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»Me despertó, al otro día, el canto de pájaros. Me asomé a la terraza; vi el bosque en la ladera de la montaña y abajo, alrededor del hotel, muchachas con guadañas enormes, cortando el pasto. El hombre que puso la bandeja del desayuno en la terraza, explicó:

»-Estamos preparando la pelouse del parque. De un momento a otro llega la foule.

»Que llegara o no la foule me importaba poco. En cuanto a Leda, a pesar de su referencia a nuestros desayunos en la terraza, comprendí que era mejor no esperarla.

»Después anduve por el parque, me interné en el bosque, creo que me senté en un tronco y que me abandoné a la melancolía. Lo más lamentable fue que no me bastaba la pérdida del amor de Leda; también estuve triste porque tenía canas, porque envejecía, porque me quedaba poco tiempo, porque malgastaba ese poco tiempo en un hotel carísimo, donde cada día de tristeza me costaba una fortuna. Siempre fui muy desordenado, dejé todo en manos -en las manos verdaderamente enormes- del procurador Rafael Colombatti (de pie plano, de cara pálida, de traje negro) y de vez en cuando me afligió el temor, que parece de novela, de encontrarme de la noche a la mañana sin un cobre.

»Tuve que volver, porque se hacía tarde para el almuerzo. En el vasto comedor había pocas mesas ocupadas. Los comensales eran los mismos de la víspera: una familia de fuertes industriales de Lyon; un actor francés, bastante famoso (yo no lo hubiera reconocido si el maître d’hôtel no dice el nombre); un individuo joven, a quien más de una vez había entrevisto últimamente, de mofletes de color ladrillo, inflados y flojos, que le daban un aire estúpido, para mí netamente repulsivo, y una muchacha Lancker, bastante linda y dorada, que reconocí en seguida porque hablé con ella medio minuto, hará cosa de mil años, en un té del club de tennis de Montecarlo.

»Me disponía a tomar el ascensor para subir a mi cuarto, pensando que si me hubieran dejado a Lavinia, que incomodaba al fin y al cabo, tendría más entretenimiento, cuando apareció Leda. Soplando un grito murmuró:

»-Nos vamos por el día a Ginebra. Nos vamos ahora mismo.

»Tan acobardado andaba que no supe a quién incluirían las palabras “nos vamos”: a mí o a la prima y la sobrina. Como Leda agregó: “¿Qué te pasa? Hay que moverse”, entendí que mi suerte había mejorado.

»Recogí el impermeable y emprendimos el viaje, como si nos corriera el diablo. Llegados a nuestro destino pude reflexionar que la impaciencia proviene del corazón, por lo que es vano buscar motivos que la justifiquen; sólo encontraremos pretextos. Quiero decir que nada, aparentemente, tenía que hacer en Ginebra Leda, sino pasear conmigo a lo largo de un día despejado muy grande y muy feliz. Vimos el chorro de agua en el lago y los peces en el Ródano; recorrimos en la Corraterie librerías y en la Grande Rué, librerías y anticuarios (compré a Leda un pisapapel de vidrio, en cuyo interior granates formaban un ave-fénix); descansamos en el parque de Eaux Vives y comimos en un restaurante bearnés. Creo que todavía estábamos en el parque, cuando sugerí que fuéramos a un hotel. “¿Estás loco?”, replicó. “Para eso tenemos el Royal.” En efecto, de vuelta en Évian, se quedó conmigo, y a la mañana siguiente desayunamos juntos en la terraza. Propuso que fuéramos a Lausanne: cuando contesté que estaba listo para partir, sonrió del modo más encantador y dijo: “Iremos en el último vaporcito de la noche. Te espero en el embarcadero, a las once”. Me besó la frente y se fue.

»Resolví no deprimirme, por más horas vacías que tuviera por delante. Sacaría ánimo de la dicha inmediata y aguantaría hasta las once de la noche. Por de pronto me sumí en un largo baño, me vestí con lentitud y bajé al parque del hotel. Antes de salir me encontré con Bobby Williard. ¿Lo conoces? No pierdes nada, porque es un cretino. Como si tuviera cuerda empezó a despotricar contra Évian, que llamó la segunda muerte. “La primera es Bath”, confió con una risita. Explicó que el Royal estaba vacío y repitió: “No hay nadie, nadie”. Por el agrado de hablar de la mujer querida y por vanidad respondí: “Está Leda”. No lo hubiera dicho. Bobby me acercó su aliento sólido y gritó: “¿Sabes lo que me contaron? Que es una p… Parece que con cualquiera es la cosa”. Como pude lo aparté y me interné en la sala del piano, donde nunca había nadie. Ahí estuve un rato, reponiéndome. Es increíble la amargura que me dejaron las palabras de aquel idiota. Algo recobrado al fin, le pedí al conserje prospectos de hoteles de Lausanne. Con tres o cuatro prospectos en la mano, me tiré en una silla de lona, en medio del pasto recién cortado.

