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– Raulito -murmuró aprobativamente Julia. Le quitó de la mano el leño.

– No tiene astillas -comentó mientras deslizaba por la corteza el dedo enguantado-. Quiero estar segura de que no quedaron astillas en la herida.

Dejó el leño en la mesa y volvió junto a la señora. Como pensando en voz alta, agregó:

– Esta herida se va a lavar.

Con un vago ademán indicó la ropa interior, doblada sobre una silla, el traje colgado de la percha.

– Dame -dijo.

Mientras vestía a la muerta, en tono indiferente indicó:

– Si te desagrada, no mires.

De un bolsillo sacó un llavero. Después la tomó debajo de los brazos y la arrastró fuera de la cama. Arévalo se adelantó para ayudar.

– Déjame a mí -lo contuvo Julia-. No la toques. No tienes guantes. No creo mucho en el cuento de las impresiones digitales, pero no quiero disgustos.

– Eres muy fuerte -dijo Arévalo.

– Pesa -contestó Julia.

En realidad, bajo el peso del cadáver los nervios de ellos dos por fin se aflojaron. Como Julia no permitió que la ayudaran, el descenso por la escalera tuvo peripecias de pantomima. Repetidamente retumbaban en los escalones los talones de la muerta.

– Parece un tambor -dijo Arévalo.

– Un tambor de circo, anunciando el salto mortal.

Julia se recostaba contra la baranda, para descansar y reír.

– Estás muy linda -dijo Arévalo.

– Un poco de seriedad -pidió ella; se cubrió la cara con las manos-. No sea que nos interrumpan.

Los ruidos reaparecieron; particularmente el del caño.

Dejaron el cadáver al pie de la escalera, en el suelo, y subieron. Tras de probar varias llaves, Julia abrió la valija. Puso las dos manos adentro, y las mostró después, cada una agarrando un sobre repleto. Los dio al marido, para que los guardara. Recogió el chambergo de la señora, la valija, el leño.

– Hay que pensar dónde esconderemos la plata -dijo-. Por un tiempo estará escondida.

Bajaron. Con ademán burlesco, Julia hundió el chambergo hasta las orejas a la muerta. Corrió al sótano, empapó el leño en alcohol, lo echó al fuego. Volvió al salón.

– Abre la puerta y asómate afuera -pidió.

Obedeció Arévalo.

– No hay nadie -dijo en un susurro.

De la mano, salieron. Era noche de luna, hacía fresco, se oía el mar. Julia entró de nuevo en la casa; volvió a salir con la valija de la señora; abrió la puerta del automóvil, un cabriolet Packard, anticuado y enorme; echó la valija adentró. Murmuró:

– Vamos a buscar a la muerta. -En seguida levantó la voz-. Ayúdame. Estoy harta de cargar con ese fardo. Al diablo con las impresiones digitales.

Apagaron todas las luces de la hostería, cargaron con la señora, la sentaron entre ellos, en el coche, que Julia condujo. Sin encender los faros llegaron a un paraje donde el camino coincidía con el borde a pique de los acantilados, a unos doscientos metros de La Soñada. Cuando Julia detuvo el Packard, la rueda delantera izquierda pendía sobre el vacío. Abrió la portezuela a su marido y ordenó:

– Bájate.

– No creas que hay mucho lugar -protestó Arévalo, escurriéndose entre el coche y el abismo.

Ella bajó a su vez y empujó el cadáver detrás del volante. Pareció que el automóvil se deslizaba.

– ¡Cuidado! -gritó Arévalo.

Cerró Julia la portezuela, se asomó al vacío, golpeó con el pie en el suelo, vio caer un terrón. En sinuosos dibujos de espuma y sombra el mar, abajo, se movía vertiginosamente.

– Todavía sube la marea -aseguró-. ¡Un empujón y estamos libres!

Se prepararon.

– Cuando diga ahora, empujamos con toda la furia -ordenó ella-. ¡Ahora!

El Packard se desbarrancó espectacularmente, con algo humano y triste en la caída, y los muchachos quedaron en el suelo, en el pasto, al borde del acantilado, uno en brazos del otro, Julia llorando como si nada fuera a consolarla, sonriendo cuando Arévalo le besaba la cara mojada. Al rato se incorporaron, se asomaron al borde.

– Ahí está -dijo Arévalo.

