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La cita era en el restaurante que está en el llamado Gran Puerto. Cuando llegó, la única persona a la vista era un marinero, con pipa, saco azul y gorra con borla roja. «Demasiado típico para ser marinero de lago», pensó Maceira. Por la manera de fumar, no parecía contento. Se acercó a Maceira y dijo:

– ¿Usted es de la excursión? No lo felicito. El que sale a navegar en un día como hoy no está bien de aquí -se tocó la frente y, al ver que Maceira no respondía en seguida, le previno-: Si naufragamos, le cobro el bote.

– Estaría bueno. Vengo por obligación y me hace responsable.

– Claro que lo hago responsable. Usted mismo se dará cuenta de que el lago está muy picado. No hay visibilidad.

– Le dice todo eso a Cazalis. Él organizó el paseo.

– No va a ser un paseo. Cuando el lago se encrespa, es peor que el mar. Si no, recuerde a la amiguita del poeta. Naufragó en pleno lago, en un día como hoy.

– Hable con Cazalis.

– Claro que voy a hablar. Para salir con un tiempo así, tienen que pagarme tarifa doble.

– Lo que no entiendo es por qué, si la fábrica está en la otra punta, nos embarcamos acá. A mí me conviene porque vivo en Aix.

– ¿Vive en Aix? Un punto a su favor. Pero aunque le convenga ¿se da cuenta de lo que es ir de una punta a otra del lago, con este tiempo? Si no zozobramos a la ida, zozobramos a la vuelta.

Maceira repitió que no entendía por qué decidió Cazalis partir de Aix y agregó:

– No creo que haya pensado en mi comodidad.

– Pensó en los obreros. No quiere que se enteren.

El marinero le hizo ver que si el puerto de partida fuera cerca de Chambéry, alguna información «se hubiera filtrado» y los obreros no hubieran permitido que tranquilamente salieran a investigar si existen o no razones para clausurar la fábrica donde ganan el pan.

Maceira se dijo que si Cazalis y los técnicos tardaban diez minutos más, él se volvía al hotel, con la conciencia de haber cumplido. «Cuando ellos tardan es porque no pudieron llegar antes; cuando yo tardo, es porque soy sudamericano.» Apuesto que al ver cómo está el tiempo, Cazalis dejó la excursión para mejor oportunidad.

Aparecieron tres caballeros en traje de hombre-rana, caminando de modo ridículo. Uno de ellos era corpulento, de grandes bigotes rubios, de aire de conquistador vikingo, o siquiera normando; otro, un hombrecito, se movía con tanta lentitud que Maceira se preguntó si estaría enfermo, o resolviendo mentalmente un problema, o drogado; el tercero, de tez bastante oscura, parecía enojado y nervioso. Maceira se apresuró a saludar al de aspecto de conquistador. Dijo:

– Mucho gusto, señor Cazalis.

– Acá tiene al señor Cazalis -contestó el normando y señaló al hombrecito.

– Yo, en cambio, no puedo equivocarme; usted es Maceira. Dicho esto, el hombrecito lo miró fijamente, sin pestañear; después movió la cabeza, con resignación. No le dio la mano.

– Soy Le Boeuf -dijo el que parecía normando.

– Me parece que he oído su nombre -comentó Maceira.

– Seguramente lo vio en frascos de coaltar. El orgullo de mi familia. Le presento al zoólogo Koren.

Tras juntar coraje, Maceira previno a Cazalis:

– El marinero dice que no es prudente salir al lago con este mal tiempo.

– Si usted tiene miedo, no venga.

El marinero llevó aparte a Cazalis y, después de unos cuchicheos, levantó la voz para decir:

– Todo el mundo a bordo.

– El mal tiempo es un excelente pretexto para elevar la tarifa -observó Cazalis, con sorprendente buen humor; después, mirando a Maceira, agregó-: Puede estar seguro de que a mí el experimento no me atrae, pero dije que hoy lo llevo a buen término y tengo una sola palabra.

– ¿No viene nadie más? -preguntó el marinero.

– Nadie más -contestó Cazalis-. Ya somos demasiados.

– La primera verdad que dice -declaró el marinero-. El lago está picado y la carga es mucha. Maceira le susurró a Cazalis:

– Si quiere, yo me quedo.

– Como usted representa la otra parte, dirán que me las arreglé para dejarlo -contestó Cazalis y, con una sonrisa, agregó irónicamente-: No, pensándolo bien, no permitiré que por nosotros se prive de este viaje de placer.

Cuando todos se embarcaron, los bordes del bote estaban casi a nivel del agua.

– Señores -dijo el marinero-. Podrán ver que hay una latita a disposición de cada uno de los señores pasajeros. Por favor, úsenla. Deben sacar el agua que entra, sobre todo si no quieren zozobrar. Hasta la otra punta del lago, el viaje no es corto.