Como estaba dispuesto a encarar el tiempo con mucha calma, cuando ya me ponía a leer miré despreocupadamente a mi alrededor. Detuve los ojos en el balcón de Leda y a poco descubrí el reflejo de mi amiga en el vidrio de uno de los batientes. Otro reflejo surgió de la penumbra del cuarto; en el vidrio se juntaron ambos. Yo me dije: “Leda besa a la sobrina”. No sé cuándo pasé de estar divertido con el descubrimiento de un interesante fenómeno de óptica, por el que Leda y la sobrina aparecían, para un espectador colocado en mi ángulo, de igual estatura, a descubrir que Leda besaba a un hombre. Aquel momento, pido que me creas, fue como un mojón, un mojón apenas entrevisto, pero entrevisto al fin e inmediatamente descifrado como el límite entre dos mundos, el de siempre, en el que yo estaba con Leda, y uno desconocido, bastante desagradable, en el que entraría por ley fatal. Se me nubló la vista, dejé caer los prospectos, como si fueran bichos venenosos. Era curioso: a pesar del estado de caos en que me hallaba, la mente trabajó con lucidez y prontitud. Primero me dirigí a la recepción. Pregunté por la señora o señorita Brown-Sequard y por una niña que la acompañaba. Me contestaron que tales personas no figuraban entre los pasajeros del Royal. Después pedí la cuenta, pagué, subí a mi cuarto. Ahí se desató la verdadera amargura; arreglando valijas anduve por el cuarto como un murciélago enceguecido, que se da contra las paredes. Furiosamente salí de ese cuarto miserable, y en el ómnibus del hotel bajé al embarcadero. Como tuve que esperar una hora larga, cavilé. Empecé a preguntarme (todavía no he concluido) si realmente vi a Leda besándose con un hombre. Conocí la tentación de quedarme. Dije: “A lo mejor quedarme es prudencia”; pero dije después: “Quedarme es cobardía”. Creo que en el fondo de mi alma supe que ya no podía encontrar junto a Leda sino ansiedad y tristeza; te aseguro que por eso partí (cualquier mujer te dirá que lo hice por amor propio). No hay duda de que en el barquito, cruzando el lago, yo me veía como dueño de mi destino; también es verdad que de pronto volaron sobre mi cabeza enormes pájaros blancos y me aterraron premoniciones.

»Todos vamos en un barquito, con rumbo desconocido, pero me agrada imaginar que entonces yo encarnaba el símbolo de un modo particularmente apropiado. No me preguntes, porque no recuerdo, dónde paré en Lausanne. Recuerdo, sí, que por la ventana de mi cuarto, a lo largo de un día rarísimo, en que nada tenía consistencia, contemplé fascinado la otra ribera. Podría dibujarte el hotel Royal, tanto lo miré. A la noche, líneas de puntos paulatinamente lo iluminaron. Sobre esa imagen cerré los ojos y, acodado a una mesa, frente a la ventana, me dormí. Debí de estar muy cansado, pues a la mañana siguiente, desperté en la misma postura.

»En cuanto cerré los ojos (fíjate bien; yo estaba con la cabeza apoyada en la mesa, frente a la ventana que da al lago, de manera que si los hubiera entreabierto un instante habría visto el incendio) el hotel Royal quedó envuelto en llamas. Aparentemente nadie durmió aquella noche, salvo yo, que tenía ahí dentro a Leda.

»Uno diría que alguien, el mismo que desde la hora en que pisé el vaporcito maneja mi vida, me durmió. A la mañana no me permitió mirar adelante; me llevó adentro del cuarto y, porque estaba resuelto a apartarme de Leda, me enredó en compromisos. Es bastante raro que yo pidiera, antes del desayuno, comunicación con Londres. Llamé a Londres (todo esto lo dirigió el destino) para avisar que llegaba a casa en el día. Si para no volver atrás, yo procuraba atarme, me encontré con un lazo más fuerte que el previsto. Me dijeron que esa noche Colombatti se había disparado un tiro y que agonizaba en el hospital. Contesté: “Voy en el primer avión”. Después hablé con el portero y reservé el pasaje. A las once tenía que estar en el aeródromo. Miré el reloj. Eran las ocho y media. Ni bien pedí el desayuno, lo trajo una suiza, muy desleída y muy joven, tan interesada en el asunto que no se preguntó si yo lo ignoraba y habló sin parar, hasta el final de frase, dos o tres veces repetido: “Todos muertos”. Pregunté: “¿Dónde?”. Comprenderás cómo quedé al oír: “En el siniestro del Royal”.

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