– Sería mejor que el mar se lo llevara, pero si no se lo lleva, no importa.

Volvieron camino. Con los rastrillos borraron las huellas del automóvil entre el patio de tierra y el pavimento. Antes de que hubieran destruido todos los rastros y puesto en perfecto orden la casa, el nuevo día los sorprendió. Arévalo dijo:

– Vamos a ver cuánta plata tenemos.

Sacaron de los sobres los billetes y los contaron.

– Doscientos siete mil pesos -anunció Julia.

Comentaron que si la mujer llevaba más de doscientos mil pesos para la seña, estaba dispuesta a pagar más de dos millones por la casa; que en los últimos años el dinero había perdido mucho valor; que esa pérdida los favorecía, porque la suma de la seña les alcanzaba a ellos para pagar la hostería y los intereses del prestamista.

Con el mejor ánimo, Julia dijo:

– Por suerte hay agua caliente. Nos bañaremos juntos y tomaremos un buen desayuno.

La verdad es que por un tiempo no estuvieron tranquilos. Julia predicaba la calma, decía que un día pasado era un día ganado. Ignoraban si el mar había arrastrado el automóvil o si lo había dejado en la playa.

– ¿Quieres que vaya a ver? -preguntó Julia.

– Ni soñar -contestó Arévalo-. ¿Te das cuenta si nos ven mirando?

Con impaciencia Arévalo esperaba el paso del ómnibus que dejaba todas las tardes el diario. Al principio ni los diarios ni la radio daban noticias de la desaparición de la señora. Parecía que el episodio hubiera sido un sueño de ellos dos, los asesinos.

Una noche Arévalo preguntó a su mujer:

– ¿Crees que puedo rezar? Yo quisiera rezar, pedir a un poder sobrenatural que el mar se lleve el automóvil. Estaríamos tan tranquilos. Nadie nos vincularía con esa vieja del demonio.

– No tengas miedo -contestó Julia-. Lo peor que puede pasarnos es que nos interroguen. No es terrible: toda nuestra vida feliz por un rato en la comisaría. ¿Somos tan flojos que no podemos afrontarlo? No tienen pruebas contra nosotros. ¿Cómo van a achacarnos lo que le pasó a la pobre señora?

Arévalo pensó en voz alta:

– Esa noche nos acostamos tarde. No podemos negarlo. Cualquiera que pasó, vio luz.

– Nos acostamos tarde, pero no oímos la caída del automóvil.

– No. No oímos nada. Pero ¿qué hicimos?

– Oímos la radio.

– Ni siquiera sabemos qué programas transmitieron esa noche.

– Estuvimos conversando.

– ¿De qué? Si decimos la verdad, les damos el móvil. Estábamos arruinados y nos cae del cielo una vieja cargada de plata.

– Si todos los que no tienen plata salieran a matar como locos…

– Ahora no podemos pagar la deuda -dijo Arévalo.

– Y para no despertar sospechas -continuó sarcásticamente Julia- perdemos la hostería y nos vamos a Buenos Aires, a vivir en la miseria. Por nada del mundo. Si quieres, no pagamos un peso, pero yo me voy a hablar con el prestamista. De algún modo lo convenzo. Le prometo que si nos da un respiro, las cosas van a mejorar y él cobrará todo su dinero. Como sé que tengo el dinero, hablo con seguridad y lo convenzo.

La radio una mañana, y después los diarios, se ocuparon de la señora desaparecida.

– «A raíz de una conversación con el comisario Gariboto» -leyó Arévalo- «este corresponsal tiene la impresión de que obran en poder de la policía elementos de juicio que impiden descartar la posibilidad de un hecho delictuoso». ¿Ves? Empiezan con el hecho delictuoso.

– Es un accidente -afirmó Julia-. A la larga se convencerán. Ahora mismo la policía no descarta la posibilidad de que la señora esté sana y buena, extraviada quién sabe dónde. Por eso no hablan de la plata, para que a nadie se le ocurra darle un palo en la cabeza.

Era un luminoso día de mayo. Hablaban junto a la ventana, tomando sol.

– ¿Qué serán los elementos de juicio? -interrogó Arévalo.

– La plata -aseguró Julia-. Nada más que la plata. Alguno habrá ido con el cuento de que la señora viajaba con una enormidad de plata en la valija.

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