«Con un tiempo como éste», pensó Maceira, «¿cómo sabe el marinero que vamos hacia el punto convenido? Lo más probable es que ya no sepa dónde estamos.»

El viento no amainaba; aumentaba más bien y, consecuentemente, la navegación, azarosa desde el principio, se volvía poco menos que imposible. A pesar de todo, el marinero no paraba de remar. En algún momento Maceira, desesperando de la utilidad de cualquier esfuerzo, pretendió descansar un instante de su tarea con la lata. El marinero en seguida lo increpó:

– ¡Eh! ¡Usted! ¡No se haga el tonto! ¡A sacar agua, si no quiere que todos nos ahoguemos!

Maceira reflexionó: «Este hombre trata de convencernos de que es el mago de la orientación. En realidad es un sinvergüenza. No sabe dónde estamos ni hacia dónde nos dirigimos. Cuando se canse, va a decir: “Es acá” y nosotros, como idiotas, vamos a creerle». Con tal de acortar esa interminable primera parte de la excursión, de buena gana hubiera dicho lo que sin duda todos pensaban: «Paremos de una vez… Tanto da un punto del lago como otro». Se contuvo por temor de que Cazalis repitiera sus palabras a Chantal.

– Hemos llegado -anunció el marinero.

– ¡Hurra! -exclamó el botánico.

– Lástima que haya que bajar -dijo el zoólogo.

– Es verdad. Lo había olvidado… -respondió sin alegría el botánico.

– Señores, acabemos cuanto antes. Yo bajo primero -anuncio Cazalis.

– Yo, último -se apresuró a decir Maceira.

Cuando se disponía a iniciar el descenso, el botánico dijo:

– Marinero: usted no se distraiga. Si queremos subir, damos un tirón a la cuerda; dos tirones, si queremos subir con rapidez.

– Mejor que no suban con rapidez -comentó displicentemente el marinero.

El descenso fue largo, según Maceira, y al menos para él muy alarmante. Le llegaban de pronto, sin que supiera de dónde, sonidos que le recordaban los del agua que se va por un desagüe. Dos o tres veces, «por nervios nomás», estuvo a punto de tirar de la cuerda. Se preguntó si en algún momento llegaría al fondo y si tendría fondo ese lago.

Por fin sintió bajo los pies un lecho de barro y hojas. Miró hacia delante y pudo ver al grupo de los demás que avanzaba hacia la boca, en forma de arco, de un túnel vegetal, oscuro en el centro y formado por enormes plantas azules, de hojas carnosas, que se entrelazaban arriba. «Si van a meterse ahí son muy valientes», pensó Maceira. Aquello era una verdadera boca de lobo: una superficie oscura, la boca de lobo propiamente dicha, rodeada de plantas que parecían víboras. Víboras no: boas. Para no ser menos que los otros quiso avanzar, pero debió de paralizarlo la desconfianza, porque no dio un paso. Cuando me refirió esto, Maceira dijo: «Del Pollo Maceira se habrá dicho de todo, pero no que es cobarde. Ahora quiero aclarar: una cosa es la vida corriente y otra estar en el fondo del lago Le Bourget».

Cuando por fin iba a dar el paso, aparecieron dos luces de un azul amarillento, en la mitad superior de la boca del túnel. Creyó que eran faros para la niebla. Faros de forma ovalada, como los ojos de un gato enorme. De pronto advirtió, no sin preocupación, que los faros se movían, avanzaban, con extrema lentitud. Tuvo tiempo de imaginar algo inverosímil: un camión «¡allá en el fondo del lago!» que de repente iba a acelerar para atropellarlo. Él se mantenía listo y, en su momento, se haría a un lado y tiraría dos veces de la cuerda. Tuvo tiempo, también, de ver cómo se deslizaba hacia fuera del túnel un larguísimo animal, una enorme oruga azul, con ojos de gato; una enorme oruga que diligentemente, pero sin apuro, devoraba uno después de otro, al señor Cazalis, al zoólogo, al botánico. Quizá porque los hechos ocurrieron en silencio le dejaron un recuerdo que no le parecía del todo real. No impidió esto que se asustara, como una apretada serie de tirones de la cuerda lo evidenciaron. Tan frenéticos fueron que el marinero se alarmó. Por lo menos reaccionó como si estuviera alarmado o irritado: olvidando toda precaución, izó a Maceira lo más rápidamente que pudo. Para exonerarlo de su culpa podría alegarse que si él hubiera sido menos expedito, Maceira no hubiese escapado a la oruga. Llegó enfermo a la superficie, con la cara cubierta de magulladuras por golpes contra la quilla del bote. No hablaba, no contestaba a las preguntas. Gemía, se llevaba las manos a la cabeza.

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