Литмир - Электронная Библиотека

Obligatorio es reconocer que este varón señero milita ideas de viejo cuño y que nuestras filas, de suyo idealistas, hasta ahora no produjeron prohombres de temple comparable. En un país nuevo, las ideas nuevas carecen de tradición. Ya se sabe, sin tradición no hay estabilidad.

Por arriba de esta figura, nuestra jerarquía ad usum no pone a nadie, salvo a doña Remedios, madre y consejera única de tan abultado hijo. Entre nosotros, no sólo porque manu militari arregla cuanto conflicto le someten o no, la llamamos Remedio Heroico. Aunque burlesco, el mote es cariñoso.

Para completar el cuadro de quienes viven en el chalet, ya no falta sino un apéndice indudablemente menor, el ahijado, don Tadeíto, alumno del turno de la noche de mi escuela. Como doña Remedios y don Juan no toleran casi nunca extraños en la casa, ni en calidad de colaboradores ni de invitados, el muchacho reúne sobre la testa los títulos de peón y dependiente del corralón y de sirvientillo de Las Margaritas. Agreguen a lo anterior que el pobre diablo acude regularmente a mis clases y comprenderán por qué respondo con cajas destempladas a cuantos, por pifia y maldad pura, le endosan el sonsonete de un apodo. Que olímpicamente lo rechazaran del servicio militar me tiene sin cuidado, porque de envidioso no peco.

El domingo en cuestión, a una hora que se me extravió entre las dos y las cuatro de la tarde, llamaron a mi puerta, con el deliberado afán, a juzgar por los golpes, de voltearla. Tambaleando me incorporé, murmuré: «No es otro», proferí palabras que no están bien en boca de un maestro y como si ésta no fuera época de visitas desagradables abrí, seguro de encontrar a don Tadeíto. Tuve razón. Ahí sonreía el alumno, con la cara tan flacucha que ni siquiera servía de pantalla contra el sol, de lleno en mis ojos. A lo que entendí solicitaba, a boca de jarro y con esa voz que de pronto se ahuyenta, textos de primer grado, segundo y tercero. Irritadamente inquirí:

– ¿Podrías informar para qué?

– Pide padrino -contestó.

En el acto entregué los libros y olvidé el episodio como si fuera parte de un sueño.

Horas después, cuando me dirigía a la estación y alargaba el camino con una vuelta para matar el tiempo, advertí en Las Margaritas la falta del molinete. La comenté en el andén, mientras esperábamos el expreso de Plaza de las 19:30 que llegó a las 20:54, y la comenté a la noche, en el bar. No me referí al pedido de textos, ni menos aún vinculé un hecho con otro, porque al primero, ya dije, lo registré apenas en la memoria.

Supuse que tras un día tan movido retomaríamos el tranco habitual. El lunes, a la hora de la siesta, alborozadamente me dije: «Ésta va de veras», pero todavía cosquilleaba el fleco del poncho la nariz, cuando empezó el estruendo. Murmurando: «Y hoy qué le ha dado. Si lo pesco a las patadas en la puerta pagará lágrimas de sangre», enfilé las alpargatas y me encaminé al zaguán.

– ¿Ya es una costumbre interrumpir a tu maestro? -espeté al recibir de vuelta la pila de libros.

La sorpresa me confundió enteramente, porque oí por toda contestación:

– Pide padrino los de tercero, cuarto y quinto. Logré articular:

– ¿Para qué?

– Pide padrino -explicó don Tadeíto.

Entregué los libros y volví al lecho, en pos del sueño. Admito que dormí, pero lo hice, ruego que me crean, en el aire.

Luego, camino de la estación, comprobé que el molinete no había retomado su puesto y que el tono amarillo se difundía en el jardín. Conjeturé, por lógica, despropósitos y en pleno andén, mientras el físico se lucía ante frívolas bandadas de señoritas, la mente aún trabajaba en la interpretación del misterio.

Mirando la luna, enorme allá por el cielo, uno de nosotros, creo que Di Pinto, entregado siempre a la quimera romántica de quedar como hombre de campo (¡por favor, ante los amigos de toda la vida!), comentó:

– La luna hizo de seca. No atribuyamos, pues, a un pronóstico de lluvia el retiro del artefacto. ¡Su móvil habrá tenido nuestro don Juan!

