo que porque un día escogí ésa, y no otra. Quizás por azar, o porque me gustaba su sonido. Tal vez, de algún modo, la relacionaba con la imagen de mi padre, de cuya forma de morir siempre estuve orgulloso. Una buena muerte justifica cualquier cosa. Incluso cualquier vida.

– Ese concepto del tránsito Ayala sonreía, encantado de prolongar la conversación con el maestro de esgrima- tiene un sospechoso tufillo católico, ya sabe. La buena muerte como puerta de la salvación eterna.

– Si se espera la salvación, o lo que sea, la cosa ya no tiene mucho mérito… Yo me refería al último combate en el umbral de una oscuridad eterna, sin más testigo que uno mismo.

– Se olvida usted de Dios.

– No me interesa. Dios tolera lo intolerable; es irresponsable e inconsecuente. No es un caballero.

El marqués miró a don Jaime con sincero respeto.

– Siempre sostuve, maestro -dijo después de un silencio-, que la Naturaleza hace las cosas tan bien que convierte a los lúcidos en cínicos, para permitirles sobrevivir… Usted es la única prueba que conozco de la inexactitud de mi teoría. Y tal vez sea precisamente eso lo que me gusta de su carácter; más aún que los golpes de esgrima. Me reconcilia con ciertas cosas que habría jurado sólo existen en los libros. Es algo así como mi conciencia dormida.

Callaron ambos, escuchando el rumor de la fuente, y la suave racha de aire tibio volvió a agitar las ramas de los sauces. Entonces el maestro de esgrima pensó en Adela de Otero, miró de soslayo a Luis de Ayala y percibió en su propio interior un ingrato murmullo de remordimiento.

Ajeno a la agitación política que aquel verano tenía lugar en la Corte, Jaime Astarloa cumplía puntualmente los compromisos contraídos con sus clientes, incluyendo las tres horas semanales dedicadas a Adela de Otero. Las sesiones transcurrían desprovistas de cualquier situación equivoca, ciñéndose al aspecto técnico que motivaba la relación entre ambos. Aparte de los asaltos, en que la joven seguía haciendo gala de consumada destreza, apenas tenían ocasión de conversar brevemente sobre temas sin trascendencia. No había vuelto a repetirse el carácter un tanto íntimo de la conversación mantenida la tarde en que ella acudió por segunda vez a la galería del maestro de armas. Por lo general, ahora se limitaba a plantear a don Jaime determinadas cuestiones sobre esgrima, a las que él respondía con sumo placer y considerable alivio. Por su parte, el maestro contenía con aparente naturalidad su interés por conocer detalles sobre la vida de su cliente, y cuando alguna vez rozaba el tema, ella no se daba por enterada o lo eludía con ingeniosas evasivas. De todo aquello sólo pudo sacar en claro que vivía sola, sin parientes próximos, y que procuraba, por razones cuyo secreto sólo ella poseía, mantenerse al margen de la vida social que por su situación le habría correspondido en Madrid. Los únicos datos probados eran la razonable fortuna de que parecía gozar, muy próxima al lujo aunque habitase el segundo piso y no el principal del edificio de la calle Riaño, y el hecho incontestable de que había residido durante algunos años en el extranjero; posiblemente en Italia, según creía adivinar merced a ciertos detalles y expresiones sorprendidos durante sus conversaciones con la joven. Por otra parte, no habla modo de saber si era soltera o viuda, aunque su forma de vida parecía ajustarse más a la segunda hipótesis. La desenvoltura de Adela de Otero, el escepticismo que parecía empañar todas sus observaciones sobre la condición masculina, no eran justificables en una joven soltera. Resultaba evidente que aquella mujer había amado y había sufrido; Jaime Astarloa tenía los años suficientes para reconocer el aplomo al que, todavía en la juventud, sólo es posible acceder mediante la superación de intensas y extremas experiencias personales. A ese respecto, ignoraba si era justo, o no lo era, calificarla como lo que, en términos vulgares al uso, se denominaba una aventurera. Quizás lo fuera, después de todo; de hecho, había en ella rasgos de tan insólita independencia que a duras penas era posible catalogarla entre lo que el maestro de armas entendía por mujeres de corte convencional. Sin embargo, algo en su fuero interno le decía que eso serla ceder, demasiado fácilmente, al impulso de una torpe simplificación.

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