Badaracco, mozo despierto, que presenta un lunar, porque en otra época, aparte del sueldo bancario, cobraba un tanto por delación, me preguntó:

– ¿Por qué no apestillas al respecto al taradito?

– ¿A quién? -interrogué por decoro.

– A tu alumno -respondió.

Aprobé el temperamento y lo apliqué esa misma noche, después de clase. Traté de marear primero a don Tadeíto con la perogrullada de que la lluvia entona al vegetal, para atacar por fin a fondo. El diálogo fue como sigue:

– ¿Se descompaginó el molinete?

– No.

– No lo veo en el jardín.

– ¿Cómo lo va a ver?

– ¿Por qué cómo lo voy a ver?

– Porque está regando el depósito.

Aclaro que entre nosotros llamamos depósito a la última barraca del corralón, donde don Juan amontona los materiales de poca venta, por ejemplo, estrafalarias estufas y estatuas, monolitos y malacates.

Urgido por el deseo de notificar a los muchachos de la novedad sobre el molinete, ya despachaba a mi alumno sin interrogarlo sobre el otro punto. Recordar y chillar fue todo uno. Desde el zaguán don Tadeíto me miró con ojos de oveja.

– ¿Qué hace don Juan con los textos? -grité.

– Y… -gritó de vuelta- los deposita en el depósito.

Alelado corrí al hotel. Ante mis comunicaciones, tal como lo preví, cundió la perplejidad entre la juventud. Todos formulamos alguna opinión, pues el buen callar en aquel momento era un bochorno, y por fortuna nadie prestó oídos a nadie. O quizá prestara oídos el patrón, el enorme don Pomponio del vientre hidrópico, a quien los del grupo a gatas distinguimos de las columnas, mesas y vajilla, porque la soberbia del intelecto nos ofusca. La voz de bronce, apagada por ríos de ginebra, de don Pomponio, llamó al orden. Siete caras miraron para arriba y catorce ojos quedaron pendientes de una sola cara roja y brillante, que se partía en la boca, para inquirir:

– ¿Por qué no se dan traslado en comitiva y piden explicación a don Juan en persona?

El sarcasmo despabiló a uno, de apellido Aldini, que estudia por correspondencia y lleva corbata blanca. Enarcando las cejas me dijo:

– ¿Por qué no ordenas a tu alumno que espíe las conversaciones entre doña Remedios y don Juan? Después le aplicas la picana.

– ¿Qué picana?

– Tu autoridad de maestro ciruela -aclaró con odio.

– ¿Don Tadeíto tiene memoria? -preguntó Badaracco.

– Tiene -afirmé-. Lo que entra en su caletre, por un rato queda fotografiado.

– Don Juan -continuó Aldini- para todo se aconseja de doña Remedios.

– Ante un testigo como el ahijado -declaró Di Pinto- hablarán con entera libertad.

– Si hay misterio, saldrá a relucir -vaticinó Toledo. Chazarreta, que trabaja de ayudante en la feria, gruñó:

– Si no hay misterio ¿qué hay?

Como el diálogo se desencaminaba, Badaracco, famoso por la ecuanimidad, contuvo a los polemistas.

– Muchachos -los reconvino-, no están en edad de malgastar energías.

Para tener la última palabra, Toledo repitió:

– Si hay misterio, saldrá a relucir.

Salió a relucir, pero no sin que antes giraran días enteros.

A la otra siesta, cuando me hundía en el sueño, resonaron, cómo no, los golpes. A juzgar por las palpitaciones, resonaron a un tiempo en la puerta y en mi corazón. Don Tadeíto traía los libros de la víspera y reclamaba los de primer año, segundo y tercero, del ciclo secundario. Porque el texto superior escapa a mi órbita, hubo que comparecer en el negocio de librería de Villarroel, a vivo golpe en la puerta despertar al gallego y aplacarlo posteriormente con la satisfacción de que don Juan reclamaba los libros. Como era de temer, el gallego preguntó:

– ¿Qué mosca picó al tío ese? En la perra vida compró un libro y a la vejez viruela. Va de suyo que el muy chulo los pide en préstamo.

– No lo tome a la tremenda, gallego -le razoné con palmaditas-. Por lo amargado parece criollo.

37
{"b":"100228","o":1}